El escozor del alacrán en el poemario de Javier Nasarre


Por Carlos Calvo
Fotografías: D.S.

  Los hombres que no tienen fe buscan espacios propios. Acaso para sobrevivir. Acaso para trascender la experiencia inmediata. Si naces en Zuera y pasas largas temporadas de tu infancia en Fago, ese pueblo tristemente conocido por unos imbéciles, eres un hombre físicamente rural.

    Del paisaje agreste, árido. Del territorio genuinamente aragonés. Luego, si estudias en la costa asturiana, te encuentras con el mar y las verdes praderas. Del amarillo al rosa. Summers en dirección contraria. Ese espacio físico del tiempo, del universo, se puede volver metafísico. Es, en efecto, “la intemperie metafísica, la soledad, la conciencia hacedora de mundos, el fanatismo destructor y satisfecho, el desarraigo, el sufrimiento y el placer, el deseo y la nada”.

 

 Javier Nasarre, añada del 58, es profesor de matemáticas de educación secundaria y bachillerato en el instituto Miguel Catalán de Zaragoza (también doctor en la disciplina de ciencias de la física teórica), y allí ha presentado su poemario ‘Geometrías de la intemperie’ (Neopàtria, 2017). Su afición a la literatura proviene de su época de internado laboral en Gijón, donde estudia hasta mediados de los años setenta del siglo veinte, una época de efervescencia política y cultural que marca de manera decisiva su percepción del estado de las cosas. Esa cosas de la vida de las que hablaba Sautet. En cierto modo, Nasarre intenta aunar su formación científica con sus intereses de carácter humanístico, filosófico. Su poesía, a veces de combate, a veces hiperrealista, viene impulsada en sus particulares miedos y pretextos, en sus prejuicios y reproches, en sus razonamientos e intimidades.

  En el prólogo, Julio Camarasa habla de esa intemperie como “creación y entropía, atalaya y abismo”, de la misma forma que considera las geometrías “expresiones poéticas singulares de las experiencias vividas en y desde las intemperies de la existencia humana”. El libro lo conforman cuarenta y tres poemas de una intensidad creciente, con la introducción de un “miento, siempre miento / con absoluta sinceridad, / miento” y un epitafio en el que “aún titilan las estrellas / no todo es noche en la noche / y vela el búho / buhonero de sueños / fértiles en promesas”.

  Pero las promesas de Javier Nasarre van más allá de esa ave rapaz, la más grande de las estrígidas europeas, que tiene vuelo silencioso y habita en lugares inaccesibles. Y en su poemario aparecen tigres y cervatos, gusanos y lagartos, ocas y bucardos, osas y tortugas, lobos y bisontes, ballenas y alacranes, cuervos y vencejos, hormigas y caracolas. También tierras amarillas y nubes cenicientas, vientos eternos y aguas infinitas, olas caprichosas y montañas sagradas, tormentas perfectas y yerbas maceradas. Y piedras que hablan. Y palmeras. Y chopos, Y tomillos. Y romeros. Y rosas o jazmines.

  Se aprecia la búsqueda del absoluto y la reivindicación del amor como redención y punto de llegada. Un amor, una vez más, cuya definición última corresponderá al lector. Y Nasarre, ante los “desiertos papeles ávidos de escritura y tinta”, le ofrece llanuras ilimitadas de rizos, remotos azares de lo posible, heleros bajo cielos inmaculados, cortinas plomizas sobre la estepa, días libérrimos de juegos y acechos, de faldas pudorosas, de sacros secretos, de fuegos explosivos entre cerveza y cocaína, entre vino bordelés y heroína.

  Como seres fronterizos al filo de la navaja que somos, el poeta ve en la intemperie geométrica un sol entre dos lunas que le acunan sonrientes bajo las velas del candelabro. Y estaciones nocturnas con sabor a esparto. Y el vértice del caracol, el punto desde el que se origina el mundo. Y a Macbeth acodado en una barra del bar. Y el mítico óleo picassiano como un belén arrasado, en una descripción tan metafórica como avasalladora. Y es aquí, en la peculiaridad de la mirada, los detalles que revela, la otra cara de las cosas que saca a relucir, donde reside uno de los valores singulares de estos poemas, construidos sobre una libertad verbal que va desde el puro coloquialismo hasta imágenes poéticas fuertemente sugestivas.

  Hay en ‘Geometrías de la intemperie’ una cierta tonalidad elegíaca, al evocar un pasado lejano, al prever que el recuerdo se desvanecerá -o no- en un presente que guarda rumores bélicos, que se enfrenta a miradas esperanzadas o, al fin, el amor que vence las adversidades. Nasarre trenza elementos propios de la autobiografía, ahonda en lo emocional y verifica que hablar de Guernica, o de la batalla del Ebro, o de sus recuerdos paisajísticos, ya áridos ya verdosos, que saltan de la infancia a la madurez atribulada, pasando por una adolescencia como signos de zozobra, es toda una declaración de intenciones. Y cuando versifica la lucha no lo hace a la manera de la poesía belicosa de Miguel Hernández (“Amanecen las hachas en bandadas / como ganaderías voladoras / de laboriosas grullas combatientes. / Amanecen las hachas destruyendo y cantando / (…) las alas son relámpagos cuajados”), sino que su escritura, en general, se acerca más a una suerte de Felipe Benítez Reyes.

  Un poemario, digámoslo ya, realista, cotidiano, siempre precipitándose en una dimensión insondable, que escenifica la primera persona como recurso –o refugio- de búsqueda. En su proyección lingüística en el mundo, caprichosa y necesaria, de una identidad individual. La idea es crecer sin que las certezas lleguen y las referencias, en última instancia, son utilizadas como una base rítmica de sucesivas antesalas al descubrimiento.

  Hay algo de solución natural a un desafío literario que estalla en el aire, que destila –o intensifica- las estructuras y giros estilísticos de la escenificación del yo. El poeta, al fin y al cabo, se convierte en naturaleza y obra como ella, sobre aquello de lo que se habla, lo que pone en crisis, esto es, el yo de la enunciación del discurso. Un libro con un inusual sentido de libertad, de hallazgo, y algunos versos sueltos que se quedan fijados en la mucosa de la memoria como algunas iniciales se mantienen grabadas en la corteza de un haya. El único poder fuerte es aquel que no tiene miedo a la libertad. El que seduce y no reprime; el que convence y no prohíbe; el que dialoga y no impone. A veces, maldita sea, desobedecer es un acto de libertad y nos define en nuestra humanidad.

  Javier Nasarre acuña poemas como un vértice más del placer. El vértice del caracol, recuerden. Cuando lees ‘Geometrías de la intemperie’ reconoces cosas de ti mismo. Nada nos acerca tanto a los demás como gozar –o explorar- entusiasmos y miedos juntos. La poesía, incluso en sus esbozos místicos, permite caminar con menos estorbos en el alma. Y los que no tenemos fe, lo agradecemos. Como el escozor del alacrán.

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