Italia: Tres diablos sobre tres colinas


Por José Joaquín Beeme

      Trazamos, este otoño, un triángulo ideal en las langas meridionales, que todos aquí asocian al turismo de vino y trufa. Nada más lejos: el nuestro fue un viaje al pasado, mítico, emboscado, literario: entre pavesiano, garciamarquiano y fenogliano.

Por José Joaquín Beeme
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia

     Nos alojamos en una casa solariega en el término de Gorrino, pueblo fantasma que está siendo repoblado por auténticos fantasmas, esquivos suizos encastillados en comuna rica y autosuficiente. No distantes de las líricas colinas, completamente forradas de viñas, que enamoraron al Pavese panteísta. A nosotros nos saludaban corzos, lobos y lechuzas, pero a pocos kilómetros prosperan las bodegas de Santo Stefano Belbo, todo a lo largo del Tanaro, afluente del Po. En el centro del pueblo, la vieja iglesia restaurada oficiando de fundación y centro de estudios del poeta-narrador, un muchachito que completa su cupo de alternancia escuela-trabajo nos guía por la casa familiar del ilustre paisano, mobiliario oscuro de burguesía rural y vitrinas embutidas de novelas y traducciones, y, en su bisoñez no lectora, se aturulla al dar cuenta, bajo un retrato de la actriz norteamericana, del sonado suicidio en Turín por el amor no correspondido de Connie Dowling, su bella cruel. Obsesión fatal como la que sin remedio encerró a Cirlot en la mirada de Rosemary Forsyth y su ciclo Bronwyn.

    Tampoco Beppe Fenoglio iba a vivir traspuesta la barrera de sus cuarenta. Casi casi se dan la mano, geográficamente, y hasta Alba dirigimos también nuestros pasos, un mediodía no tan de fuego como el que saludó la efímera república partisana, en pos del guerrillero que supo transformar en literatura de combate la savia de sus antepasados. Sigue sorprendiendo la fuerza de este autodidacta recio y socarrón, huidizo del navajeo editorial (su coterráneo llegó a dirigir la colección violeta de Einaudi, una de las mejores), apegado al terruño sin roñosos costumbrismos, y seguramente no lo bastante cotizado en la bolsa literaria, incluida la italiana, siempre al albur de modas que llaman tendencias.

      La pregunta es qué hacía Gabo dando vueltas por el Piamonte profundo con su descapotable verde, de riguroso incógnito y poco antes de recibir el Nobel. Había vivido en Roma, como corresponsal de El espectador de Bogotá, y estudiado en el Centro Experimental de Cinematografía (aprendizaje que le llevaría a crear, en San Antonio de los Baños, la escuela de cine cubana que ha formado a generaciones de guionistas, no sólo latinoamericanos). Alguna excursión, también, al festival de Venecia, a empaparse de cine, pero apenas noticia de su frecuentación del brumoso norte. Los que descubrieron su juego le recuerdan deliciándose con un buen plato de tajarín o plin (tallarines, raviolis) seguido de estofado, todo regado con un dolcetto de su gusto, y dedicando ejemplares de sus propios libros con la firma García Lorca, confusión propiciada por sus anfitriones y gozosamente amplificada por su proverbial antidivismo.

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