Todo lo que tengo es una fotografía


Por Daniel Arana

    Una fotografía. Aquello que trae ante nuestros ojos el trabajo de la cámara y de la luz, la confrontación entre la película y el brillo: ese momento original en que la mirada se vuelve objetiva.

    Sabemos ahora, después de que el Cine, por ejemplo, deviniese sonoro y, por tanto, no basado únicamente en la imagen, que las fotografías dictan el deber de hablar. En esto son objetos y también un imperativo de partida. Más que un momento de mayor o menor necesidad, confiable en la elaboración discursiva.

    Al mismo tiempo, revelan lo que ningún otro tipo de memoria histórica puede explicar: el momento exacto en el que el fotógrafo aprieta el botón disparador. Ahora, el valor de la fotografía reside precisamente en este rastro de la pérdida de luz que ilumina una realidad y que, independientemente de las intenciones del fotógrafo, siempre ha sido la condición objetiva con la que se ha enfrentado.

    Así pues, la cámara mantiene los rastros de la luz perdida, es una máquina del olvido. Uno puede, por supuesto, intentar hacer de este olvido un borrado colocando imágenes fotográficas en un proyecto lineal. Para esto normalizamos la luz al disparar, mediante control artificial o seleccionamos las imágenes legibles, aquellas que muestran la realidad sin la condición de brillo. Se eliminan sombras engorrosas y se neutralizan ciertos efectos de profundidad, de modo que la objetividad de la fotografía recaiga en el realismo de la imagen. Pero incluso cuando esta objetividad es difícil de precisar, es sin embargo condición de la fotografía ser la fuente del respeto que los discursos le deben.

   Porque la fotografía guarda en su memoria su pasado como el comienzo perdido de su historia. Antes de ser certificados o ilustraciones de algo, antes de ser, incluso, contenido de este magnífico libro que hoy presentamos, estas fotografías son, sin duda, guardianes de la memoria.

    El día 24 de enero presentábamos en Zaragoza, «El ojo trastornado. Reflejos, transparencias y fantasmagorías» (Colección Fotolibro: El ojo lo modifica todo, 2018), el último libro del escritor y fotógrafo alcarreño José Antonio «Toti» López-Palacios. En él, Palacios magnifica la memoria, no ya de las imágenes que contiene sino, por supuesto, de su relación con la propia imagen, con el Cine y la Literatura.

    Toti, volcado en su propia labor polifacética, ha elaborado los elementos principales de una poética que se ocupa de articular imagen y palabra en dos niveles: la fotografía como instrumento de autorrevelación y, al mismo tiempo, suerte de herramienta heurística, de herramienta de tiempo para definir una escritura.

    Escribir es decir uno mismo. Fotografiar también. Por lo tanto, el libro se espeja sobre sí entre la escritura y la pasión por las imágenes, donde se ofrece un autorretrato paradójico en el que cada historia escrita, bien sobre películas o realizadores, bien sobre literatura, trataría de recrear una serie de instantáneas organizadas en una constelación que ofrece una pequeña mitología de la imagen hecha escrito, del escrito hecho imagen.

    Cuando Barthes se dispuso a demostrar que el cine podía ser tratado como un lenguaje, se encontró con que era difícil discernir en la imagen cinematográfica partículas discontinuas, significantes cuyo significado no estuviese directamente adosado a ellos: el cine está hecho, lo sabemos, de elementos analógicos, incapaces de entrar en el juego de una combinatoria, tal como exige todo lenguaje. Dichos elementos, desligados de su simbolismo, pueden constituir sistemas de significación secundaria que se superponen al discurso analógico.

   Algo parecido ocurre con la fotografía. La imagen fotográfica, y nadie mejor para comprender esto que un fotógrafo experto como Palacios, es la reproducción analógica de la realidad y no contiene ninguna partícula discontinua, aislable, que pueda ser considerada como signo. Sin embargo, existen en ella elementos retóricos (la composición, el estilo…), susceptibles de funcionar independientemente como mensaje secundario. Es la connotación, asimilable en este caso a un lenguaje. Es decir, que es el estilo el que hace que la foto sea lenguaje.

    Y ahí Toti Palacios sabe en qué terreno moverse. Ha plagado este libro de imágenes complejísimas, algunas directamente indescifrables a priori. Y eso requiere un trabajo no menos arduo y es requerir, a su vez, de una mirada pre-humana. Des-humanizar, si se quiere, la idea que pueda llevarnos a un análisis de las imágenes.

    Era Deleuze, no por nada, quien decía que los fines del cine serían el auto-movimiento y la auto-temporalización, de modo que podría revelarse algo sobre el espacio y el tiempo que no pueden revelar las otras artes. Si la imagen, por tanto, se hace sintagma y se reduce a enunciado, dejamos fuera su carácter constitutivo, que es el movimiento. La narración, por tanto, deriva del Espacio y del Tiempo, que son la esencia del Cine.

   De este modo y manera, la narración se fundaría en la imagen, dependería de ella, y el cine quedaría liberado del texto que lo hace «inalcanzable», para pasar a expresarse en signos ópticos y sonoros puros.

   Si en el cine las imágenes son signos, esto es, productores de Ideas, y la percepción es sustraer a la imagen lo que no nos interesa, el Cine tendría la capacidad de restituir aquello que le falta, es decir, que puede lograr una equivalencia entre lo que percibimos y la imagen.

    Ustedes juzgarán, si así lo creen oportuno, qué hay de cinematográfico en todas estas impagables fotografías que Palacios nos ofrece.

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