La calle


Por Liberata

  Estoy muy liada y van pasando los días sin que tenga algo dispuesto para enviar al Pollo. Así que voy a aprovechar el inmediato paseo para beber de las fuentes del asfalto y escribir algo que no será ni un relato propiamente dicho, ni tampoco poesía.

   Simplemente, impresiones percibidas sobre la marcha. Hacía unos días que apenas salía a la calle. Lo justo para comprar y llevar lo reciclable a los respectivos contenedores. Recorridos que sólo duraban minutos. Y hoy, por fin, me alejo de casa y camino por donde tantas veces lo he hecho: por el mismísimo centro. Donde los escaparates animan las calles y los establecimientos hosteleros incitan a penetrar a la hora del aperitivo. De vez en cuando, me  cruzo con algún turista. A estas alturas del año, abundan las parejas de mediana edad en adelante. Incluso, orientales. Paseo la mirada por los mismos edificios que tantas veces he contemplado. Un músico habitual  interpreta al chelo -muy bien sincronizado el solo al soporte técnico- una canción romántica: “El Reloj” creo que es su título. Me encanta.  Le deslizo una moneda y me alejo despacio. Forma parte de la bendita rutina que a veces se interrumpe por cualquier causa. Y que se agradece retomar. Sin embargo, la edad va atenuando los entusiasmos. De repente, me fijo en la realidad de los mendigos, de las personas tan mayores como yo caminando con la ayuda del  bastón. En los carritos conducidos por esas otras que antes de poseerlos probablemente se pasaban el día entre cuatro paredes, a los que la vida les sonrió en un momento dado. Bienvenidos sean los avances técnicos que lo permiten. La población envejece,  se deprime, se deteriora… Cunden los pastilleros. ¡Qué negocio para la farmacopea y derivados! Píldoras, pomadas, toneladas de celulosa, productos varios de higiene, prótesis también varias, bastones y otros adminículos precisos para seguir viviendo… Toda una industria de mantenimiento.

    A otro ritmo circulan las parejas de jóvenes, esos que creen que siempre van a sentirse como lo hacen  en sus veinte o sus treinta primaveras, que sólo envejecen los otros.  Quedándome con algo tan subjetivo como el aspecto,  ellos visten con bastante desaliño y, a menudo, ellas se encaraman a unas plataformas que aumentan sensiblemente su estatura. ¡Qué afán de aparentar! Y los niños. Revoltosos ellos, tratando de escabullirse de sus padres para la desesperación de los mismos. Los que van en silla todavía, están controlados. De vez en cuando, la mirada tropieza con una imagen interesante que pasa fugazmente. No hay nada que sorprenda. Y ¿qué habrá detrás de ese ventanal que alguien acaba de entreabrir discretamente, tal vez porque la calefacción es excesiva? Gestos. La existencia de cualquiera se halla formada por gestos encadenados, repetidos hasta la saciedad. Somos un poco títeres movidos por hilos invisibles. Semejantes, pese a la diferencia. Unidos por el alma. Y el alma nos duele en ocasiones, y se regocija las menos. ¿Qué haría falta para que en las miradas se encendiera esa luz propia de la infinita sorpresa? ¡Qué sé yo! Tal vez, hallar una orquesta interpretando una popular pieza de Mozart en el espacio de una glorieta. O un coro cantando el idem de Nabucco, del maestro Verdi. Magia pura. En el fondo, es lo que esperamos inconscientemente cuando creemos que la vida nos ha decepcionado. Un soplo de magia que nos devuelva la mirada infantil, la infinita capacidad de asombro. “Total, cumplir muchos años ¿y para qué, si hemos perdido las ilusiones?” ¡Sensible materia la de éstas! Finísimo cristal pronto a quebrarse ante cualquier descuido.

   Los mendigos están ahí, donde no deberían estar. Porque deberían tener como cualquier hijo de vecino su techo -familiar, unipersonal o colectivo- sus necesidades básicas cubiertas y su lugar al que asistir para entretenerse jugando a las cartas, por ejemplo. La limosna es humillante para el que la recibe e incómoda para el que la suministra. Porque ¿quién sabe si el menesteroso que pide en esta esquina se halla más necesitado que el acomodado en la siguiente? Si “indigencia” significa, según el diccionario, carecer de lo necesario para vivir, lo tenemos bien claro. La Administración de cada población, municipal o como quiera que sea, que, al fin y al cabo, todo sale de los sacrosantos impuestos, cuenta -es cuestión de asignaciones- con medios para seleccionar a los implícitos demandantes y, si entre ellos hay algún pícaro disfrazado, pues que se le pongan las peras a cuarto.   

    Brilla el sol y sopla el cierzo, agitando las hojas de los árboles. ¿Qué serían las calles sin arbolado? La temperatura es soportable. En la gran plaza -enorme rectángulo un tanto carente de armonía- se preparan los tinglados navideños. También eso está muy trillado.  Sin embargo, me acerco a La Lonja y leo el nombre de Ignacio Fortún, lo que me recuerda que no hace mucho leí en el periódico que iba a exponer en breve. ¡Qué de genio creador en ese recorrido por el ser humano y sus lugares comunes! La angustia no es ajena al imaginario. Pero tampoco otras sensaciones positivas que conducirían al logro del artista. Bienaventurado él que encontró su camino. Que sea prolongado y fructífero es menester. Éste pudiera ser el soplo de magia al que me refiriera en el que, por suerte, me he sentido inmersa.

    Emprendo el regreso a casa con el ánimo quizá no más apacible, sino sí mas agitado, más vivo. Ya no me siento una ancianita achacosa, sino una persona sin edad definida, capaz de admirar, de sentir, y de valorar lo poco que posee. Aquí está la verdad. La añoranza de mis hijos, que me llamarán esta tarde o mañana, la de ese Madrid al que hube de renunciar un día porque su suelo era demasiado caro para mis posibilidades… El acogimiento del amable confort parece rozarme la piel. Aquí se hallan mis señas de identidad. Entre ellas, las apetencias de hojear un libro, de escuchar música o de visionar un ballet, una ópera, una zarzuela o una película en la pantalla del dócil Samsung. Y también de sentarme, como lo hiciera hace un rato ante mi paciente Serafín -el portátil- que no me dejó irremisiblemente tirada -aunque no sería por falta de ganas si su naturaleza se lo permitiera- durante la época del aprendizaje. Todavía no domino alguna de sus prestaciones -como la de pasar música de cedés a un M P 3, por ejemplo- pero todo se andará. Y es que una ha aprendido el manejo muy tarde y, todo hay que decirlo, es un poquito torpe.

    Bueno, resumiendo, que el paseo que me propusiera dar tan sólo para hacer ejercicio en principio, ha resultado mucho más emocionante de lo previsto. Y es que el Arte, con mayúsculas, en cualquiera de sus manifestaciones debería tener mucha más incidencia en nuestras vidas. Muchísima más.

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