Camino del desierto / Gonzalo del Campo

Por Gonzalo del Campo

     Qué ingenuos debemos ser algunos al pensar que hay ciertos límites que no se deberían sobrepasar y  deberían estar integrados en la lógica del más elemental respeto a la naturaleza…

…y a nuestro propio futuro como especie. Sin embargo, lo que consideramos razonable y necesario es continuamente desmentido, puesto en entredicho y violado en la práctica por quienes siguen contemplando este planeta y cada lugar de los que se incluyen en él como algo a explotar y nunca como un bien a preservar para disfrute de ninguna especie, incluida la nuestra.

    De las clases de Geografía, cuando yo era niño, lo que más me gustaba eran los mapas. Aprendí a distinguir y valorar la importancia del relieve en sus colores, desde el verde de los valles, deltas y llanuras, al blanco y el morado de las más altas cumbres. Me fascinaba la enorme fortaleza del gran Tibet, rodeada de murallas naturales de apariencia inexpugnable. Antes de conocer la historia de los hombres, para mí eran inamovibles las verdades dibujadas en los mapas, los colores que simplificaban la visión de un planeta entero. Me encantaba viajar con la vista a lugares remotos, descubrir en cada cordillera sus cumbres más altas, seguir los grandes ríos desde la desembocadura hasta su nacimiento, asomarme a los mares interiores y a los grandes lagos de cualquier continente para conocer su extensión y su profundidad. Quedaba grabado en mi mente el lejano y profundo Baikal, alimentado por tantos ríos como días tiene el año, habitado por especies de focas que prefirieron el agua dulce y tal vez nunca conocieron ningún mar. También los lagos africanos del Rift Walley, que alimentaban el Nilo y se perdían entre selvas y volcanes, habitados por enormes gorilas de espalda plateada. Qué grande me parecía el mundo y qué bello para ser conocido y visitado.

    El otro día cuando supe la agonía a la que se está sometiendo al Parque de Doñana, me pareció que los seres humanos como especie estamos condenados. Y siempre me resisto a pensar que sin remedio, pero las evidencias son tantas y tan claras que a veces pienso que solo nos queda saber cuándo ocurrirá lo que estamos contribuyendo a hacer inevitable.

   Los últimos años de docencia me planteaba lo ridículo de seguir explicando los climas con la lógica del tiempo en que yo los aprendía por vez primera. Las clasificaciones que eran objeto de aprendizaje hace unas décadas ya no tienen sentido. La teoría de Gaia como un ente vivo, donde todo lo que se hace bien o mal repercute en el resto del planeta, es una evidencia tan palpable que no verlo es de una ceguera inconcebible y negarlo es un peligro que nos convierte a todos en víctimas que aceleran a pasos de gigante su propia extinción.

    Las listas no sirven para nada, sin embargo quiero hacer otra vez un recuento de infamias ambientales que están en mi memoria, sin recurrir al insondable pozo de internet.

   No me remontaré más allá de la Segunda Guerra Mundial, que sirvió como culmen para un largo periodo de progreso humano que fue la industrialización, traducido en dos eficaces conflictos de guerras industriales que provocaron muchos millones de muertes. Eso sin contar los genocidios que, a escala industrial también, fueron muy eficaces a la hora de eliminar seres humanos, como ocurrió en el Congo Belga de Leopoldo II o en la Armenia de la segunda década del siglo XX, por poner solo dos ejemplos.

    Tras la Segunda Guerra Mundial el uso experimental de armas nucleares se convirtió en costumbre y sus explosiones afectaron tanto a la superficie de la tierra como a la atmósfera. Nos parecía que las antípodas estaban lo suficientemente lejos para no sentir jamás los perversos y mortíferos  efectos de la radiación nuclear. Chernóbil, tiempo después nos los puso de corbata y Fukhusima sirvió para seguir recordando en lo que estamos.  La búsqueda y el traslado de petróleo a través de la tierra y el mar, además de su consumo a escala planetaria, contribuyeron  más que cualquier otro elemento a contaminar nuestro planeta en toda su extensión, hasta el punto de que hoy es difícil que haya organismos vivos y móviles de cierto tamaño que no alberguen en sí los famosos microplásticos, los derivados  más pertinaces  y volátiles de los hidrocarburos.

   Y mis queridos mares y lagos interiores que tanto me recuerdan a Doñana ¿Qué ha sido de ellos en este corto tiempo? En los últimos quince o veinte años como profesor les hablaba a mis alumnos del Aral, aquel mar interior tan rico en pesca, aquella mancha azul en la anchura de Asia, redonda en mitad del ocre amarillento del desierto, alimentado por dos hilos azules que ya cuando yo era un mocoso habían comenzado a desaparecer y nadie me lo dijo. Ahora, al menos, es más fácil enterarse a tiempo real de qué supone esquilmar el agua subterránea que alimenta el valioso acuífero, aunque quien tiene poder para evitarlo sea ciego y permanezca sordo ante cualquier evidencia científica de lo que se destruye.

   El Lago Chad es otra muestra fatal de la misma manera de comportarse. Se ha reducido a la mínima expresión y su desaparición puede estar ya muy cercana. África no cuenta, claro y lo que ocurre allí es solo una hecatombe más, que no salpica porque en el Mediterráneo caben todos los muertos que sean necesarios. ¿500, 600 en el último naufragio? ¿Quién lo sabe si no son sus familias y allegados? Aquí ya ni se cuentan de tan acostumbrados que estamos. Se prefiere que perezcan a tomarse la molestia de salvarlos y verse en la obligación de ofrecerles un asilo.

   Es muy mala noticia para todos que negacionistas climáticos, detractores de los derechos humanos, negacionistas de la violencia de género, gente que habla de adoctrinamiento, cuando quieren imponer su homofobia y una idea ancestral de odio al diferente, a la cultura y la veneración de la ignorancia, entren a manejar los resortes del poder. Para ellos la preservación del medio ambiente y los esfuerzos para que no se deteriore aún más son algo a combatir. Han llegado, en su absoluta ignorancia, a alabar los beneficios del CO2 y hasta ponen como meta de sus futuras políticas desterrar de las ciudades los carriles bici. 

   Hasta ahora nadie con poder en este país se ha tomado en serio el cambio climático, ni los problemas derivados de la contaminación, o el abuso del uso del agua para la extensión de los regadíos de manera indiscriminada a pesar de la amenaza para el Delta del Ebro, el parque de las Tablas de Daimiel o el ya mencionado de Doñana. Los que han metido la nariz en el poder municipal parecen dispuestos a echar para atrás lo poco que se ha hecho. Como fantasmas que surgen del pasado resucitan  los proyectos de trasvases.  Si por ellos fuera la idea de convertir España en un desierto comenzaría mañana a hacerse realidad.  Tal vez es tiempo de que aprendan a mirar los mapas seriamente y ver los cambios de color que se producen en un territorio que no puede ser esquilmado y maltratado por más tiempo, que es lo que pasará, aún más que hoy, si todo lo relativo al medioambiente lo dejamos en sus manos.  De todo lo demás ni hablamos.

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