Por Charo Ochoa
«La gran abundancia», de Luis Moreno Caballud, nos sitúa en un lugar irreal, distópico, pero no muy distinto de los lugares donde habitamos, al menos, en el más conocido mundo occidental.
Una distopía que, como el clásico de Huxley, Un mundo feliz, o la exitosa película El Show de Truman, dirigida por Peter Weir y escrita por Andrew Niccol, nos impele a reflexionar sobre el mundo en el que vivimos y sobre los dilemas éticos que supone la búsqueda de la felicidad a cualquier precio.
En el mundo de La gran abundancia no es la producción de riqueza material ni el consumo de productos innecesarios el motor de sus habitantes, sino la necesidad de buscar y crear historias para ser contadas, historias que permitan a los necesitados seres humanos vivir sus vidas con más intensidad, expandir su realidad, vivirla más y darles un sentido. Algo que podría resultar perfectamente aceptable, se convierte, sin embargo, en un sistema feroz de productores de “Contenidos” para proveer a los Asistentes Personales (AP) de quienes no podrán desprenderse los receptores de dichos “contenidos” o historias. Como los espectadores de la vida real de Truman convertida en ficción, los consumidores de “Contenidos”, “Dame más” o “Más vida” irán engullendo historias ajenas en vez de vivir sus propias historias. A lo largo de la angustiosa y desasosegante trama que nos lleva por diferentes espacios a modo de escalera de caracol o del mítico laberinto, seguimos al antihéroe Martín Loma, quien habría mantenido una aparente estrecha amistad con su AP Ernesto Valle, en busca de Elia, la compañera que desapareció pero cuyo rastro, cual Ariadna, le guiará hacia el Minotauro (El Gran Foro).
Un universo guiado por el azar y los choques casuales entre átomos es el telón de fondo metafísico que explica las grietas por las que algunos individuos consiguen escapar del sistema global. Algunos no podrán o querrán hacerlo, por cobardía o comodidad. Otros, como Elia o Martín, nos indican la posible puerta de salida. La enfermedad, la violencia, la esclavitud serán los síntomas de la decadencia de los “get-a-life” distópicos, seres individualizados, anómicos, aislados en medio de la muchedumbre, en ciudades que son colmenas de cemento, pero hay otros experimentos en otros espacios que a su vez producen otros malestares. Lo urgente, en cualquier caso, es la huida.
Hay otra pregunta que se mantiene en tensión a lo largo de toda la novela y que se expresa también a través del protagonista Martín Loma, profesor universitario de literatura que no renuncia a que la literatura no sea sólo una fuente de historias, sino que sirva también para orientar a quienes huyen de las falsas historias. Contar historias para contarnos la vida y mantener la memoria de nuestro pasado.
Filosofía, literatura, historia cultural, teoría y práctica política y una gran aventura narrativa constituyen los hilos que mueven a los personajes de esta La Gran abundancia que como un cuento de títeres o una película de ciencia ficción nos advierte de algunos de los peligros de vivir en sociedades donde la vida compartida y el diálogo real y sosegado, el hablar político que reclamaba Hannah Arendt, nos están siendo hurtados.
Que nos queda la esperanza, nos lo auguran las voces femeninas del texto del documental Black Bach Artsakh, citado al comienzo del libro: “Aquí apreciamos la tierra /Vivimos en su abundancia/Ya no hay miedo a la escasez. /No hemos perdido nuestras historias. /Todavía sabemos qué es un nosotrxs. / Aquí somos dignas de lo que hemos pasado”
Que lo que quizás nos libre de llevarnos a una muerte colectiva, tenga que ver con lo anterior nos lo sugiere la hipótesis de que quizás lo que le llevó a Alonso Quijano a la muerte no fue un “melancólico regreso a la realidad”; sino más bien su incapacidad para bregar con un mundo en el que se encuentra siempre atrapado en las fantasías de otros”,
La gran abundancia es una magnífica oportunidad para reflexionar y compartir juntas lo que esta reflexión nos sugiere, pues habla de nosotras y nosotros.