El diccionario más inteligente / Guillermo Fatás

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Por Guillermo Fatás.
Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza
Asesor editorial del Heraldo de Aragón
(Publicado en Heraldo de Aragón)

   Doña María Moliner, autora del precioso diccionario de cuya publicación hace ahora medio siglo, murió en  enero de 1981, de ochenta años, pero ya hacía mucho tiempo que, en expresión de uno de sus hijos, había “echado el cierre”.

   Nueve años antes del óbito, en una larga entrevista publicada en HERALDO, el escritor Daniel Sueiro describía a Doña María como “menuda, serena y dulce”, abuela de una docena larga de nietos. Adornaba por entonces el ventanal de su despacho con varias macetas de geranios y hablaba con prudencia y reposada lucidez. La impresión que Sueiro recibió era la de que esta zaragozana de Paniza poseía una gran fortaleza, capaz de superar todas las pruebas. Nadie imaginaba lo que ocurriría al poco: su amante marido, el catedrático de Física Fernando Ramón, quedó ciego y desvalido, muriendo sin mucho tardar. La Real Academia Española hizo caso omiso de su candidatura, que la hubiera convertido en la primera mujer admitida. Y algún mal secreto le llenó el espíritu, hasta el punto de que su devoto hijo Fernando apuntó que ya “no había modo de hablar con ella”. Médicamente, se imputó a falta de riego cerebral.

Una chica con grandes trenzas

     María Juana Moliner Ruiz iba a la Facultad de Filosofía y Letras peinada con dos gruesas y largas trenzas que le daban un aire infantil. Tenía dieciocho años y hacía solo cinco que la facultad había admitido a su primera alumna, Aurea  Javierre. El padre de María había abandonado en 1912 a Matilde Ruiz y a sus tres hijos, de los que María era la mayor. Médico en Paniza, Enrique Moliner se enroló un día en una compañía transatlántica y, como facultativo de un barco, puso rumbo al Cono Sur y creó allí una nueva familia. Ya no volvió.

    Por eso hubo María, la primogénita, de llevar pronto dinero a casa. Lo hizo dando clases particulares, de humanidades, latín incluido, y de matemáticas. Desde muy temprano, pues, tuvo hábito de trabajo disciplinado. Si eso no se entienden los tres lustros que dedicó a construir su ‘Diccionario de uso del español’, de cuya publicación en 1966 por la Editorial Gredos, bajo la égida del clasicista Julio Calonge, se cumplen ahora cincuenta años. No tuve la suerte de tratarla, con lo que me  hubiera gustado, porque la hechura misma, tan inteligente y elaborada, de su ‘Diccionario’, era fruto, a todas luces, de una mente muy especial y digna de atención.

    En mis asiduos recorridos por su libro topé con un conmovedor gazapo, que aún figuró en la edición de 1998: el día se definía como tiempo que el Sol tarda en dar un giro completo alrededor  de la tierra. Se le había ‘caído’ al texto el  adverbio ‘aparentemente’.

Los tres hermanos enseñaron

    Sí traté a su único hermano varón, Enrique, el segundo de los tres Moliner Ruiz (la menor era Matilde). Debió de ser hacia 1958, cuando andaba yo, con trece o catorce años, en el trance de la reválida que, al final de cuarto curso, otorgaba el grado de Bachiller Elemental. Las clases del fraile de Matemáticas en el colegio me parecían impenetrables. Al sujeto que nos las propinaba se le daba una higa  de que aprendiéramos o no. Usaba de trompicones y cocotazos de los chicos  por lo que lo llamábamos ‘el Pilongas’. En ocasiones arreaba impunemente  auténticas palizas.

    Yo estaba seguro de no ser tan negado como para no poder entender aquello, pedí ayuda en casa y acabé tomando clases en el domicilio de don Enrique, hombre amable y paciente, que estaba siempre como cansado, a lo mejor de tratar con mozalbetes. Me pareció muy mayor, bajito, calvo, con gafas de fuerte graduación y aquejado de un asma potente que lo castigaba en cada inspiración  y daba un timbre fascinante a su voz. Escribía velozmente, con lápiz, números y signos menudos y bien delineados. Yo, de mala letra, me sentía inferior. Como me preguntase si había entendido tal o cual cosa  (sobre todo, de trigonometría), me daba vergüenza decir que no y mentía para evitarle el esfuerzo de repetir lo dicho. Vivía en un piso modesto y umbrío. Lo traigo a colación porque en casa, mi abuelo materno, que mantenía amistad con él, me había advertido que quizá no le agradase  hablar de su familia, pues había pasado algunos malos ratos por su condición republicana. Y eso, a mis ojos de jovencito de posguerra, dotaba a los Moliner de un aire misterioso y oscuro.

    Los tres hermanos amaron la enseñanza. Matilde, como Enrique, fue profesora de bachillerato. Doña María, y su diccionario lo prueba, también tenía alma docente, como buena bibliotecaria. Se definió como “una señora recoleta” y “muy aragonesa por los cuatro costados”. Es un alivio ver que su obra sigue en pie -¿cuándo en internet?- para remedio de ignorantes deseosos de aprender. Que nunca, ay, son bastantes.

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