Jueces y justicia. Diversas formas de coacción sobre los jueces / Javier Úbeda


Por Javier Úbeda Ibáñez

 «Leyes hay, lo que falta es justicia».

Ernesto Mallo

 «Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa».   

Montesquieu

 «Cuatro características corresponden al juez: Escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente».

Sócrates 

«La absolución del culpable es la condena del juez».

Publio Siro, pensador romano

 «Ningún vencido tiene justicia si lo ha de juzgar su vencedor».

Francisco de Quevedo

«La sentencia injusta infecta y gangrena la vida de la sociedad».

Francis Bacon

       La tradicional división de poderes coloca a la Justicia al margen de las presiones políticas. El juez debe ser un árbitro imparcial, que juzga la aplicación de la ley al caso concreto. Si se trata del Tribunal Constitucional, su vara de medir será lo que dice la Constitución, no lo que a su juicio podría decir ante los cambios sociales.

La función de los jueces

          El juez, en cuanto funcionario público, tendría que aplicar la ley. Pero en su esencia como juez, como defensor de los derechos de las personas, también tendría que ayudar a los débiles contra el abuso de los fuertes; es decir, tendría que condenar a las personas y al sistema que pisotean los derechos de otras personas consideradas, injustamente, como esclavos.

        Un juez tiene la función de defender lo justo, lo bueno, lo que merece todo ser humano simplemente por ser humano. No puede, por lo mismo, doblegarse a decisiones de los grupos de poder (sean dictadores, sean parlamentos democráticos o gobiernos) que permiten como derecho lo que es un delito.

        Los jueces tienen una función básica en la vida social. Su tarea es enorme, es difícil, es comprometedora. Con jueces honestos y amantes de la verdad, con jueces serios en su trabajo diario y en el reconocimiento de la dignidad de cada ser humano, es posible construir un mundo mejor. También cuando llega la hora de enfrentarse a presiones que pueden implicar el sacrificio de la propia vida, o cuando el Estado impone leyes injustas que ningún juez fiel a lo que su nombre indica puede avalar.

        Será entonces cuando encontremos jueces que aceptarán sufrir ante amenazas, chantajes o agresiones de diverso tipo, o que perderán su cargo por no someterse a los poderes públicos que imponen leyes y disposiciones con las que se daña a los débiles.

        Es hermoso encontrar jueces así, valientes, dispuestos a mantener en alto el ideal de justicia por el que un día comprometieron la propia existencia para trabajar por la defensa de los derechos de todos, sin discriminaciones arbitrarias, porque su vocación social les lleva a defender a las víctimas en los muchos delitos (también los delitos legales) que dañan la convivencia humana.

        La responsabilidad del juez, junto con la imparcialidad, aparecen como notas características de una cultura judicial europea que se remonta a los orígenes de la cultura política y jurídica de Occidente, Grecia y Roma.

        En las Siete Partidas (en nuestro Derecho histórico) se exige que el juez sea «una persona buena, íntegra», y se le pide (al juez), entre otras exigencias, las de «lealtad» y «buena fama».      

        Los jueces están llamados a desempeñar una tarea difícil pero necesaria en la vida social: defender la justicia, castigar los delitos, reparar daños, ayudar a las víctimas.

        La sentencia será equivocada si condena a un inocente y destruye la fama de un empleado honesto. Será equivocada si absuelve a un culpable y así le permite volver a la vida profesional sin haber recibido el castigo que merece. Será equivocada si impone una condena inadecuada (por defecto o por exceso).

        Pensar que los jueces son seres inmaculados, insobornables, perfectos, objetivos, es casi lo mismo que suponer que no son humanos.

        El mal de los corazones, la ambición, los odios, la arbitrariedad, afectan a todas las carreras y a todos los seres humanos. El título universitario, el nombramiento público, los diplomas en las paredes, no garantizan la honestidad de las personas que trabajan en los juzgados.

        Las leyes pueden ser buenas o malas, pero un Estado está llamado a hacerlas respetar en vistas a evitar el caos y a promover el respeto hacia las instituciones, sobre todo a través de los tribunales y los jueces.

        También el legislador puede imponer lo injusto, así, el juez que quisiera aplicar leyes injustas o aceptar sus consecuencias jurídicas, dictaría no-derecho en vez de derecho.

        Los jueces actúan y desarrollan sus actividades según las leyes vigentes en los Estados, y no todas esas leyes son justas.

        Ha ocurrido, ocurre, y por desgracia ocurrirá en el futuro (si nadie lo remedia), que algunas leyes son claramente inicuas y promueven un sistema político injusto, opresivo, liberticida, hasta el punto de promover el delito legal (una especie de contradicción jurídica por desgracia no imposible).

        Imaginemos un Estado (sería de esperar que fuese solo del pasado) que considera la esclavitud como algo legal y que decide castigar severamente a los esclavos que intentan la fuga o a las personas que buscan liberar a los hombres o mujeres sometidos a un sistema perverso de opresión. El juez que trabaja en ese Estado, en cuanto funcionario público, tendría que aplicar la ley. Pero en su esencia como juez, como defensor de los derechos de las personas, también tendría que ayudar a los débiles contra el abuso de los fuertes; es decir, tendría que condenar a las personas y al sistema que pisotean los derechos de otras personas consideradas, injustamente, como esclavos.

        Un juez que trabaja en esos Estados tiene la función de defender lo justo, lo bueno, lo que merece todo ser humano simplemente por ser humano.

Justicia

       El juez da a cada uno lo que es suyo, actuando como el que manda y el que dirige; porque el juez es lo justo animado y el príncipe es el guardián de lo justo, como se afirma en V Ethic. Pero los súbditos dan a cada uno lo que es suyo, actuando como el que ejecuta.

        A menudo pensamos en la justicia en términos legales, como en el sistema de justicia o alguien que es un juez de paz. Pero la justicia no es inherentemente una cuestión de leyes y reglas. Más bien, nuestras leyes existen para servir a la justicia (o deberían, en todo caso), y el sistema de justicia debe servir para hacer cumplir las leyes justas.

        Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo.

        La justicia es el objeto y la medida intrínseca de la política. 

        La construcción del orden justo de la sociedad es tarea de la actividad política y esta goza de legítima autonomía. La política no puede reducirse a simples técnicas para determinar ordenamientos públicos. Su origen y meta están en la justicia y esta es de naturaleza ética.

        La justicia es una virtud dinámica y viva que defiende y promueve la inestimable dignidad de las personas y se ocupa del bien común, tutelando las relaciones entre las personas y los pueblos. La justicia, al mismo tiempo virtud moral y concepto legal, debe ser vigilante para asegurar el equilibrio entre los derechos y deberes, así como promover la distribución equitativa de los costos y beneficios. La justicia restaura, no destruye; reconcilia en vez de instigar a la venganza.

        La justicia y su contrario solo se dan en las relaciones sociales, solo con otros se puede ser justo o injusto. De ahí derivan tres características de la acción justa: alteridad, igualdad y deuda. Solo se obra justamente con relación a otro (alteridad), con quien hay sociedad (igualdad) y a quien es debido algo (deuda).

        La justicia legal, o general, entre otras especies (justicia distributiva, justicia conmutativa, o inorgánica, etc.), es la virtud que inclina a los gobernantes y a los súbditos a obrar en vistas al bien común. Los actos de los gobernantes se refieren a la organización social y la promulgación de leyes, los de los gobernados al cumplimiento de las leyes y a la cooperación con el bien común. Se llama «general» porque incluye todos los actos referentes al bien común, y se llama «legal» porque la ley es el medio ordinario para la organización y funcionamiento de la sociedad, así como para determinar los medios más aptos para el bien común. La justicia legal comporta la obligación de procurar el bien de la sociedad (el «todo»). El todo social es el sujeto de derechos, y los deberes para con él recaen sobre gobernante y gobernados, sobre el primero como arquitecto y sobre los segundos como ejecutores.

        Son actos de la justicia legal:

  1. a) La organización de la sociedad sobre la ley. Es necesaria una ley constitucional, para evitar arbitrariedades y azares en lo referente a la designación de las autoridades, su sucesión y la protección y garantías de los derechos de los gobernados. La ausencia de ley constitucional es contraria a la justicia legal, ya que posibilita formas de gobierno personalistas o partidistas.
  2. b) Legislar para el bien común. Lo que excluye el partidismo, o privatización del Estado en beneficio de una parte de la sociedad (aristocracia, partido único, etc.).
  3. c) Orientar la política al bienestar, no al poder. Ya sea el poder para un partido o para el mismo Estado, en detrimento de otros estados.

        La justicia distributiva consiste en el reparto de las cargas, empleos y beneficios, en razón de las capacidades objetivas y méritos de los gobernados. La igualdad, en este tipo de justicia, consiste en hacer desiguales a los desiguales, es pues una igualdad proporcional.

        La finalidad de la justicia distributiva es la defensa de los derechos de los ciudadanos. Consiste en «distribuir», sean bienes o cargas, de modo proporcionado a las capacidades. Así, las cargas fiscales deben recaer más sobre quienes objetivamente tienen mayor capacidad de aportar, no por igual.

        La justicia conmutativa, o inorgánica, es la virtud que inclina a una persona particular a dar a otro particular lo suyo, lo que le es debido. Se llama conmutativa (lat. commutatio, intercambio) porque tiene lugar sobre todo en contratos y compra-ventas. Lo justo aquí es dar y recibir lo igual por lo igual, sin atención a las capacidades o condiciones subjetivas de las personas. La deuda de justicia conmutativa es exacta, como el precio de un bien en el mercado, ni más ni menos. Aristóteles la llama «justicia aritmética», a diferencia de la distributiva, que es «geométrica» o proporcional.

        Todas las formas de apropiación indebida son contrarias a la justicia y la rectificación de sus actos exige la restitución.

        Justicia, luchar por lo que debe ser.

        Una persona justa se esfuerza continuamente para dar a los demás lo que les es debido, cumpliendo sus deberes y obligaciones.

        La persona justa, en todo momento piensa y se esfuerza por ser justo. No solamente en algunas ocasiones, sino que, por el contrario, todo el tiempo está haciendo voluntariamente el esfuerzo por ser justo. No lo deja para las ocasiones difíciles o grandes, sino que, aun en las ocasiones pequeñas, hace ese esfuerzo por practicarla.

        Hacer justicia consiste, no solo en tener un hondo sentido de la responsabilidad del «deber hacer» que tenemos nosotros mismos, en nuestra vida cotidiana; sino también del «deber hacer» en la atención y respeto al prójimo. Hacer justicia implica trabajar, a esforzarnos con valentía, en el conocimiento y la práctica del bien del otro, de ser capaces de ponernos en lugar del otro, de defender nuestros derechos y los de los demás.

        La sociedad será lo que nosotros queramos que sea, pues como bien leímos una vez «sin justicia el mundo se convierte en un sitio cruel y peligroso. Hace falta valor para ser un paladín de la justicia. A veces, cuando se defiende la justicia uno se queda solo».

        Para que haya paz interior, entre otras cosas, tiene que haber coherencia de vida y para ser coherentes tiene que existir la justicia en nuestra vida.

        Pensamos que la justicia implica un apoyo continuo, total, entre todos (sin ninguna exclusión) los miembros de la sociedad. En cierto sentido, la justicia no puede existir sin solidaridad. Una solidaridad que nace desde el respeto a todos y, de modo especial, desde el reconocimiento de los derechos de los más débiles.

        Esto implica descubrir que también el enfermo merece nuestro apoyo porque siempre es alguien digno de respeto. Aunque no produzca nada, aunque parezca un peso, cada ser humano vale por sí mismo. Apreciar una vida humana simplemente en función de su productividad, o desde un cálculo de su «calidad de vida» o de los costos que produce el cuidarla y mantenerla, implica entrar en una mentalidad primitiva e injusta que puede llevar a experiencias tan dramáticas como las que llenaron de horror la Europa dominada por los totalitarismos nazi o comunista.

        Consideramos, además, que es injusto no respetar los derechos fundamentales de los malhechores, los delincuentes, también son personas, también merecen respeto. Ciertamente, deben pagar sus delitos. Incluso a veces habrá que privarles de su libertad para que no puedan causar daño a otras personas. Pero todo ello no quita el buscar maneras de «redimirlos», de educarlos para que puedan volver a la vida social de un modo distinto y justo. A ello debe orientarse toda sanción, aunque la realidad (la triste realidad) de las cárceles no ofrezca en muchos lugares castigos que sean realmente educativos y «redentores».

        La justicia será siempre un tema abierto, un tema discutido y afrontado por todos. Especialmente a la hora de establecer leyes. Sin olvidar que no pocas veces las leyes son el resultado de imposiciones arbitrarias de grupos de poder, quizá por culpa (también hemos de reconocerlo) de la pasividad de muchos ciudadanos que no aprovechan las oportunidades que la moderna democracia ofrece para evitar tales abusos. Otras veces, por desgracia, las leyes reflejarán la degradación moral de todo un pueblo, como cuando se aprueba por referéndum, por ejemplo, una ley racista.

        Todos estamos llamados a velar por la justicia, a luchar para que a nadie se le prive de sus derechos fundamentales, a trabajar para que la solidaridad sea el eje en torno al cual gire toda la vida social de los estados y del mundo en esta etapa de globalizaciones y de cambios. De este modo la justicia dejará de ser un sueño, una utopía irrealizable, para convertirse en algo real, concreto, vivo, en fuente de armonía y de paz, en manantial de respeto y de apoyo hacia todos y cada uno de los seres humanos que viven a nuestro lado.

        Los ciudadanos españoles se hallan desencantados e indignados de nuestros políticos porque en lugar de servirles, se sirven de la política para sus intereses y beneficios personales y partidarios. Los ciudadanos españoles piden regenerar y reformar la política española por la gravísima crisis financiera y económica, por el altísimo paro laboral, por la corrupción pública y privada, por la politizada administración de justicia y del ministerio fiscal, por la grave degradación de la moral y costumbres, por la mala educación escolar y por la falta de democracia real representativa que existe.

        Piden regenerar y reformar la política española por la politizada administración de justicia de los tribunales jurisdiccionales, Constitucional y Supremo, y del ministerio fiscal, cuyas resoluciones suelen ser generalmente políticas en lugar de jurídicas, debido a las normas políticas de los nombramientos de sus magistrados y de su fiscal jefe hechos por los partidos políticos dando lugar sus sentencias a dos varas de medir según ellos sean nombrados por un partido o por otro.

        Es necesario que la administración de justicia, uno de los tres poderes fundamentales de los Estados democráticos, sea totalmente justa e independiente de los otros dos poderes, legislativo y administrativo, ante la demagogia de las mayorías parlamentarias, de la tiranía de las minorías, de la oligarquía de las clases poderosas y ante las leyes, decretos, disposiciones y actos demagogos e injustos administrativos de los gobiernos estatales, autonómicos, locales.

        Urge, pues, reformar la ley de nombramientos de magistrados de los tribunales, Supremo y Constitucional y del ministerio fiscal, buscando una forma nueva de nombramientos totalmente independientes de los poderes legislativo y administrativo, en la que se valore la independencia política, competencia, honestidad e hoja de servicios de los elegidos. Es más, sería conveniente que el Tribunal Constitucional se integrase en el Tribunal Supremo como una sala que entiende y juzga conflictos constitucionales entre instituciones y entre particulares para evitar sentencias contradictorias entre ambos tribunales, como ha ocurrido en alguna ocasión.

Diversas formas de coacción sobre los jueces

        Además de las mencionadas en párrafos anteriores (abuso de los fuertes, decisiones de los grupos de poder, presiones, leyes injustas, amenazas, chantajes o agresiones…), añadimos las que siguen.  

        Existen diversas formas de coacción sobre los jueces que dificultan enormemente su labor en algunos Estados. Una consiste en presiones de algunos medios de comunicación que presentan procesos contra ciertos delitos como si tales procesos fueran injustos y contrarios a la libertad.

        Otra coacción mediática busca arrinconar a los jueces para que declaren la culpabilidad de los acusados, en casos en los que haría falta más serenidad para ir a fondo en las pruebas que pueden no ser suficientes para decidir sobre los casos concretos.

        Esas coacciones pueden tener mayor o menor fuerza. En los casos más extremos, a través de imágenes en televisión o en youtube, desde declaraciones de los supuestos culpables o de las supuestas víctimas, con la ayuda de editoriales y artículos, los jueces llegan a ser acusados de liberticidas, represores, amigos del poder y enemigos de algunos derechos fundamentales.

        En realidad, un juez es honesto cuando busca aplicar la ley y persigue adecuadamente a quien la viola. Desde luego, ante una ley inicua, un juez (como cualquier ser humano) está llamado a la desobediencia, la cual implica llegar al heroísmo de renunciar al cargo y denunciar qué derechos fundamentales quedan amenazados por leyes injustas.

        Pero si el juez no considera injusta la ley y acepta el encargo recibido, tiene la obligación de hacer cumplir las leyes y de castigar adecuadamente a quienes las violan, sin detenerse ante presiones de la «opinión pública» que puedan dañarle en su trabajo.

        Al mismo tiempo, quienes trabajan en medios informativos (prensa, radio, televisión, internet), y la gente en general, necesitan reconocer que para el buen trabajo de cualquier juez hace falta evitar presiones indebidas mientras se desarrolla un proceso.

        Solo en un clima de serenidad pública, sin coacciones mediáticas, será posible analizar si una persona o un grupo han realizado acciones contra la ley y, en caso afirmativo, cuáles serían las penas que merecen recibir.

        Esa es la tarea que está llamado a desempeñar cualquier juez honesto y serio. Porque las reglas valen para todos. Porque un delito no castigado destruye la armonía social. Porque un inocente declarado culpable implica una enorme injusticia. Y porque ninguna coacción, mediática o de otro tipo, debe impedir el trabajo serio que permite, en los tribunales, condenar a los culpables y absolver a los inocentes.

        Los delitos que provocan indignación popular y tienen gran repercusión mediática suelen dar lugar a juicios paralelos, que adelantan conclusiones y hasta penas. Pero una vez examinados los hechos en sede judicial, los tribunales pueden no coincidir con la valoración creada en la opinión pública.

        También el público en general tiene derecho a discrepar. Pero otra cosa es descalificar a los jueces, pedir su inhabilitación, organizar manifestaciones ante los juzgados o tildar la sentencia de «justicia de género». Los jueces tienen todas las evidencias del caso, han escuchado a la víctima y a decenas de testigos a puerta cerrada, han reunido todas las pruebas, conocen la jurisprudencia y han elaborado una sentencia de más de trescientos folios. Por eso cabe pensar que tienen más elementos de juicio que los manifestantes que, armados de su indignación, dictaminan que es indiscutible que fue un delito.

         Los que se manifiestan contra una sentencia aseguran que hay un divorcio entre los jueces y la calle, que los fallos de los tribunales no están a la altura de la indignación popular. Pero los jueces deben dar sentencia conforme a la ley, no a lo que pide la calle.

        Quienes están convencidos de encarnar al pueblo pueden tender a pensar que la labor del juez es transformar en sentencia lo que hierve en la calle, con lo que fácilmente se descalifica al jurista que se atiene a la ley.

        Los jueces no están para dar sentencias ejemplarizantes sino sentencias justas, aplicando la ley al caso concreto. Es la ley la que tiene un efecto pedagógico, al indicar lo que está bien o lo que está mal. Pero el juez no debe utilizar su función para enviar mensajes a la sociedad a través de sentencias.

        En la medida en que la democracia es un sistema que permite convivir en libertad y justicia, es absolutamente necesario que sea perfectamente respetado el recto funcionamiento de las diferentes instituciones. Para la garantía de la libertad y de la justicia, es especialmente importante que se respete escrupulosamente la autonomía del Poder judicial y la libertad de los jueces. Esta autonomía debería estar custodiada desde la misma designación o elección de los cargos dentro de la institución judicial.

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