Por Carlos Calvo
Muchas personas que se agobian de los gigantes del mercado participan de la vieja cordialidad de las pequeñas tiendas de antaño.
Los supermercados son como las cafeterías, impersonales y sin ángel. Es cierto que hay muchos aficionados a comprar en las grandes superficies, pero los hay, también, del comercio antiguo, de saludar con el nombre y de perder –o no- el tiempo hablando del estado de las cosas. El pequeño comercio, sin duda, ayuda a crear identidad de ciudad, hace barrio y busca la manera de ayudar a la gente. Pero, para qué engañarnos, está herido de muerte. O ya directamente extinto, como el bucardo.
“La verdad que los muertos tampoco duran, / ni siquiera la muerte permanece. / Todo vuelve a ser polvo, / pero la cueva preservó su entierro. / Aquí están alineados, / cada uno con su ofrenda, / los huesos dueños de un historia secreta. / Aquí sabemos a qué sabe la muerte, / aquí sabemos lo que sabe la muerte. / La piedra le dio vida a esta muerte, / la piedra se hizo lava de muerte. / Todo está muerto, / en esta cueva ni siquiera vive la muerte”.
Y mientras seguimos intentando dar vida a las muertes anunciadas, el bazar zaragozano ‘Quiteria Martín’ sigue conservando en su interior todo el sabor de los dulces, baratijas y juguetes de antaño, a pesar de algunas modificaciones que las exigencias del público –y de los organismos oficiales- ha obligado a adoptar. ‘Quiteria Martín’ es, en efecto, uno de los comercios con más solera y experiencia que todavía conserva esta ciudad, inmortal llamada, con muchas décadas atendiendo al selecto y exigente público menor. La infancia de cualquier ciudadano y este almacén son uno y lo mismo.
El negocio familiar se remonta a los padres de Quiteria Martín Ballonga, allá por el último cuarto del siglo diecinueve, fabricantes de dulces que luego vendían al por mayor. Ellos fabricaban aquellos martillos de dulce martillar, esos interminables chupones, las blancas pastillas de leche de burra, las afamadas guindillas del domingo de ramos, barquillos que se deshacían en las encías… Antes de que fueran desplazados por el chicle, las gominolas o el regaliz, estos primitivos y sencillos dulces eran el éxtasis de aquellas tardes de domingo cuando una peseta era todo un digno capital que parecía inagotable. Con esa moneda se podía comprar un paquete de pipas, unos cuantos caramelos, otras cuantas baratijas, un tebeo y aún sobraba…
Y qué decir tienen aquellos juguetes de madera que luego se transformaron en hojalata y finalmente han degenerado en plástico. Quién no ha jugado con canicas (antes de barro), peonzas, máscaras y caretas, diminutas muñecas, pipos fumadores, balones para futuras estrellas del deporte, manicuras para precoces coquetas, huchas de escaso futuro… Sí, estamos hablando de una tienda entrañable, que todavía guarda la misma decoración, sus mismas estanterías en las que se encuentran decenas de botes con todo tipo de munición, de formas y colores inagotables, los mostradores sobre los que dejaron sus propinas cientos de niños, la alegría de tantos que hoy son adultos o directamente entregados, ay, al otro barrio. Y luego, por supuesto, atender y bregar durante años, durante décadas, con las hordas de colegiales y madres remilgadas. La paciencia, dicen, es un grado, y la de Quiteria Martín y su hija Esther Nieto superaron, sin duda, a la de cien madres juntas.
Poco a poco, como hila la vieja el copo, los artículos se van renovando y se van adaptando a las exigencias del público. Y entramos en los cotillones y fiestas infantiles, con el surtido de baratijas, las piñatas, los confeti, las guirnaldas, los faroles, pelucas de colorido chillón, sombreros de vaquero, de copa, de bombín, de bombero, de torero, del bombero torero, de policía, de chino, de pirata, narizotas pegadas a gafas quevedescas, artículos de broma, la tinta mágica, los polvos de estornudar, los caramelos de postín… Afirma Marleau-Ponty que el conocimiento consiste en mirar la realidad a través de un agujero en el ser, es decir, de una suerte de ventana sobre la que nos asomamos al mundo. Si es así, nuestro entorno no es como es, sino como lo vemos.
La Quiteria, en cualquier caso, siempre ha sido el extraordinario paraíso de la golosina chiquillera. “En Zaragoza”, dice el escritor Julio José Ordovás, “no tenemos una tienda de magia, pero sí una tienda mágica, y casi tan venerable como la barcelonesa ‘El Rey de la Magia’. A la sombra de la torre de la Magdalena, entre el callejón del Órgano y la calle de las Cortesías, ‘Quiteria Martín’ sigue alegrándoles la vida, generación tras generación, a esos locos bajitos, como los definió Miguel Gila, que no paran de joder con la pelota, con preguntas inconvenientes y con su lógica irrebatible. La Quiteria es la cueva de Alí Babá con la que sueñan todos los niños y Carlos Calvo, en la actualidad, el engominado genio de la lámpara que hace sus sueños realidad por unas pocas monedas. Los niños y él se entienden a la perfección porque hablan el mismo idioma”.
Y añade: “El gallo de la Magdalena cree que su barrio, como el Gancho, es una reserva india y aguarda con impaciencia el momento de desenterrar el hacha de guerra. En la Quiteria hay armamento y munición suficiente (arcos, flechas, bengalas, bombetas, bombas fétidas…) para derrotar al Séptimo de Caballería”. Y el que esto escribe, efectivamente, es hijo de Esther Nieto, es decir, nieto de Quiteria Martín, y actualmente se encarga de llevar las riendas del negocio familiar. También han sido compañeros de fatigas mis hermanos, Pilita y Pedrito.
Todo empezó hacia 1897, cuando mi bisabuelo vino desde Remolinos y montó una fábrica de dulces en la calle Boterón. Mi abuela, posteriormente, vendía los caramelos por las calles, hasta que se casó a los diecinueve años y montó una fábrica en la calle del Gallo, en el número uno, el único existente, ya que se trataba –y se trata- de la calle más corta de Zaragoza. En 1921 murió mi abuelo y mi abuela se trasladó a la calle de las Cortesías, y allí montó una fábrica de dulces y un tostadero de frutos secos, en dos locales colindantes. Mi abuela y sus tres hijas se dedicaban a fabricar los caramelos –que se envolvían uno por uno- y venderlos, a tostar las almendras, las pipas, las avellanas, y venderlas. Mi abuela era conocida, entonces, como “la caramelera de la estación”, pues también vendía sus productos allí, para los que iban y venían de los trenes. Lo mismo hacía a las puertas de los teatros y cinemas, antes de que existiesen los llamados ambigús.
Nada más acabar la guerra civil, se abre una tienda en la calle Mayor, una calle, entonces, relevante en la que se domiciliaron aristócratas, pudientes, liberales, órdenes religiosas. Al mismo tiempo, en la calle Pignatelli se abre otra sucursal, ‘La Infantil’, justo enfrente de Bomberos. Al final de esta vía, poco tiempo después, se funda otra tienda, más pequeña y especializada en el papel: periódicos, revistas, tebeos, libros… Con los años, ya en la inmediata posguerra, el negocio va prosperando y se abre otra ‘Quiteria Martín’ en el barrio de San Pablo, en la esquina que confluyen las calles de Boggiero y de Miguel de Ara, con mi madre al frente y una joven Lorenza Pilar García Seta –Pilar Lorengar en el canto, que fuera soprano en la Ópera de Berlín- de dependienta, que no paraba de vender… y cantar. La Lorengar y mi madre conservaron la amistad –y los novios- para siempre.
Decía mi madre de su madre que fue la primera mujer feminista que conoció, que desde 1921 tenía toda la documentación de las fábricas a su nombre y, posteriormente, cuando llegó la guerra fratricida, el azúcar lo daban racionado y a ella no le quisieron dar el cupo porque era mujer. Quedó, pues, sin materia prima para fabricar sus dulces y montó la de dios es cristo. Esto es, se enfrentó con todos, con los sindicatos de entonces, con el gobernador, con cualquier poder oficial, diciendo que ella pagaba como un hombre. Al final, lo consiguió. Se comenta en la familia que hasta ese momento le traían de extranjis sacos de azúcar desde el sur de Francia.
Mi madre Esther, siempre con la esperanza de que alguien se parase en el escaparate, se animara y entrara a comprar, sabiendo que de ese acto dependía el bienestar, el futuro, la familia, se jubiló en 1994 y desde entonces el que esto escribe atiende la dulcería ‘Quiteria Martín’. Mi abuela fundó el negocio y era una mujer de escasos medios y grandes sueños que, un buen día, descubrió su razón de ser en la fabricación de caramelos en la capital del Ebro. Su espíritu emprendedor no fue nada más que una arriesgada creatividad, moldeada en la infancia por su familia, los caprichos del destino y las vicisitudes de la vida. Emprender no es para cualquiera, sino solo para los más intrépidos, con visiones tan atrevidas que parecen casi ilusorias.
Mi abuela Quiteria, en efecto, fundó el negocio y al principio dormía en una habitación dentro de la fábrica, porque una vez pagado el alquiler no le llegaba para pagarse una vivienda. Mas cuando su marido, torero, falleció prematuramente. Cornadas que da la vida, tan misericordiosa. Y se sacrificó y sufrió y resistió. Y lo hizo sin solicitar jamás un crédito y pagando siempre el precio. Conozco a pocas personas que hayan pagado más que mi abuela, en todos los sentidos de la palabra y del concepto. Todo nos lo pagó cuando éramos niños: la casa y el colegio, la ropa y el alimento. Una época, en fin, en la que me gustaba entrar en el negocio familiar, una juguetería, para mí, grande y bien surtida, como una suerte de cueva del tesoro. Me gustaba entrar en ella, con sus trenes, soldados, escopetas, caballos de cartón, juegos reunidos Geyper, el cine Exin, el escalestrix, los indios y los vaqueros. Era el lugar más fascinante del mundo. Así recuerdo a mi abuela, con fascinación.
Hay una generación, que es la de mi abuela, que sufrió mucho para podernos procurar una vida dulce y tierna. Nunca se quejaron de nada, nunca ninguna excusa, y todo lo han pagado. Mi abuela –como mi madre y sus hermanas- es la metáfora de que la bondad es un don infinito y pervive por mucho que queramos pisotearla. Un día me dijo: “Los que van detrás del dinero siempre fracasan. Tú hazlo bien y el dinero vendrá solo, y nunca te faltará de nada”. No sé si he sabido hacerlo, pero sí sé que la reciente muerte de mi madre me ha dejado huérfano de referencias. Las muertes sucesivas de las gentes que te importan nos dejan sin maestros. Ahora es uno mismo el alumno y el profesor, ay.
Porque el tiempo sigue pasando, sucediéndose a sí mismo, día tras día, estación tras estación, matándonos poco a poco sin que lo percibamos, salvo de la ligera forma en la que la describió el poeta: “Y como nubes pasarán los días”. Mi madre frisaba una edad considerable, se me fue siendo vieja, como alguno de nosotros, por lo que, sin aliviar para nada el dolor, sí nos recuerda que el tiempo pasa inexorable y vemos cómo nuestra gata ya no salta como antes. El destino de toda vida. O ese mar que llamamos muerte.
“En la estación final, / todas las cosas / muestran / su virtud de cambiar, / de no permanecer. / Todo se viene abajo / y se despide. / Nos lo dice el mundo: / ya no eres de aquí, / no te reconocemos / como nuestro. / Lo que creíste tuyo / era solo un préstamo. / Ahora mismo, / tienes que devolverlo”.