Colchón de púas: Los escritores y el alcohol. Truman Capote y José Solana


Por Javier Barreiro

    Truman Capote, contra lo que suele ser típico en los homosexua­les, tuvo problemas con la autora de sus días que había sido miss en Alabama: “No hubo nadie peor en mi vida”, llegó a decir. Exageraba, porque, hijo único de una madre que hubiera querido tener más desendencia con su segunda pareja, ella lo trató siempre con ambivalencia.

    Quería conseguir que fuera un crío corriente. No lo logró. El propio Truman pensaba a los diez años que ser varón le exigía tanto esfuerzo, que prefería ser una chica. No por asuntos sexuales. Simplemente, creía que las cosas le hubieran sido así más fáciles. Para rematar, en el Trinity School se tropezó con el consabido profesor que lo llevaba al cine para que Truman lo masturbara. La forma pelicu­lera de terminar con tales inclinacio­nes nos la ha enseñado también el cine: se lleva al nene a un colegio militar para que se curta y allí se lo tira hasta el gato. Es lo que hizo su madre, por cierto alcohólica, y es lo que le ocurrió a Truman aunque él hablara luego de que allí no pasó de los juegos eróticos, eso sí, como en las prisiones, bajo amenaza.

  Cuando en 1948 publica Otras voces, otros ámbitos, con veinticua­tro años, ya se había hecho adicto a los fármacos y a la bebida. El libro tuvo un gran éxito, mientras su madre, a los tres años de su publica­ción, se suicidaba con una sobredo­sis de drogas y su cubano padre adoptivo, de quien tomó el apellido Capote, tal vez porque él se llamaba Truman Streofkus Persons, ingresaba en un penal. Desde entonces, el triunfo y el escándalo acompañaron al joven de voz aflautada. Desayuno en Tiffany’s (1958) y A sangre fría (1965), fueron libros que se convirtieron en clásicos a los pocos meses de su aparición. Por su parte, él no vacilaba en declarar paladinamamente su condi­ción: “Soy alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio”, mientras escribía muchos de los mejores artículos de su tiempo.

   En su última obra, Plegarias atendidas, no vaciló en ridiculi­zar a los amigos con los que había compartido lujos, orgías y borracheras. Capote siempre tuvo pasión por la verdad. No vaciló en execrar a otros alcohólicos como  Dylan Thomas o Hemingway, para él, el modelos de un mismo tipo de farsante, y en elogiar a Nabokov, del que también parece que pueda decirse cualquier cosa. Uno de sus modelos fue el finísimo Henry James, del que tomó su lema: “Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos y el resto es la demencia del arte”. En cualquier caso, siempre lo salvaría su genio de escritor o de intérprete de la realidad, tal como se muestra en las conversaciones que publicó Lawrence Grover.

   Durante sus últimos años sufrió diversas crisis provocadas por el alcohol y los tranquilizantes: “Los tomo juntos, formando con ellos una especie de cocktail”, había declarado en el curso de una entrevista televisiva que hubo de interrumpirse cuando, víctima de su propia medicina, empezó a proferir incoherencias. En 1981 fue encontrado inconsciente en su apartamento y, recluido en un hospital, se le advirtió de que su organismo corría peligro con los productos que se autosuministraba. Un mes antes de cumplir los 60 años, Truman Capote, que seguía tomando un alto número de tranquilizantes, murió mientras dormía, tal vez, de un ataque epiléptico. Su justifica­ción del alcoholis­mo podía ser uno de los epígrafes de este libro: “Todos los escritores, grandes o pequeños, son bebedores compulsivos, porque empiezan sus días totalmente en blanco, sin nada”.

    Muy cercano a los bohemios estuvo Solana, a pesar de su pertenencia a una rica familia de indianos, aunque fuese venida a menos. El consenso sobre su excelsitud como pintor y escritor, es mucho más amplio que hace unas décadas. Fue también bebedor impenitente. En la estupenda biografía literaria que le dedicara su amigo Ramón Gómez de la Serna se narran alguno de estos episodios, entre lo desternillante y lo patético.

     Solana empezó a beber muy joven cuando intentaba, sin conseguirlo, adquirir el título en la Academia de San Fernando. Uno de sus compañeros más dotados, Arrechabala, murió alcoholizado y Rafael Flórez[1]cuenta cómo el pintor sufrió en 1894 un primer ataque de delirium tremens que, dada su edad de dieciocho años, más bien habría que interpretar como intoxicación aguda o coma alcohólico. Hoy nadie duda de que el tremebundo Solana era un tímido hiperestésico, sencillo por fuera, lleno de terrores por dentro y, según quienes le conocie­ron, una excelente persona. Sólo procuró minimizarlo Baroja, quizá el escritor español -y mira que abundan estos prójimos- con más envidia e inquina hacia cualquier contemporáneo brillante y más celoso del éxito ajeno. Resulta que el remoquete clerical, “el hombre malo de Itzea” era más certero que lo que sus difusores merecían.

   Como el pueblo que tan lúcidamente retrató, Solana bebió sobre todo mucho vino peleón, coñac, aguardientes y cerveza. Una de los menús más frecuentes con que solía obsequiar a los amigos en la “fronda de tic-tac” que constituía su caserón, lleno de relojes y cachivaches, era una merluza y una botella de anís por cabeza. Así lo describe Ramón en uno de aquellos banquetes caseros:

   Fumador incansable de pitillos -tiene la boca llena de colillas- dice grandes y aplastantes verdades entre docena y docena de pitillos y copa y copa de coñac, pues siempre hay a su vera un par de grandes botellas (…) se va exaltando a medida que las fuentes ambarinas del coñac van añadiendo a su alma cepas como en un viñedo, y acaba entonces recordando trozos de ópera para reforzar alguna frase: ‘eso es como la aquello de “la tortiglia está preparata”. (Malo cuando las citas de Rigoletto menudean.)[2].

   Naturalmente, Solana y su inseparable hermano bebían en casa pero mucho más fuera. La tasca del Barbas en la calle Fuencarral era uno de sus reductos. Abría toda la noche, según unos, porque su barbudo propietario era tío del rey y, según otro,s porque era confidente de la policía. El capítulo que Ramón dedica a dicho cubículo de noctívagos es historia de España.

    Solana en sus cogorzas, antes de quedarse dormido, gustaba de dar su famoso “do cadavérico” que impresionaba de verdad a quienes lo oían. Aunque borracho, antes para soportar el mundo que para reírse de él, no le faltaba humor y distanciamiento para hacerlo de sí mismo.

[1] Rafael Flórez, J. Solana, Madrid, Ministerio de Educación y Ciencia, 1973, p. 91.

[2] Ramón Gómez de la Serna, Solana, Barcelona, Ediciones Picazo, 1972, pp. 96-97.

El blog del autor: https://javierbarreiro.wordpress.com

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