Miguel Sánchez-Ostiz, rumbo a no se sabe dónde


Por Carlos Calvo

  Lleva publicando diarios desde 1985 y, con el tiempo, se ha dado cuenta de que escribir de uno mismo no tiene excesivo interés. Quizás de otro, del doble, de la personalidad gemela, del personaje que se pone en escena, sí, pero de uno mismo no.

    Escribir un diario puede responder a la necesidad de decir de la manera más cruda posible todo lo que no puede ser confesado públicamente. Pero el pamplonés Miguel Sánchez-Ostiz, de él hablo, se agota, se ha hecho mayor, casi sin darse cuenta, y ya no quiere emprender viajes sin objeto. No se trata de volver el rostro hacia la pared y echarse a morir, sino de cambiar de rumbo, de alejarse del ruido, de procurar no hacerlo repitiendo hasta la extenuación lugares comunes y de intentar ver algo en claro en esta época de oscuridades.

  Así nace ‘Rumbo a no sé dónde’ (Pamiela, 2017), su nuevo dietario que se suma a sus anteriores ‘La sombra del escarmiento (1936-2014)’, ‘Con las cartas marcadas’, ‘El asco indecible’, ‘Idas y vueltas’, ‘Vivir de buena gana’, ‘Sin tiempo que perder’, ‘Liquidación por derribo’, ‘La casa del rojo’, ‘El santo al cielo’, ‘El árbol del cuco’, ‘Correo de otra parte’, ‘Mundinovi, gaceta de pasos perdidos’ o ‘La negra provincia de Flaubert’. Pero no solo de diarios ha malvivido Sánchez-Ostiz (al que conocí, de la mano de Julio José Ordovás, en la pasada feria libresca de Zaragoza, con ocasión de la presentación de su novela ‘Las pirañas’, reeditada por la editorial zaragozana Limbo Errante), pues su producción literaria se agranda con crónicas de viajes (‘La isla de Juan Fernández’, ‘Peatón de Madrid’, ‘Cuaderno boliviano’), novelas (‘Perorata del insensato’, ‘El botín’, ‘El escarmiento’, ‘Zarabanda’, ‘Cornejas de Bucarest’, ‘La calavera de Robinson’, ‘El piloto de la muerte’, ‘La nave de Baco’, ‘En Bayona, bajo los porches’, ‘El corazón de la niebla’, ‘La flecha del miedo’, ‘No existe tal lugar’, ‘Un infierno en el jardín’, ‘La caja china’, ‘La gran ilusión’, ‘La quinta del americano’, ‘Tánger Bar’, ‘El pasaje de la luna’, ‘Los papeles del ilusionista’), poemarios (‘La marca del cuadrante’) o ensayos (‘Lectura de Pablo Antoñana’), sin olvidar la multitud de textos dedicados a la figura y a la obra de Pío Baroja, se ponga como se ponga (o no se ponga) el “experto” José Carlos Mainer (sin guion, por favor).

  El escritor pamplonés, entre reflexiones y reflexiones broncas y a su vez líricas, contundentes y desesperanzadas, va hablando de su obra en general para llegar a la conclusión de que la capacidad crítica está bajo mínimos y la ceguera moral hace incomodar a las gentes de las artes, las letras y la política si les llevas la contraria. El sistema cultural y político está más blindado que nunca y el miedo se ha impuesto. El del servilismo. El de perder lo poco que se tiene. Decididamente, Sánchez-Ostiz no se deja que le hagan aplaudir con las orejas, que es una marcha que se toca mucho últimamente. Escribe sus diarios para expresar el desconcierto y el barullo. Los necesita. También para desahogarse. Porque que, según quién firme las cosas, el trato es uno u otro. De la misma forma que la verdad depende del aplauso, de la forma, del dinero.

  El título proviene de una canción cabaretera de la década de 1950, cantada en las barracas de feria de la infancia navarra del escritor, que entonaba un payaso apaleado a la puerta del teatro Argentino. Una barraca de feria “entre olores a fritanga, orina, sudor, vinazo, Pamplona y Sanfermines”. Un rumbo “a no sé dónde”, esto es, “porque no lo sabemos, porque yo, al menos, no lo sé”. Miguel Sánchez-Ostiz, en efecto, ignora cuál va a ser su futuro, si es que lo tiene, por edad, por situación personal y social, cuál la época que vamos a vivir. Los optimismos de cara al futuro no son más que pamplinas para él, “sin plan de pensión, sin jubilación ni un seguro médico plausible”.  Esclarecedora, en cualquier caso, es la ilustración de la cubierta del libro, un fragmento de ‘Vuelo de brujas’, de su admirado Goya, que acompaña al escritor desde hace años como emblema de la zozobra. Un buen emblema de su propia vida, efectivamente, con ese personaje que sale de escena con una sábana por encima de la cabeza y haciendo la higa con los dedos de la mano.

  En las primeras páginas de ‘Lo que está mal en el mundo’, Chesterton escribe sobre los hombres que son más necesarios que el resto. Son esos tipos a los que, cuando les viene una hostia, lo convierten en una oportunidad. Está mal tocar el violín mientras arde Roma, sostiene Chesterton, pero está bastante bien estudiar la teoría hidráulica mientras arde Roma. Así que Miguel Sánchez-Ostiz estudia la teoría hidráulica en mitad del incendio. Como una forma de dejar algo –su denuncia- en medio del paisaje de ceniza y humo que ha padecido y ve venir. Nada le hace ilusión. Cuando le hablan de la felicidad, la cursilería de la palabra hace que le parta en dos de risa. Lo ideal, al modo de Josep Pla, es hacerse todas las ilusiones del mundo y no creer en ninguna. Decepcionante, deprimente, qué se le va a hacer.

  Olvidamos con demasiada facilidad, condenamos hechos reprobables, pero si se repiten mucho nos abruman y aburren, y pasamos a otra cosa sin preguntarnos por sus trastiendas. Sin embargo, el escritor pamplonés es un preguntón, todo lo quiere saber, como debe ser, y no acepta lo que se nos dice como si fueran consignas disfrazadas de información. ¿Cuáles son nuestros verdaderos valores? ¿Quiénes son nuestros verdaderos enemigos? ¿Qué entendemos por censura y qué no? ¿Qué por libertad de expresión, por convivencia entre extraños? ¿Qué por construcción de un espacio común, de verdad habitable y plural más allá del dogma del correcto bien pensar y de una multiculturidad que procuramos de hecho no vivir o lo menos posible? ¿Se reduce la libertad de expresión a la burla y a la ridiculización de aquel a quien consideramos nuestro adversario o enemigo ideológico? ¿O a quien nos venga en gana, porque sí? ¿Hay o no violencia en la burla? ¿Dónde empieza el estado de sospecha, la intolerancia, la xenofobia, el racismo? ¿Por qué podemos burlarnos del islam y no de los judíos, algo que no se le ocurre hacer a nadie? ¿Estamos en posesión de la verdad? ¿De qué verdad? ¿Rechazo del terrorismo o apoyo incondicional a unas medidas antiterroristas conducentes a establecer un estado de excepción permanente? Sánchez-Ostiz lo pregunta y le gustaría saber la respuesta. Pero miente. La sabe y no le gusta.

  Escribe el autor de ‘Rumbo a no sé dónde’ que “muchos utilizan sus cátedras universitarias, o sus editoriales, o sus medios de comunicación –algunos con sus jubilaciones de lujo-, para denunciar el sistema del que han vivido, que les ha acomodado y, en algunos casos, enriquecido”. Digan lo que digan, los que no quieren cambio social alguno –la turbia banda del marqués de Vargas Llosa, pone de ejemplo Sánchez-Ostiz-  denuncian la actual situación porque se dan cuenta de que cambian los vientos y estos pueden dejar de serles favorables, pero, hasta ahora, se han aprovechado de esa situación social y política desde cargos o puestos públicos, o con prebendas a ellos aparejadas, un batiburrillo en el que participan derechas e izquierdas, no solo las fuerzas y las bandas neoliberales. “El que rechista y estropea la farra, tanto en público como en privado, se queda fuera”, advierte.

  Y continúa; “Si no eres del agrado de los bonzos que manejan la sensibilidad y el relato dominante, y hacen correr las consignas que van con ellos, no existes y tus trabajos resultan risibles. Todo lo que no sea ellos y sus amigos es despreciable y sectario. Y así vamos tirando. Porque muchas veces no nos atrevemos a decir lo que, en realidad, pensamos. El peor de los secretos, el que impide expresarnos con verdad y nos obliga a hacerlo, no según nuestra conciencia, sino al dictado de más fuerte, el que maneja la vara de mando y la ley como una recortada”. Nuestro silencio es también una forma de dominación.

  Acaso, a cierta edad, es mejor el silencio que andar pegando voces porque te toman por loco, y en las películas en las que el voceador anda por los descampados, a este le apedrean. Como un cinéfilo empedernido, Sánchez-Ostiz gotea películas del cine turco contemporáneo, también de Sautet y Fassbinder, de Schlöndorf  y Francesco Rossi, de Polanski y Derek Jarman, de Scola y Berlanga, de Schroeder y Herzog, de Sheridan y Percy Adlon, de Greenaway y Fellini, de Chabrol y Truffaut, de Buñuel y Bogdanovich, de Orson Welles y Héctor Olivera, de Kaurismaki y Sorín, de Risi y Pasolini, de Larraín y Raúl Ruiz, de Huston y Pollack, de Ford y Cayatte, de Cuerda y Claude Lelouch. Un cine que le conmueva y le emocione. No pide más. Hay películas que son para él puertas de socorro, “como lo es Telemann en sus cuartetos para flauta, violín y viola”.

  Miguel Sánchez-Ostiz ya tiene una edad, no es ninguna broma, y la realidad es que ha jugado y ha perdido. Todo lo demás es un disco rayado o una foto fija ya muy manoseada. Lo que queda es reminiscencia, relleno, inquietudes materiales si no has andado vivo. Y se pregunta por fuerza para qué y quién escribe. Y que no está ya para lirismos ni para virguerías esteticistas. Y sabe que lo que no ha conseguido ya no lo va a conseguir, que está más muerto que vivo, y así son las cosas, sin querer explicarlas, que es peor. O porque no las entiende ni él mismo. Lo que está claro es que con el paso de los años el horizonte se le achica de manera alarmante, tanto que se le echa encima como puerta de celda, y la geografía también. A cierta edad no cambias tan fácilmente de rumbo, no cambias a secas. Como mucho, te mantienes vivo. Y si se está bajo sospecha, es para siempre. Hay que contar con eso.

  Acaso lo mejor sea callar, pensar con Chirbes que si te miras al espejo no cabe otra que pensar que siempre se pudo hacer más de lo que se hizo. Una escritura, en el fondo, es bien poca cosa. Una escritura muerta por no leída o en balde, cosa del pasado. Sánchez-Ostiz reconoce que a veces se equivocó y eso no tiene remedio, o no tiene otro que el literario, pero otra cosa es que no se deje adoctrinar ni amonestar por nadie. Sermones, ni uno. Y comprueba que, tarde o temprano, los amigos de sus enemigos no pueden ser sus amigos. Pero, sobre todo, lamenta la muerte de Chirbes. Le echa en falta. Porque se ha dado cuenta, maldita sea, de que los maleantes que nos tienen sometidos seguirán cometiendo fechorías en nuestro perjuicio y en apoyo de la oligarquía que nos quiere cada día un poco menos libres. Aunque siempre nos quedarán los versos de la gran Dorothy Parker: “Las navajas cortan, / los ríos mojan, / los ácidos manchan / y las drogas acalambran. / Las armas están prohibidas, / los lazos se sueltan, / el gas huele que apesta, / tampoco está tan mal la vida”.

  Admirador de Céline, el pamplonés hace literatura de riesgo, inacabable: “Si escribo de aquellos asuntos públicos que me irritan, tengo los lectores asegurados, aunque dude de que lo que escriba sirva para otra cosa que para hacer ruido. En cambio, si escribo de aquello que creo es más mío, más literario o más emotivo, los lectores desertan. Algo que me recuerda a los corros de charlatanes callejeros cuando la mercancía que ofrecen está muy vista o llueve”. En fin, toda una declaración de intenciones en cuanto a los gajes de su oficio. Cree el autor que detrás de un dietario tiene que haber “un proyecto de vida, una vida a secas que merezca la pena ser contada, un combate con uno mismo, con el medio, una pesquisa del sentido de la propia vida, por mucha farfolla literaria o novelesca que le eches encima”, a la manera de un Umbral, un Torrente Ballester, un Claude Roy o un Julio José Ordovás.

  Y, en su notas dispersas –otra vez Pla-, Miguel Sánchez-Ostiz (des)organiza  por escrito sus impulsos últimos, del último tiempo, al menos en lo público, porque “en lo privado ha sido otra cosa que solo en ocasiones se ha colado en este dietario”. No dejen de leerlo, aunque diga el autor que no se reconoce en sus primeros diarios. ¿Sucederá lo mismo con este dentro de veinte años, si está para celebrarlo? Un ejercicio de sinceridad con rumbo a no se sabe dónde…

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