El lado irónico de la memoria

Espills trencats, de Mario Sasot, novela ganadora  del premio Guillem Nicolau 2017.

Felip Berenguer

      En el prólogo, el autor habla de la memoria como “ese espejo que se pasea, lenta, pero inexorablemente, a lo largo de los vericuetos del camino de la vida”,  una metáfora que antes  hicieron servir autores como Stendhal para definir la novela realista.

   Pero el espejo de la memoria, con el paso del tiempo y el traqueteo de los de los destartalados caminos que recorre,  se  va cayendo a pedazos y la tarea del memorialista es seleccionar, de los fragmentos conservados, los que más le interesan para su historia.

   Sasot  (Zaidín/Saidí, Bajo Cinca, Huesca, 1951)   no busca, de entre el desván de su infancia, ancestros, adolescencia y juventud,  lo más épico y trascendente,  sino la chispa de una anécdota chocante, sorprendente, extraña, paradójica o reveladora. 

   Esas simples anécdotas, que suelen dar título a cada uno de los veinte capítulos de que consta la historia, acaban reflejando un contexto social e histórico más complejo: la España rural y franquista de los años 50, la migración del campo a la ciudad,  la represión policial y las luchas universitarias, la sordidez del servicio militar, la salida al extranjero donde el protagonista comprueba  que otro mundo más libre es posible, la emigración laboral, esta vez a Catalunya, la vuelta a Zaragoza, eterna ciudad de acogida, etc. .

   Y en medio de todo ese trajín, Andreu, un niño despierto e inquieto, nacido y crecido entre dos lenguas, entre dos familias social y antropológicamente distintas de un mismo pueblo, entre dos visiones de España y su  último conflicto civil (la que le da su familia y la que le ofrecen la Universidad y sus amigos) va creciendo y forjando un espíritu rebelde y contradictorio, ingenuo y generoso a la vez.

   El relato está escrito con un lenguaje, sencillo y desnudo donde el autor, víctima tal vez del peso de su oficio periodístico,  intenta dejar que los hechos hablen y seduzcan por sí mismos,  sin excesivos alardes de estilo.

   Para contrarrestar esa carencia, Mario Sasot incluye, en cada uno de los capítulos, unas introducciones  en forma de poemas narrativos breves, que resultan bastante eficaces para adelantar al lector el contenido de cada historia y ponerle en antecedentes del hálito y el espíritu que la recorre.

   Los paisajes crepusculares de Zaidín, el Bajo Cinca, El Segriá, Les Garrigues, son también protagonistas activos en la primera parte de la obra. Las calles y barriadas de Helsinki, las empinadas colinas que rodean Santa Coloma de Gramenet y, sobre todo, la ciudad de Zaragoza, conducen al lector por los senderos de la nostalgia y el misterio.

   El humor, la ironía como arma defensiva contra la petulancia y la autocomplacencia de lo narrado son otros de los ingredientes interesantes de  la novela.  

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