La venganza de Don Mendo en Calatorao

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Por María Isabel Izquierdo Gómez

      Había oído que un grupo de mujeres participantes en un taller de lectura en Calatorao iba a leer La venganza de Don Mendo. O sea, que se trataba de un teatro leído.     Pero algo no me encajaba porque yo andaba por la Fábrica de Chocolate viendo un monumental despliegue de decorados que Germán Díez estaba pintando para la representación. ¿Tantos telones para una obra de teatro leído? Raro. Otra rareza fue la aparición de Luis Felipe Alegre por la Fábrica para tomar medidas, hablar secretamente con Germán y salir pitando hacia Calatorao con Manolo Gálvez, ese otro ser extraño que suele llevar el coche lleno de poetas y micrófonos.

    Y yo me preguntaba ¿tanto lío para un teatro leído?

    Más por curiosidad que por afición al astracán de Muñoz Seca, acabé en Calatorao el sábado 26 de abril y me dirigí a la Casa de la Cultura. Pero el teatro no era allí, sino en la Casa de las Asociaciones, en lo alto del pueblo. Tiré por una calle angosta y volví a preguntar. Un coro de paisanos me aseguró que no, que allí no era, que seguro que no. “Acaso en Calatorao”, decían, pero yo les juro a ustedes que no había salido del pueblo.   Entonces divisé a una señorita que andaba muy resuelta con un bolso del que sobresalía una espada. Aunque me asustaba un poco la espada, le pregunté y me aclaró que sí, que el teatro era en Calatorao y que ahora estábamos en Calatoradico, que es parte del todo pero que no es lo mismo.

    La joven subió a mi coche y en el camino me dio detalles del movimiento cultural del pueblo, que se fragua desde las asociaciones vecinales de todo tipo y que en su momento dieron origen a la Casa de las Asociaciones, para facilitarles su actividad. Curioso pueblo, pensé.

    Cuando llegamos al edificio, comenzaba a entrar el público en el salón de actos, reconvertido en teatro para la ocasión, con escenario y todo. Me dio tiempo de recorrer esa segunda casa de cultura, que antaño  fue escuela y hoy es biblioteca con salas de estudio, vivencias e intercambios, con un patio enrejado y terrazas por arriba.

    Encontré un sitio libre en el gallinero del teatro justo cuando se hacía el oscuro inicial. Una música de acordes flotantes anunciaba el inicio de la obra. Se hizo la luz y el juglar Bertoldino apareció contando la historia de los hermanos Quiñones, donde se oyen los conocidos versos: “Para asaltar torreones, / cuatro Quiñones son pocos. / ¡Hacen falta más Quiñones!” que fueron celebrados con los primeros aplausos de la noche.

      Una no entiende mucho de teatro cómico, pero esta obra la había visto otras veces y recordaba algunas frases que deseaba volver a escuchar. Así, en la Jornada I, celebré la disparatada exaltación de su abolengo por parte de Don Nuño “La cuna de los Manso de Jarama,/ a fuerza de ser alta cual ninguna, / más que una cuna dijérase que es cama”. Su hija Magdalena, deshecho de virtudes –según Nuño-, era una mala pécora dispuesta a sacrificar su amor (por Don Mendo) antes que a renunciar a su ambición de poder. Por eso acepta la boda que concierta su padre con Don Pero, el valido del rey, pese a la indignada opinión de su dueña Doña Ramírez: “¡Casarte tú con el Duque / siendo amante del Marqués.

   Al poco, Don Mendo, escalando el torreón llega a la alcoba de su dama. La entrada en escena del héroe, arrastrándose por el suelo, fue recibida con las carcajadas del público. Y es que Mendo llega derrotado, pero no en combate de caballeros, sino en una partida de cartas regada más de la cuenta: “Porque no fui yo… no fui. / Fue el maldito Cariñena /  que se apoderó de mí”. Magdalena le da un collar para solventar la deuda y librarse de él, cuando llega Don Pero y se enfrenta al rival. Acude Don Nuño, y entonces Mendo –para preservar el honor de Magdalena-  declara que ha entrado a robar. Nadie le cree, pues Mendo es noble, pero él muestra el collar  y razona: “Nunca ha de faltar un noble / que robe más de la cuenta”. Estos versos movieron susurros en el gallinero: “Mira como el duque de Palma”, dijo alguno.

     La Jornada II transcurre en el calabozo del castillo donde Mendo se reconcome, pues debe callar sus amoríos, pese a ver la ruindad de su amada, ansiosa de verlo emparedado. Aquí aparece el Marqués de Moncada, que ayuda a escapar a Mendo con artimañas tales que todos creerán que el emparedado es él. En cuanto a las sospechas de Pero y a la indignación que provocan en Nuño, el Abad argumenta: “¿Que él al dudar la ofendió? / Pues al casarse, coligo / que su pecado purgó, / que el casamiento, creo yo / es suficiente castigo”.

     En el descanso, mientras disfruto de esa música maravillosa que ponía los puntos suspensivos a la acción, pienso que el “teatro leído” no lo era tanto. Cierto que los actores (en su mayoría mujeres haciendo papeles masculinos) llevaban el guión en la mano, pero con el papel aprendido las más de las veces. 

     Uno a uno, los dibujos de Díez cambian rápidamente en cada jornada y ahora, en la III, estamos en un campamento de guerra. Han pasado los años y nadie recuerda a don Mendo, pero Moncada oye hablar de cierto juglar que campa por allí y entiende que se trata de Mendo que vuelve para vengarse de Magdalena.

    Cuando el rey Alfonso y su esposa Berenguela aparecen con su séquito, llega Renato (Mendo disfrazado de juglar) y se ofrece a cantarles un romance. La reina Berenguela se prenda del tal Renato. Acompañado de la mora Azofaifa, desgrana la historia vivida pero con los nombres cambiados. Este fue otro de los momentos hilarantes de la comedia, con Mendo reconvertido en una especie de poeta electrónico y Azufaifa haciéndole coro con pompones. Oyendo el romance, Pero se reconoce como el cornudo del cuento, mientras la reina queda prendada del juglar, completando el cuadro pasional en el que Magdalena, colmada su ambición, es la amante del rey.

     Todos los amantes se dan cita en una cueva cercana, donde sucede la IV Jornada. Allí también acuden los que buscan venganza: Pero, Azufaifa, Nuño… Así las cosas, se van sucediendo los muertos por acción de la espada, o por la risa, en el caso del público (un espectador llegó a caerse de la silla cuando Azufaifa “resucita” a los muertos). La obra concluye con la muerte que don Mendo se da a sí mismo: “Sabed que menda… es don Mendo, y don Mendo… mató a menda”.

     La venganza de Don Mendo es un epígono tardío de los géneros paródicos  que se practicaban en el XIX: Miguel Agustín Príncipe, Ayguals de Izco, Villergas, Manuel del Palacio …

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