Norberto


Por  Liberata

      Mi joven compañera de viaje no paraba de juguetear con el móvil. De pronto, se puso de pie, alcanzó el equipaje y salió pasillo adelante sin decir palabra. “¡Qué juventud, la de hoy”, pensé. Sin duda, se había anticipado un poco, tal vez cansada de mover los dedos a aquel ritmo frenético.

    En tanto llegábamos a la estación correspondiente, pensé que  me esperaban unos días amables, en grata compañía, con la posibilidad de pasear sola o acompañada por la hermosa capital. Y también que en aquellas fechas el tren iba completo y, probablemente, en aquella parada subiría alguien que ocupara el asiento vecino al mío. Y así fue. Lo hizo un ¿anciano? “¿Cuándo comenzamos a serlo en realidad, cuándo lo parecemos, cuándo  nos sentimos así?” de elevada estatura y aspecto entre rudo y elegante, tal vez  con un punto de bohemio, y hombre de pocas palabas, al parecer. Mientras el tren discurría por los raíles, sin dejar de mirar al exterior, se diría que el viajero pretendía atrapar el paisaje con la mirada. Así trascurrirían unos cuantos kilómetros sin que cambiáramos palabra alguna. Hasta que sacó de la pequeña mochila que conservara al alcance de la mano una cajita que contenía caramelos e hizo un cortés gesto de ofrecimiento al mismo tiempo que sonreía, mostrando la que me pareció una dentadura magníficamente restaurada.

                -Son buenos -dijo.

                -Gracias -respondí tomando uno.

                Ciertamente, el dulce era muy agradable, aunque no supiera definir cuál era su sabor.

                -Es sano. De algas.

-¡Ah!, con razón trataba yo de encontrarle un sabor que me resultara familiar.

                -Vienen de Grecia.

                -¿Vacaciones invernales?

                -No exactamente.  Soy de aquí, pero llevo casi toda mi vida fuera.

                -¿En el mar?

                -Ha acertado.

                -No era muy difícil. Su aspecto tiene algo de veterano lobo de mar, aunque vaya muy bien afeitado. Porque, si no me equivoco, en la ficción todos aparecen barbados.

                -Es una costumbre que ha quedado anticuada. ¿Vive usted en Donostia?

                -No. Voy a pasar la navidad a casa de uno de mis hijos.

                -Tiene suerte.

                Súbitamente, la expresión de su semblante cambió, como si una sombra se hubiera proyectado sobre el mismo, eclipsando la afabilidad de que antes diera muestra.

“¡Vaya, ya has metido la pata, rica!”

-Siento si mi respuesta ha sido inoportuna.

-¡No! No, para nada.

-¿De verdad? Menos mal. Por un momento, he creído que…

-Ya. Que su comentario traía a mi mente algún penoso recuerdo.  ¡Qué sensible es usted! Y qué intuitiva.

-No crea; a veces, patino soberanamente.

-Eso nos sucede a todos.

Me sentí perdonada. Y de veras que me prometí no reincidir y acogerme al silencio que siguiera.

Sin embargo, sorpresivamente, éste no tardaría en ser interrumpido.

-¿Tiene más hijos?

-Tengo otro, que celebrará estas fiestas en casa de su familia política. Nos veremos para despedir el año y recibir al nuevo.

-Las tradiciones. Yo he sido hijo único. Nací aquí cerca, en un pequeño caserío arriba  de Tolosa. Y recuerdo aquellas navidades en que todo estaba nevado y nos jorobábamos de frío.  Y lo mejor que sucedía, era que al menos un día íbamos a visitar a los parientes y las amistades residentes en Donosti.  Porque ya desde chico me gustó más la mar que la tierra.  Tanto, que aprendí a ingeniármelas para hacer recados que me llevaran a los puertos más próximos. Tenía una vieja bicicleta, con la que alcanzaba velocidades muy estimables. Me convertí en una especie de recadero y comencé a ganar algún dinero, aunque poco, en lugar de seguir con los estudios. Pero, sobre todo, me fui familiarizando con la mar. Con la pesca, con los motores de las barcas y los más complicados de otras embarcaciones…  Más tarde, aprendí en la mili  tanto como si hubiera accedido a una escuela creada  para mi provecho. Cuando me licencié, ya me esperaba un puesto de trabajo que me alejaría del caserío y de mis padres y demás parientes esparcidos por la provincia. Y me convertí en seguida, como usted bien ha dicho, en un lobo de mar. En plena juventud, no me enamoraba de las mujeres, sino de los puertos, de los horizontes, de los archipiélagos; de los motores cada vez más potentes y sofisticados. Ganaba dinero. Y apenas tenía ocasión de gastarlo. Aprovecharía las ocasiones de desembarcar en nuestras costas, o de volar desde lejos para llegar aquí. Mi madre me despedía siempre llorando. Y fui de los primeros usuarios de herramientas que me permitieran la óptima  comunicación  con el caserío, sin  dolerme lo que costara. Perdóneme, la estoy  aburriendo con la historia de mi vida.

-¿Quién le ha dicho que me aburre? Por el contrario, soy toda oídos.

-¿Lo dice de veras?

-Desde luego.

– ¿Sabe usted? Siento aquí dentro el pesar de no haber atendido debidamente a mis padres, aunque no escatimara los medios económicos. Me los llevé a un par de viajes por el Mediterráneo y por América. Y de verdad que  lo disfrutaron. Cuando ya se hicieron mayores, sólo los llevaría por el país. Ya lo eran  cuando, deseando sentirme poseedor de algo parecido a un hogar, recalé en una de las islas griegas, en la que conseguí barata una finca a la que he sacado un gran partido.  Además, monté un negocio de alquiler de embarcaciones turísticas. No llegaron a conocerlo.  Sigo explotándolo. Durante mi ausencia, Ángelo, un joven que llegaría a mi vida de  modo inesperado, se encarga de hacerlo. Aunque a él lo que le gusta en realidad, es restaurar todo cuanto el uso del hombre y el paso del tiempo han deslucido para devolverle su primitiva pátina.  Es un artista nato y los estudios lo corroboran.

Me causó cierta extrañeza la admiración con la que hablaba del tal Ángelo. “¿No será ésta la historia de una relación homosexual?”,  me dije de repente. “Bueno, y ¿por qué no?” He de  confesar que me asaltó cierto morbo.

                -No quiero cansarla. Lo cierto, es que este viaje es muy significativo para mí. Hasta ahora no había sido consciente de la distancia existente entre los lugares importantes en nuestras vidas, origen de nuestros recuerdos. Creo que este breve periplo está siendo mi despedida.

                -Será porque así lo desea, o porque ya le suceda lo mismo que a mí: que le produzca ya cierta pereza sólo el hecho de pensar en hacer el equipaje. Pero tiene un aspecto la mar de saludable.

-Bueno, esta misma tarde sabré el resultado de unas pruebas que me hicieron la semana pasada a causa de ciertas molestias gástricas que apenas me abandonan. Hasta ahora, mi aparato digestivo se comportaba la mar de bien. Pero los años, son los años. El deterioro comienza a notarse. Las viejas traineras, si no hacen agua por un lado, lo hacen por otro.

-Bueno, mientras tengan arreglo…  De modo que lleva unos días por aquí.

-Sí he venido a consultar con un abogado que conozco de toda la vida y me merece  total confianza sobre lo que suceda en un previsible futuro. Ángelo se lo merece. No me queda pariente próximo alguno, de modo que cuanto poseo será para él.

-Es una persona muy importante para usted.

-Un regalo del destino, diría yo.

-Pues tiene suerte de haber hallado, más pronto o más  tarde, alguien con quien compartir una etapa de la existencia que a menudo discurre en una soledad mejor o peor sobrellevada.

-Tiene mucha razón.  Por fortuna para mí, hace años  llegó a la isla una italiana tan bohemia  e irreductible como yo, a la que se diría que sólo le ataba a la vida su afición a cantar. Tenía una voz preciosa y una atractiva figura lucía con gracia y elegancia a la vez sobre el tablado de una taberna, de un pequeño cafetín, o en el centro de una plazuela.“¿Has estudiado música?”  le pregunté la primera vez que la oí cantar a capela o bien, acompañada por una vieja guitarra que ella misma pul   “De eso  hace mucho, mucho tiempo”, respondió. vagamente. Nunca supe la edad que tenía. Lo cierto, era que necesitaba ayuda. Y se la presté. También me relacioné con ella, en cuanto comprobé que, tal como afirmaba, no intimaba con cualquiera, y que su verdadera razón de vivir era ir dejando la estela de aquellas trovas y baladas, personales versiones unas, y creaciones propias sin duda, otras.

“¿Cómo es que no cantas en un escenario, aunque sea modesto?”, le preguntaría en una ocasión. “Porque no me contratan” Y ¿por qué no te contratan, con lo bien que lo haces?” “Porque no quiero que me contraten”, respondería riendo.

“Vaya, esto no discurre por el camino que yo pensaba”, me dije.

-Y, cuando yo ya creía  haber hallado  a  la  mujer  de  mi vida, desapareció dejándome una nota en la que me daba las gracias por lo bien que me había portado con ella. El golpe me dolió más de lo que pudiera suponer. Comprendí  que  no la había  olvidado  del  todo cuando años después apareció de nuevo acompañada de un chavalín de aspecto espabilado.

-Sólo me quedaré una noche, porque estoy agotada. Y porque no sé qué hacer con este hijo antes de morirme. Mi familia no existe, y tú eres la única persona a la que lo confiaría.

-¿Es mío? – le pregunté desconcertado.

“No” respondió secamente.  La noticia de su muerte me llegó unos meses después. Y desde entonces Ángelo ha vivido conmigo. En realidad, me da lo mismo que nos una el vínculo de sangre, o que no sea así. Pero quiero hacer las cosas bien y por eso he venido a consultar al hijo de los mejores amigos de mis padres y, por tanto, amigo de la infancia. Mañana mismo volaré de regreso a casa. Habrá sido éste un recorrido muy emotivo.

-Y que lo diga. No me extraña que su digestivo se rebele ante tantas emociones. A mí me ocurre también…

 -Y no sabe lo mejor. Ángelo tiene un lunar en la espalda, lo mismo que yo… Todavía conservo la esperanza de que sea mi hijo biológico. Aunque ya le digo que, de todos modos, voy a proceder como si lo fuera.

-Es una historia preciosa… Ese muchacho ha tenido mucha suerte -dije, realmente emocionada-. Espero que sepa valorarlo.

-Yo… creo que sí lo hará. Es formal y, como  le digo, trabajador. Sabe ganarse la vida.

-De todos modos, sea prudente en la práctica de su generosidad

-Por eso he venido consultar al bueno de Julen.

-Me parece muy bien. A veces, la juventud no tiene miramientos.

-Mentes preclaras afirman que los humanos nacemos con el puñal de la crueldad oculto por nuestra piel…  Y yo, desde la amplia panorámica brindada por mis andanzas, creo poder corroborar que es cierto. Otras características negativas, son las de la mediocridad, la envidia  -entre las que suele agazaparse la codicia- y la pusilanimidad.  Las de la bondad activa y la abnegación inteligente, que entrañan en sí mismas la generosidad, no se advierten demasiado en la sociedad.

-Se nota que ha repasado los pensamientos de los antiguos griegos.

-Algo, sí lo sigo haciendo. También he conocido personas  muy notables entre sus descendientes. Sin embargo, la el ansia de poder de unos cuantos ha conducido a un maravilloso país a una sucesión de situaciones caóticas difíciles de superar. Hoy día, hay mucho drama en Grecia, pero también mucha poesía. Muchos héroes y heroínas que resurgen de las propias cenizas.

-El Arte es una magnífica compañía. De algún modo, se relaciona con la afectividad,  a través de la sensibilidad, seguramente. Y creo que el inmenso vacío afectivo que impera nos despierta el deseo de acumular riqueza. No hemos aprendido demasiado de la etapa anterior.             

-Creo que tiene usted razón. Quizá los ciclos se repitan inexorablemente.

-Nos hemos puesto demasiado filosóficos.

-Mejor que haber conversado sobre banalidades. Ahora podemos hablar de usted, si le parece bien.

-¿De mí? Mi vida no ha contado, ni mucho menos, con el cúmulo  emociones que han sacudido la suya. Soy un ama de casa corriente.

-Yo no diría eso.

-Muy amable por su parte, pero es así. Me enamoré, me casé, crié a mis hijos, enviude,  cuide no demasiado bien de mis padres… Y aquí estoy, tratando de envejecer con dignidad. Totalmente del montón. Un personaje femenino creado por la pluma de  Carmen Martín Gaite, por ejemplo, producto de esa España gris que nos escatimó décadas de una democratización bien merecida tras sufrir los estragos o las consecuencias de una guerra civil.

Profundizando un tanto en esta temática, me contó que, siendo tan joven como temerario, en una ocasión se jugó la vida ayudando a pasar a Francia a un pariente identificado por la policía como etarra, aunque él lo negara.

-Más tarde se supo que lo suyo con la banda apenas había sido un escarceo juvenil y pudo volver a su pueblo. Pero ya se buscó la vida en el país vecino, a causa del miedo, supongo. Ardores de juventud, que producen espejismos y pueden cambiarnos la vida. Por fortuna, no le ha ido mal.

-Euskadi ha sufrido mucho por esa causa, pero lo ha superado con creces y ha recuperado, al menos en buena parte, su antigua prosperidad. Aunque en el seno de muchas familias permanezcan las viejas cicatrices.

-Es cierto. Pero también lo es que el tiempo lo va difuminando todo poco a poco.  Las vivencias  cotidianas se superponen reclamando nuestra atención. Y así pasa la vida

-¿Sabe que nunca he tenido un compañero de viaje tan ameno?

-Ni yo una confidente tan… estimulante y comprensiva. Necesitaba esta charla. La necesitaba para comprender lo que en verdad estoy sintiendo. Creo que nunca había experimentado esta especie de…  gozosa plenitud.

                -Tal vez sea porque ha puesto en práctica… la bondad activa que antes ha mencionado.  Es ella la que debe producir estos jugosos frutos.

                Advertí  que” se había venido arriba”, como oigo decir en los medios a menudo. Ojalá lo que espera de la otra persona sea lo que realmente reciba. Porque él se disponía a darlo todo sin pedir nada cambio, puesto que ya contaba con aquel afecto. Conmigo, fue tan amable, que hasta existió un conato de invitación a su residencia de la isla.

                Pronto comenzamos a percibir que la ciudad se aproximaba a nosotros, o, más bien, nosotros a ella. Observé que  otras veces el rodaje de los últimos metros se me había antojado lentísimo. Esta vez, en cambio, me pareció precipitado y me encontré en el andén, precedida por el marino, que me bajó el equipaje y estrechó mi mano efusivamente, mientras mis hijos se aproximaban. Allí concluía la trasmisión de aquella historia y comenzaba la entrañable y festiva realidad. Incluso el tiempo era agradable.

                En casa todo marchó a las mil maravillas. En alguna ocasión, ente las actividades, las comidas y los paseos dados  a solas o en compañía, vislumbraba la semblanza del protagonista de esta historia recorriendo las calles de la ciudad durante las diversas etapas de su vida. Por cierto, como en ningún momento nos dijimos los respectivos nombres de pila,  le puse uno elegido al azar. Me pareció que éste le sentaba bien.

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