Cristina Beltrán, el collage y la condición femenina del material


Por Manuel Sánchez Oms

El bar “La Pequeña Europa” se ha erigido en los últimos meses como una cita ineludible del ambiente plástico zaragozano. Su gerente, la fotógrafa Ginebra Godin, mantiene desde hace algo más de un año un programa muy interesante dado los modestos formatos empleados.


En ocasiones, la crítica se ha referido a este tipo de espacios expositivos –bares, restaurantes y otros espacios hosteleros, además de comercios relacionados con las artes plásticas o no-, como pequeños impulsos iniciáticos para jóvenes artistas. No obstante, esto no tiene por qué ser forzosamente así, y más cuando se trata de lugares especialmente pequeños como éste que aquí nos ocupa. La pared de “La Pequeña Europa” dedicada a este fin, situada enfrente de la barra, se presta propicio para series de formatos similares, reducidos, donde se trabajan medios técnicos y materiales como la fotografía o el collage en su vertiente más experimental, sin que por ello las piezas no dejen de tener un valor per se. Sobre ella hemos disfrutado de excelentes propuestas en papeles y cartones recortados, plegados y encolados. Recuerdo por ejemplo la del artista argentino Horacio Julián Gulias-Vidal, de una sensibilidad técnica muy especial para las entrañas del mundo contemporáneo. En este tipo de exposiciones donde el collage se entrecruza con la magia de los pequeños rincones y la voluntad humilde pero firme de iniciativas interesadas en el placer del momento, no se sonríe para la complacencia por lo iniciático. Se respira en cambio la frescura del momento único de un buen concierto de materiales y formas nada singulares pero encontradas en esos instantes eléctricos inexplicables y que, sin embargo, nos alegran la existencia.

En este tipo de celebraciones espontáneas los materiales revelados aportan toda su experiencia, transmutada no por la acción de la metáfora o de otras cursiladas literarias, sino por el contundente ensamblaje del peso de sus desconocidas trayectorias. Esta dimensión que compromete al proceso con lo desconocido material, ha aportado a la pintura de Cristina Beltran en esta nueva aventura suya en los lúdicos ejercicios del collage, no sólo el peso de la fisicidad, también un medio de expresión insospechado de su propia experiencia, pues con él ha saboreado el placer del misterio que le rodea en lugar de querer concentrar en las aburridas figuras retóricas lo máximo concebido. A diferencia de los malos ilustradores, en los collages de Cristina Beltrán no es ella la que se manifiesta, sino los materiales de los que sólo puede comunicar sus encuentros con ellos, aquellos que fracturan como un marca-páginas la continuidad de la existencia, tal y como lo hubiera expresado el pionero estructuralista moscovita Roman Jakobson: “… el lenguaje deviene más revolucionario, ya que las asociaciones habituales de continuidad pasan a un segundo plano”, o “es la poesía la que nos protege contra la automatización…”. No cabe duda que para esta concepción la poética estalla en un encuentro inusual del lenguaje con la realidad, que es precisamente lo que define al ensamblaje del collage y su poder material.

Aun con todo, en estos complejos misteriosos pero reales que nos presenta Cristina Beltrán, sigue estando presente su lenguaje pictórico, ahora a modo de découpage (el dibujo de las tijeras) que, como el organismo de Jean Arp o el azar musical de Alberto Magnelli, más que el de Matisse, se guían por un automatismo materno hasta desembocar una vez más en el maravilloso biformismo entre los sistemas reproductores vegetales y los órganos sexuales femeninos, fotografiados por Alfred Stieglitz y retratados por su compañera Georgia O’Keefe. Quizás el problema del automatismo consista en la imposición de una concepción paterna del mismo cuando en realidad conducen a la singularidad materna, y el arte deba ser reconducido por estos últimos cauces para encontrar un lugar definitivo en la producción y en la sociedad, tal y como creyeron buena parte de los dadaístas, pues al fin y al cabo la Historia nos ha enseñado cómo la paternidad es sinónimo de escisión y separación, el inicio de la auténtica abstracción que nos ciega ante la solidez de la materia. Por eso y a pesar de nuestras posibilidades técnicas, no somos capaces de superarla. Todo se resuelve en la dependencia y en el control, en la incapacidad por vivir sus propios encuentros subyugados bajo la imposición nominativa del nombre y el apellido.

Por eso y bajo el dominio del découpage femenino –el mismo que en la Historia del Arte contemporáneo se ha identificado con asiduidad con la fuerza viril-, todas las imágenes devienen anónimas, aún si se tratan de páginas de catálogos de exposiciones y otras referencias al mundo del Arte y la Historia. Se equiparan en igualdad de condiciones para construir el soporte mismo, porque en esta serie de cristina Beltrán no existe la dualidad figura-fondo o soporte-imagen. Todo coopera para un mismo fin que es el de la construcción de una nueva realidad que vivifique los fragmentos encontrados, como la bisutería que su propia madre ha ido perdiendo y que ella pacientemente ha recogido, quizás desconociendo el porqué de este acto reflejo que finalmente ha encontrado explicación en estas nuevas realidades. Quizás no lleguen a sospechar ni lo más mínimo las pequeñas mentalidades burguesas, de lo enriquecedor que pueden resultar los impulsos que mueven este tipo de hábitos que se desarrollan en la intimidad: coger, guardar, ordenar, reordenar, recordar, olvidar, descubrir, redescubrir… Al fin y al cabo, otro de los grandes pioneros del estructuralismo, compañero de Jakobson y amigo de futuristas y alogistas rusos, Viktor Sklovski, ya nos advertía que “el objeto pasa ante nosotros como dentro de un paquete; sabemos que él existe a través del lugar que ocupa, pero no vemos más que su superficie”. Por ello la diferencia entre el collage y el collage depende de la poética que libere, aunque se trate exactamente del mismo collage.

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