Barreiro y los cofrades de la uva


Por Carlos Calvo

  El vino, hijo de puta según Sancho, raro grano del sembrador eterno según Baudelaire. Cuando Aquiles, que es un hipocondriaco radical, se baña en invierno en las aguas del Cantábrico, Fuster le dice: “Eso no es bueno, puedes coger un catarro.

     Bebe vino y no tengas miedo a morir, que morir es muy difícil, morir es imposible, casi imposible”. El vino seduce a los británicos desde que Shakespeare hizo el elogio del ‘sherris’ y Drake atacó Cádiz para robar tres mil botas. Pizarro llevó el sarmiento a Perú, los jesuitas a California. Parece que los españoles plantaron vino en América para que los frailes pudieran consagrarlo. Los ángeles mahometanos Arot y Marot fueron enviados por dios como emisarios y tropezaron con una maciza que les invitó a beber vino, y se pusieron tan cachondos que se la quisieron tirar. Alá los castigó y a ella la hizo estrella de la mañana, o sea, la aurora.

  En ‘Alcohol y literatura’ (Menoscuarto, 2017), Javier Barreiro no nos castiga con un aburrido tratado acerca de la problemática del trago en el universo de las letras. Todo lo contrario. Con una prosa fluida y divertida, descarada y erudita, el escritor zaragozano –cosecha del 53- traza, desde la veneración, un recorrido a la embriaguez propia de los líricos griegos, hasta las vidas y obras marcadas por el alcohol de un buen número de autores. Pero no solo es el vino el ánimo de su interés, sino que extiende su ensayo a todo tipo de líquidos fermentados y destilados por el hombre, y ofrece un panorama sobre la constante y conflictiva relación que los escritores han mantenido con la bebida. Con el vino, por supuesto, pero también con el whisky o la ginebra, el vodka o el coñac, el tequila o el mezcal, la cazalla o el anís, la absenta o el ron.

  Está claro que el gusto de las bebidas, por paradójico y hasta inverosímil que pueda parecer, no está en las mismas, sino fuera de ellas, donde la sociedad ha determinado que estén. El sabor y el gusto, en realidad, son cosas diferentes, pese a confundirlas a menudo. Pero el vino es barato y se puede ingerir en grandes cantidades. En esto era un experto nuestro paisano Luis Buñuel, que para preparar los libretos de sus películas se sentaba con el guionista en una mesa de su taberna preferida con una botella de un buen caldo negro y dos vasos. Y a imaginar. Aunque habría que distinguir entre el alcohólico, que bebe porque el cuerpo se lo exige, y el borracho, que es alguien que simplemente bebe con frecuencia.

  Si Platón decía que la burla y el ridículo son, entre todas las injurias, las que menos se perdonan, Barreiro indaga en la amargura y la desesperación de los callejones sin salida que la bebida ha causado –y causa, ay- en grandes personalidades de las artes y las letras. Unos escritores -y artistas en general- empapados de alcohol que asisten a su derrumbe. Y cuenta, esto es, infinidad de anécdotas de unos excesos que pueden comenzar repletos de alegría y terminar, maldita sea, en unos tonos marcadamente trágicos. Sin ir más lejos, al aragonés Mariano de Cavia se le reían de tanto que bebía. Son, al fin y al cabo, las leyendas de los santos bebedores, a la manera de unos cofrades de la uva que lograron armonizar su afición al alcohol con la genialidad literaria.

  Del mismo modo, Barreiro sabe armonizar su libro como ya hiciera anteriormente en sus otros ensayos (‘La línea y el tránsito’, ‘Cruces de bohemia’, ‘Galería del olvido’), en sus poemarios (‘Dientes en un cofre’, ‘Lobotomía’), en sus biografías (‘Raquel Meller y su tiempo’, ‘Marisol frente a Pepa Flores’) o en sus trabajos de música popular (‘El tango hasta Gardel’, ‘Cupletistas aragonesas’, ‘Voces de Aragón’, ‘La jota aragonesa’), sin olvidar, claro está, su imprescindible diccionario de autores aragoneses contemporáneos, entre 1885 y 2005. Ni, por supuesto, sus colaboraciones en estas páginas polleras de nuestros amores. Ya ven, todo un historiador y cultivador de géneros que toma la cultura popular como fuente constante de inspiración.

  Ahora, en ‘Alcohol y literatura’, el estudioso explora la relación entre la bebida y el universo literario de todas las épocas. Escribe Barreiro que acaso beban los escritores por inadaptación, porque están en conflicto con el mundo que les rodea. “Todos los artistas”, asegura, “tienen una sensibilidad especial, y las obras de arte no surgen de la felicidad. Hay estudios científicos que demuestran estadísticamente que los artistas se emborrachan mucho más que el resto”. En lo que a mí respecta –por ponerme estupendo-, el vino ha sido un regalo de la vida que me ha hecho más sano y más fuerte, y que me ha dado el placer de la imaginación. No hay otra bebida que despierte la imaginación como el vino. Aunque uno no soporte, vaya por dios, el narcisismo nihilista que hace que algunos enólogos se crean más importantes que el propio vino. Pero esto es otra cuestión. Ya decía san Agustín que “la soberbia es el pecado que nunca queda saciado”.

  El gusto por la cerveza, pongo por caso, es otra cosa. Y créanme que el gusto está asociado a nuestra condición social mucho más de la que pensamos. Denle, si no, a probar una caña de cerveza a un niño que innatamente tiene una atracción a lo salado y a lo dulce y una aversión a lo amargo. Nadie, todavía, le ha enseñado ni le ha dicho que de este brebaje fermentado y amargo que ahora le sabe a rayos puede que mañana, cuando sea adolescente, tendrá que hacer un considerable esfuerzo para acostumbrarse a él y acaso termine bebiéndolo más feliz que una perdiz. O, vaya usted a saber, se convierta en un borracho con los años. O en un alcohólico.

  Sea como fuere, por las páginas de ‘Alcohol y literatura’, cuya lectura reporta –como la ingesta de vino- un verdadero placer, comparecen un buen puñado de escritores –y pintores y músicos y actores y directores de cine- en sus particulares días de vino y rosas, sus recorridos biográficos, sus retratos a veces embarrados en sus zonas pantanosas, en sus delirios y toxicomanías, para reflejar detalles, épocas, ambientes y los personajes que los acompañaron. Y en esos ambientes se las arregla Barreiro para hablar igualmente de la esperanza, un sentimiento muy difícil, casi ciego, una mezcla de ansiedad y fantasía que pocas veces llega a ninguna parte. Y toma forma y sitio en cosas muy raras, muy agrias. No hace falta ser espabilado para aventurar que demasiadas borracheras no decantan nada bueno. Lo único que cambia en verdad es lo que convoca alguna autenticidad. Lo que no se ve. Lo distinto. Lo apartado. Lo excluido. La escritura de hombres dañados. Las palabras de angustia y su nudo de daños. Con sus verdades de mercurio.

  Con los tragos, hay escritores que se vuelven peligrosos y despectivos. Beber es placentero pero puede perjudicar y llevar a cometer actos violentos y no queridos. Ilumina y embrutece. Hace más humano y más salvaje. Como tantas cosas, es pura contradicción: sienta bien y mal, alegra y entristece, proporciona tono y lo apaga, estimula la creación y es capaz de abolirla para siempre. El alcohol es refugio y estímulo, desazón y remedo, desengaño y penitencia. Barreiro nos habla de maestros máximos en la desmesura, de los efectos etílicos en personalidades delirantes y alucinadas, de hígados blindados que desembocan en cirrosis, de estados comatosos, de vagabundajes. Las endiabladas ingestas de alcohol han dado lugar a una suerte de escuela literaria, siempre con el genial Quevedo dedicando al vino varias de las más hermosas composiciones poéticas de su muestrario. ¿Se puede encontrar la literatura en el fondo de una botella? ¿Qué sería de la sociedad sin los borrachos? ¿Y de las destilerías?

  A estos gloriosos perdedores siempre es difícil enterrarlos. Escritores que escriben y atienden y reposan y rechazan y se cansan. De Herodoto a Chandler. De Neruda a Benet. De Lowry a Onetti. De Hoffman a Panero (Leopoldo). De Arrabal a Bioy Casares. De Brecht a Cabrera Infante. De Carver a Pla. De Chesterton a Cernuda. De Tennesse Williams a Valente. De Sender a Vázquez Montalbán. De Rimbaud a Rosales. De Nabokov a O`Neill (padre e hijo). De Gil de Biedma a Marsé. De Poe a Verlaine. De Dicenta a Grosso. De London a Goytisolo (José Agustín). Y así. Miembros de la bohemia dorada, cercanos a los barrios bajos y a las tabernas, que se les publicaba, muchas veces, en ediciones detestables, de papel malo y traducciones endebles. Bebedores de bandera, aunque el símbolo apele al sentimiento y eclipse la razón. Cuerpos agotados que aceleraron el final (físico y artístico).

  Al leer el libro de Barreiro es interesante ver cómo hay escritores que superan sus fracasos. Artísticos y de los otros, decía. También te hace sentir espectador de la carrera de otros. Son trayectorias largas con baches. Hay rachas de fama y dinero y otras sin nada de eso. Porque el texto del zaragozano te permite reflexionar sobre la creación artística, el activismo político, la ciencia, la religión o las enfermedades de toda índole. Como la tuberculosis. O las enfermedades neurológicas, gastrointestinales y hepáticas. O esos cambios en las estructuras cerebrales influidos, claro, por el consumo incontrolado de alcohol y otras sustancias.

 ¿Ser bebedor implica rechazo social? ¿Qué significa ser feliz? ¿Beben más los hombres que las mujeres? ¿Escriben mejor los hombres que las mujeres? ¿Beber da felicidad? ¿Se puede encontrar la felicidad dentro de un bar? ¿Fue primero el huevo o la gallina? Sartre decía que “la felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace”. Algunas tabernas han sido núcleos de concentración y agitación cultural, por las que muchos pasaron, otros fueron y unos cuantos vivieron en ellas, siempre con tertulias que poner en marcha, un proyecto por comentar, un vino o cualquier combinado a los que dar salida. Refugios y nidos en medio de la algarabía, gentes gritando y entrando y saliendo. Y los escritores como seres de Beckett esperando a Godot. Tabernas como escuelas de energía, de verdades, de profundidades y destellos. Tabernas en las que se saborean el escozor de los licores y aguardientes consumidos sin mesura por cualquiera de las más resplandecientes estrellas del Hollywood mágico, ebrio de sí mismo y de la tragedia de su ocaso irremediable.

  La taberna es un vínculo que nos conecta, que nos hace humanos a todos, aunque algunos bebiesen hasta no saber dónde estaban. Pero siempre había otro que estaba peor. Y caía al suelo. Los seres humanos cultivamos una relación especial con el suelo. Muchos días se vuelve un destino, o porque nos mantenemos en pie, y es un milagro, o porque nos damos de bruces, o porque a continuación nos levantamos, o porque la caída tiene consigo el final. El sentido de la vida consiste, a veces, en restar importancia al sentido, o en negar que exista.

  Aquí, en Zaragoza, el escondite preferido del arriba firmante siempre fue el Bonanza, al que frecuentaba el propio Barreiro, una cantina única que se convirtió durante cuarenta años, más allá de otros locales anteriores como los funambulescos Salduba y Niké, en un foco, por decirlo con Fran Osambela, “de cultura ajena a las coordenadas oficiales, cultura desde abajo, de supervivencia, de carromato, de parada y fonda, que surgía de las entrañas de la ciudad, muy alejada de los despachos, los programas oficiales y los grandes (o recortados) presupuestos públicos”. Por allí anduvo ese trío calavera de la poesía compuesto por los aragoneses Ángel Guinda, Alfredo Saldaña y Javier Sanz, este último con su segundo apellido de Becerril. Pues igual de ahí venía todo…

  El Bonanza es un pedazo de historia zaragozana, con aroma a vida molida, entre el eco de las tertulias, acaso intelectuales, acaso chabacanas, acaso etílicas. Cuarenta años, en efecto, dejan mucho poso, mucha destilación y mucha ceniza. Los que estuvieron lo entenderán. Y si no, descubrirán que lo hicieron sin saberlo. Porque en su barra y en sus mesas compartieron ratos (y momentos) gentes de las artes y las letras con buscavidas de la época. Un maridaje perfecto entre artistas y la mesa del beber. El Bonanza también fue el abrevadero habitual de muchos narradores que no escribían, de muchos poetas que no versificaban, de muchos cineastas que no filmaban o de muchos pintores que no pincelaban.

  Las tabernas, en fin, son esos lugares que habitan en nuestra memoria y que se solidifican construyendo un monumento casi granítico de pasajes importantes de nuestras vidas. Hay barras que, además de ilustres, eran esquizofrénicas, imprevisibles, a veces maravillosas y a veces insoportables. A la del White Horse, en Nueva York, para encontrar esa “visión del infierno” de la que hablaba el poeta Dylan Thomas bastaría con echar un vistazo a los urinarios, para escarnio de William Bourroughs, Norman Mailer o Jack Kerouac, ese hombre gigantesco en la literatura y medroso en la vida, rodeado y seguido por grandes gurús del cambio literario y social, de la vida vuelta literatura –o a la inversa-, y ambiguo en la sexualidad y en casi todo, que acabó alcoholizado y acaso sumergido en la mística de la experiencia alucinógena. O de un joven músico judío de Minnesota llamado Robert Zimmerman, que cambió su nombre por el de Bob Dylan, en homenaje al poeta alcohólico, y se unió a la parroquia del White Horse. ¿Quién hubiera apostado por él para el premio Nobel de literatura?

  Lo mismo ocurre con el veneciano Harry’s, todo un mito para los estadounidenses que todavía contemplan el continente con los ojos aguardentosos del sobrevalorado Hemingway, como una especie de parque temático de la cultura. Por supuesto, Hemingway, el hombre que, al parecer, pasó por todos los bares del mundo, era cliente del Harry’s. Allí se trasegaba sus ‘dry’, que ríete tú de los ‘buñuelonis’: quince partes de ginebra seca y una parte de vermú. O sea, quince a uno. También acudía Truman Capote. Y Scott Fitzgerald. Incluso aparece en la novela de Waugh ‘Retorno a Brideshead’.

  Y no son pocos los que acuden al café Gijón con un libro del gran Umbral y se acomodan lánguidamente en sus largas bancadas para leer. El Gijón de Madrid es uno de esos locales que tienen tanto de negocio como de cripta literaria, con aquella tertuliana edad de plata, cuando coincidían allí Lorca, Poncela, Maeztu y Valle-Inclán, entre otros muchos, en mesas contiguas hasta que estuvieron en trincheras enfrentadas o en cunetas diferentes. La borrachera ideológica.

  Por el Pombo destilaba sus greguerías Gómez de la Serna. La misma época en que el genial humorista Miguel Mihura, cuya obra tendrá que ser gozosamente recuperada el día en que a nadie le importe que hubiera sido falangista, solía decir que había nacido en Madrid porque era “la ciudad que cae más cerca del Gijón, el Pombo o Chicote”. En el café Calisaya de París apuraban sus ajenjos y sus ruinas Rubén Darío y los Machado. Allí conoció don Manuel a un Oscar Wilde moribundo, y escribió del encuentro un relato que es todo un homenaje a la bohemia parisién. No hay ciudad importante que no aporte alguna taberna literaria: en Dublín el Dary Bymes, local de peregrinaje para los forofos de Joyce, o en Oxford el Eagle and Child, un garito que por las noches reunía a Tolkien y a Lewis para que discutieran sobre sus universos paralelos. O no tan paralelos…

  Barreiro, que entre 1992 y 1996 codirigió la revista de artes y letras ‘El Bosque’, ejecuta una inmersión sentimental y cultural en la estera del alcoholismo en la literatura, ante la religión y la ciencia. Todo un viaje sin remilgos por el trago, esa afición a contar historias con el deseo de beber. Y menciona textos referenciales en torno a las dependencias, las bodegas, las resacas, los viciosos, la locura egregia, el dolor, la bohemia, el sexo, el éxtasis, los borrachos, los abstemios, las catas, la parranda, la sed, los trotamundos, el don de la ebriedad, el sueño de los héroes, los paraísos artificiales, las penitencias, las grandes compulsiones, las uvas pródigas, los refranes de la vid, los escritos árabes sobre drogas, los dichos del buen beber, la mala vida, las malezas ocultas, las alteraciones genéticas, las cofradías de la viña, los cócteles, los mezclados y agitados… En fin, toda una bibliografía para quitar el hipo.

  A lo mejor, o a lo peor, el alcohol forma parte de la esencia del literato. Seguir vivos demuestra que el peligro del alcohol no es su esencia, sino el consumo irresponsable. Como cualquier tipo de droga. Hay que disfrutar de la aventura nihilista, de la autodeterminación, de vivir a nuestro aire. No hay que fiarse de alguien que nunca haya consumido drogas. Ni tampoco de los tipos que te saludan con las manos blandas. Como los relojes de Dalí.

  Ya decía Anthony Burgess, a fin de cuentas, que “beber no solo es digno de hacerse, también es digno de que se piense sobre ello”. Pero, ante todo, pórtate bien, Barreiro, que si te portas mal… ¡me invitas!

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