No hay vida verdadera en la falsa / María Dubón


Por María Dubón
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     El progreso no había conseguido hacer libres a los hombres, sino que los había esclavizado aún más. Esta era la opinión de Theodor W. Adorno (1903-1969) como teórico del fascismo.

   En sí mismo el fascismo era un fenómeno irracional, por lo que originariamente los antifascistas depositaron sus esperanzas en la racionalidad de la Ilustración. Pero en la disciplina que el ejército, la fábrica y la moderna administración racional imponían a los hombres, la racionalidad se ligaba con la violencia irracional. Era como si la misma policía se hubiese pasado el bando de los malhechores: la Ilustración se había convertido en cómplice de la más tenebrosa barbarie. Por eso Adorno y Horkheimer titularon uno de sus libros más importantes «Dialéctica de la Ilustración». Según sus autores, esta imbricación de irracionalidad, violencia mítica y racionalidad moderna había encontrado su más clara expresión en la fábrica de la muerte que fue Aushwitz.

     Para Adorno, esta imbricación se había apoderado de toda nuestra cultura moderna, de nuestro lenguaje y de nuestros sistemas simbólicos. Era una fatalidad de la que era imposible escapar, una mistificación universal y una situación de absoluta ofuscación que había que descifrar. Esta es la razón por la que Adorno inspiró sobre todo a germanistas que conocieron el fascismo en los libros y que nunca tuvieron que ver con él. Pero Adorno no apoyó la acción política directa de los estudiantes, convirtiéndose así en blanco de protestas que, como muchos señalan, le costaron un infarto mortal en 1969.

    Adorno marcó el lenguaje de toda una generación. Como se refería de forma permanente a la situación de ofuscación universal, este lenguaje resultaba incomprensible y sugerente al mismo tiempo. Su estilo laberíntico le confirió un carácter un tanto sacerdotal y enigmático, ritual y narcótico. Su interesante incomprensibilidad dividía al público en iniciados y legos. Esto provocó entre estos últimos una verdadera fiebre de imitación, pues todos ellos querían estar en posesión de la llave mágica con la que descifrar el mundo. La fuerza de atracción de este lenguaje también estribaba en su capacidad para desenmascarar lo latente y oculto, lo reprimido y silenciado, toda vez que la «Teoría crítica», la teoría de la escuela de Francfort, había fundido marxismo y psicoanálisis. Todo se descifraba desde este punto de vista. La expresión favorita de la época era «velo ideológico». Ahora todo tenía una doble significación, una latente y otra manifiesta, una expresa y otra oculta, una inmediata y otra que, como en una obra de arte, se extraía a partir del todo y que se llamó mediata.

   La sociedad se convirtió en una novela policíaca y los seguidores de la Teoría crítica se transformaron en detectives. Y como se estaba dentro de una obra de arte, cada detalle discordante se descifraba como signo de que todo era falso. Una de las sentencias más famosas de Adorno dice: «No hay vida verdadera en la falsa». Una frase que hace cavilar.

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