Libros de viejo

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Por Carlos Calvo
Fotografías de Rafael Esteban

     Hay ocasiones en que las estadísticas abandonan su frialdad y nos producen sensaciones. Saber que el sesenta por ciento de los zaragozanos jamás compra un libro me transmite un terror pálido. Los especialistas separan adecuadamente el analfabetismo total del analfabetismo funcional.

    Una familia en la que no se compra jamás un libro es una familia de analfabetos prácticos. Tradicionalmente, el analfabetismo ha sido un instrumento de las clases poderosas para perpetuar la explotación del hombre por el hombre. El libro es un arma de conocimiento para que los que están debajo de la pirámide social se den cuenta de que su situación no es una condena metafísica, sino el producto de unas condiciones históricas. Me pongo así de pedagogo porque ese sesenta por ciento es una llamada a la acción para corregir la situación cultural que origina el dato. Hace falta ser conscientes de que la cultura es cosa de todos y que cada uno debe asumir su responsabilidad.

     Y no es cuestión de defender el libro por una manía fetichista o una mera reivindicación del humanismo libresco, aunque nadie puede negar que históricamente el concepto del ‘hombre’ ganó en hondura con la circulación del libro. Por supuesto que la fama literaria puede ser inmediata y eterna, pero también esquiva y fugaz. Son numerosos los literatos que escriben pensando en la posteridad. Son pocos los que la alcanzan. Y son muchos los que en un momento creyeron rozarla y luego la vieron alejarse, acaso para siempre; en ocasiones, por razones en las que lo extraliterario tuvo su peso.

     Ahora se cumple la décima edición de la feria del libro viejo y antiguo de Zaragoza y se puede comprobar la cantidad de libros que lograron gran difusión en su momento, pero que no impidieron, con el paso de los años, una progresiva postergación. Este año participan librerías aragonesas, valencianas, madrileñas y navarras. Textos antiguos, publicaciones descatalogadas, grabados y mapas, tebeos y postales, programas de cine y carteles, álbumes de cromos y un sinfín de materiales literarios de otras épocas se pueden encontrar en las trece casetas instaladas para la ocasión. La lectura del pregón de esta edición corrió a cargo de Ángel Artal, cardiólogo y bibliófilo, y habló de sus primeros contactos con el mundo del libro, de cómo se le despertó su pasión por la lectura.

    La feria imprime un nuevo aire al centro de Zaragoza. El color amarillento de los libros y su olor a viejo inundan la céntrica plaza de Aragón, donde la nostalgia se entremezcla con la pasión por la buena literatura y la ilusión de un libro recuperado. La curiosidad y el recuerdo son los sentimientos que mueven a muchos de los lectores a acercarse por las casetas. Y, como todos los años, uno también se acerca por estas instalaciones para preguntar a los posibles compradores la clásica interrogante: “¿Qué libro está buscando, amable lector?”. Veamos.

     Antonia Álvarez (panadera)

    –Acabo de comprarme ‘El advenimiento de la República’, de Pla, por cuatro euros y en esta edición tan bonita. Ya sabrás que los catalanes nuevos y viejos son muy versátiles y utilizan el idioma según les conviene. Cuenta el escritor el caso de Rosita, una entretenida, liada con un fabricante de Tarrasa que le obligaba desde que salieron de Barcelona hacia las Cortes a hablar castellano. “¿En la intimidad también?”, se pregunta Rosita. “También. Figúrese que solo me permite desahogarme cuando… está en el punto culminante del acto”.

     Lourdes Rodríguez (camarera):

    -Por unas pocas monedas me he hecho con este libro pequeño y fragante, de tapas azules, poco mayor que los de la colección Crisol de Aguilar, que tanto me gustaban, con unas pocas ilustraciones de dibujos estilizados. Es una edición de ‘Elegías de Duino’, del poeta Rainer Maria Rilke, ese viajero sofisticado, flaco de ojos hondos, bigote fino, mochila al hombro, silencioso y obsesivo que encontró en España su paisaje metafísico. Aquel hombre de la Europa industrial halló aquí un pasmo de país monótono y colmado de expectativas para su apoteosis lírica.

     José Carlos Ruiz Cebollada (verdulero):

    -Soy coleccionista de novela popular española y siempre vengo a esta feria por si descubro alguna rareza. Hay mucha confusión en este tema. A Corín Tellado, pongo por caso, no la leían solamente las trabajadoras de la fábrica y la chachas, sino también las señoras de clase alta. El término de “novela rosa” viene de una colección de la editorial Juventud, que llegó a publicar, antes de la guerra, unos quinientos títulos románticos de autores europeos. Pero tengo todo tipo de géneros. Lo más antiguo son unos aleluyas impresos en un solo pliego, que se colgaban en las tiendas de ultramarinos. El comprador los leía en voz alta a un público analfabeto. Lo más antiguo es la literatura de cordel, llamada “romance de ciego”, del XVIII. En el segundo tercio del XIX encontramos un precedente más inmediato de la novela popular: el folletín. Para incitar al lector, se publicaba por entregas.

      Lorena Nieto (farmacéutica):

    -He encontrado este ejemplar de un escritor ejemplar, William Burroughs. Se trata de ‘El almuerzo desnudo’, una obra que a lo mejor se conoce pero poca gente se la ha leído entera. Hay una parte de este escritor que me emociona mucho, cuando decía lo de “siento nostalgia de los escritores cuando luchaban en las calles”. Es una nostalgia por una época de viejos héroes culturales, de bandidos, de forajidos, de anarquistas, que luego acaban siendo manipulados, claro.

     Antonio Nieto (pintor de brocha gorda):

    -Recuerdo una mala novela que leí en mi juventud y que fascinaba a las mujeres de mi familia y parecía dedicada a la sección femenina de la falange: ‘Cristina Guzmán, profesora de idiomas’, por Carmen de Icaza, conservadora tradicionalista, complaciente y narcisista. Literatura femenina, pero mala. Su segunda novela, ‘Vestida de tul’, la acabo de ver en esta feria y la he comprado. Esta era el colmo: exaltaba la vulgar aspiración a un matrimonio católico con un novio de provecho, entre velas y flores, los cánticos de una escolanía de voces blancas y con la asistencia de la mejor sociedad. Escribir como Carmen de Icaza es lo que no se debe hacer en ningún caso. Literatura femenina buena la podemos encontrar a mansalva: Soledad Puértolas, Carmen Martín Gaite, Rosa Montero… Y tantas que son profundas y admirables.

    Piedad Aranda (limpiadora):

    -Te voy a leer un fragmento del primer capítulo de ‘Bilbao-New York-Bilbao’, que he comprado hace un rato y me ha conmovido: “El día que le dijeron que le quedaban pocos meses de vida, mi abuelo no quiso volver a casa y llevó a mi madre al museo de bellas artes de Bilbao. Mi madre nunca olvidaría aquel día; cómo la misma tarde que le anunciaron que se iba a morir, el abuelo la llevó a un museo. Cómo trató, en vano, de que la belleza se mantuviera por encima de la muerte. Cómo se esforzó para que mi madre guardara otro recuerdo de aquel día tan desgraciado. Mi madre siempre recordaría aquel gesto del abuelo. Era la primera vez que entraba en un museo”.

     Agustín Palomares (leñador):

    -Acabo de encontrar en la caseta navarra un ejemplar de ‘Escribir’, de la francesa Marguerite Duras. Escribir, en efecto, fue siempre lo único que llenó su vida, lo único que la separó de la locura. Su biografía fue terrible y sórdida, una mujer que nunca dejó de escribir desde la dura presencia de su pasado, el momento mismo del dolor más íntimo. Según cuenta la leyenda, Eugène Savitzkaya y Hervé Guibert advirtieron que, una vez muerta, acudirían a mearse en su tumba.

     Mario Blázquez (dentista):

    -El wéstern más grande, literalmente shakesperiano y violento, es ‘Meridiano de sangre’, de Cormac McCarthy, que he comprado en una de las casetas valencianas. Harold Bloom confesó sentir pasión por la novela y dijo que era un libro más memorable y duro que cualquiera de los de Pynchon, DeLillo o Roth. El género ha mutado en historias fronterizas, abordadas muchas veces por autores mexicanos, o de carretera con huidas, personajes que viven al límite y mucha violencia. Incluso la novela histórica romántica contemporánea cuenta con un género específico en sus argumentos con obras de calidad. Algo lógico si tenemos en cuenta que en aquellos libros siempre hubo grandes romances, con autoras como Linda Howard, Leigh Greengood, Elizabeth Lowell, Sara Donati, Rebecca Brandewyne o  Carolyn Davidson.

     Eugenio Martín Solera (expresidiario, en libertad condicional):

    -Me he surtido de unas cuantos libritos de bolsillo de los tres grandes nombres de la literatura del oeste española: José Mallorquí, Marcial Lafuente Estefanía y Francisco González Ledesma (alias Silver Kane). Dispares en calidad y fama, les une el haberse forjado como novelistas en la sórdida posguerra, donde escribir, lejos de ser un oficio noble, era una cuestión de subsistencia.

     Gonzalo Pérez Carbó (cartero):

    -Siempre me ha entusiasmado la poesía. A ver si encuentro algún libro raro que me seduzca. Para mí, Quevedo era el mejor. Hizo profesión de fe de la incorección política en su época. Cansado de justificar las tropelías del conde duque de Olivares, el poeta prefirió hacer caso a su conciencia en lugar de a su conveniencia, y empezó a publicar los males de aquella España que comenzaba su decadencia. Ni qué decir tiene que su audacia y su patriotismo le costaron, primero, su carrera política; después, la cárcel, y, por último, la muerte, a resultas de la enfermedad contraída en su cautiverio en una fría y lóbrega celda saturada de humedad. Ese es, por desgracia, el pago que suele dar la patria a sus mejores y más valientes hijos, ya sea con la pluma o con las armas. España necesita hoy de muchos ‘quevedos’ porque no acaba de encontrarse el pulso: ni el político, ni el económico, ni el ético. Y no es de extrañar, viendo el pago que en el pasado han recibido quienes se atreven a llamar a las cosas por su nombre. Qué más quisiera yo que parecerme un poco a don Francisco de Quevedo y Villegas, no solo en la pluma o en sus habilidades como espadachín, sino sobre todo en su valentía.

     Torcuato Tocón (exfutbolista de segunda regional):

    -Acabo de comprar ‘Lolita’, de Nabokov, un autor que me apasiona. Este ejemplar es de una edición mexicana y me apetece volver a él. Poco antes de morir, una revista entrevistó al escritor. A la pregunta del periodista sobre qué debe tener todo buen libro respondió: “Las únicas cosas que necesita son estructura y estilo; las grandes ideas son desecho”. Lo que contestó el escritor ruso nacionalizado estadounidense vale para la literatura pero también para el fútbol: un gran equipo lo es cuando cuenta con una estructura en el campo y un estilo de juego definido. Se supone que las ventas de ejemplares y los triunfos en los estadkios son la consecuencia lógica de estos dos factores imprescindibles.

     Sor María de los Ángeles (religiosa):

    -Siempre con mi admirado Ortega y Gasset. La palabra es sacramento de difícil administración, sentenciaba. Palabras gruesas y amables. Acertadas y descarriladas. La palabra es mágica. Ama por el placer de amar. La vida se parece a esas palabras que brotan interminables, retóricas, grandiosas y banales. Luego vas corrigiéndolas hasta dejarlas en su esencia en lo poco que importa. En lo que verdaderamente importa y señala el rumbo final de la vida y materia de juicio: el amor. Lo recordaba el santo africano, Agustín de Hipona: ama y haz lo que quieras. El amor alcanza su expresión máxima en la palabra encarnada. Es viva y eficaz y penetrante. Alcanza hasta partir el alma. Discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. La palabra queda entonces alejada de esas viejas palabras que vuelven a nuestras manos y pupilas y que ahora se escriben y leen sin vergüenza hasta donde los límites de nuestra fe alcanzan.

     Amparo Parada (en paro):

    -Quiero mostrarle mi austero homenaje a Cela de la manera más noble, desde una de sus piezas más bellas, la que tengo entre manos y que, he de reconocer, me fascina. ‘Judíos, moros y cristianos’ es el recorrido de un vagabundo, heterónimo o trasunto del mismo autor por las tierras que en su día llamamos Castilla la Vieja, por esos pagos aridísimos que, en 1956, eran pueblos sin ferrocarril, sin más agua que la que dios manda y la tierra quiere devolver. Pueblos sobrios y ahorcados a la fuerza. Pueblos místicos y heroicos. Una ruta por sus castros, conventos, aldehuelas, regatos, castillos, puentes, viñedos… Algo cansada de esa literatura de viaje que no es más que prolongación de guías al uso, hacer esta ruta con tamaño Virgilio es empresa muy recomendable. Y aunque el autor se disfrace de vagabundo, sin más oficio que dejarse hacer por las horas, cualquier itinerario que nos cuenta tiene altura caballeresca, que no es un perro el que camina por Castilla, sino un ser humano. Y anda silbando con su dignidad y su incesante reflexión.

     Rubén Montana (jubilado):

    -Sería triste que de Machado supiéramos solo por Serrat, como de san Juan de la Cruz por Amancio Prada, y no por la ávida lectura de sus textos. En toda la feria no he podido encontrar ningún libro de Antonio Machado… ¡ni de su hermano Manuel! A Machado ya no se le lee. Todos los que aprendimos a leer en serio lo hicimos empezando por el poeta sevillano, que nos ponía la tierra cerca, y aprendimos que las cosas que se muestran, como el río, el árbol y el pájaro, tienen un envés -¿por qué le gustará tanto esta palabra a Antón Castro?- que las sitúa más allá de lo visible. Decía Cela que Machado era el hombre más bueno del mundo, una bendición que jamás he oído en boca de nadie.

     Consuelo García Pelayo (comadrona):

    -No he podido encontrar nada de Philip Roth, mi ídolo, mi amor. En cada una de sus novelas construye una sinfonía del dolor, de la rabia, de la frustración de cada día. La búsqueda de la tierra prometida se transforma en caminata a la intemperie, en el asfalto, en laberintos urbanos de mal augurio. Todo termina mal y parece que el destino de todo consiste en terminar mal. La escritura es rítmica, llena de explosiones de ingenio callejero, sinuosa, soberbia. Si una tiene buen oído, la música se escucha a pesar de todo, a cada rato. Ya lo decía el crítico Eusebio Donato, que de literatura el señor Roth sabía un rato.

     Andrea Leiva (charcutera):

    -A ver si encuentro literatura de Ernesto Sábato y de Borges, que tengo una cuenta pendiente con uno que va de listillo y me ha rebatido que el primero nunca dijo del segundo que era un escritor de torre de marfil, no del ser humano sangrante, es decir, escribía de lo suyo y era ajeno a las preocupaciones del hombre ordinario. ¿Se solucionan los problemas poniendo sangre en las navajas? ¿Se solucionan mejor  con la conversación en torno a la lumbre?

     María Rosa Lamas (electricista):

    -La ciencia ficción tiene unos orígenes inciertos y una protohistoria que suele ser ignorada en aras de potenciar la vertiente más banal de un tipo de género que, en sus primeros tiempos, muchos escritores cultivaron desde un posicionamiento utópico cuando no directamente revolucionario. A ver si encuentro algo de los pioneros de la ficción científica rusa y descubro algunas de esas miradas a través de sus relatos. De momento, he comprado un ejemplar de un tal Alekséi Aputjin y otro de un tal Serguéi Mintslov.

     Ricardo Hoyas (panadero):

    -A ver si encuentro el libro de Paco Umbral ‘Yo iba a comprar el pan’. La columna vertebral de Umbral son sus columnas, el pilar de su producción. Umbral firmaba todos los días un manifiesto personal en sus columnas, que forman un forcejeo con la realidad. La columna de Umbral es un cuerpo a cuerpo con el lector. Es creación literaria, libertad de pensamiento y periodismo informativo. Larra, Ruano y Umbral son los grandes referentes del columnismo español.

     Carlos María Portolés (conserje):

    -He comprado esta biografía en torno a Norman Mailer escrita por su mujer, Adele. Norman Mailer era el aspirante. Era un judío de Brooklyn pequeño y duro. Esperaba en su esquina. Ensayaba fintas en el salón. Norman Mailer estaba en México cuando Ernest Hemingway se voló la cabeza con una escopeta del calibre doce. Norman Mailer declaró que la muerte de Hemingway despertó secretas alegrías en el corazón de todos los chupatintas. Dijo que Hemingway era el muro del fortín. Dijo que era el hombre que había aportado la fuerza para creer que aún se podía echar abajo el pasillo del hospital y vivir junto al aliento de la bestia. Dijo que era el hombre que asumió la parte cotidiana del horror que le corresponde a cada uno. Hemingway dejó el campeonato vacante. Mailer saltó a la lona. Se deshizo de la piedad.

     Lorenzo Fleta (tornero):

    -Busco lecturas antiguas para revisitarlas, que también para Borges era más importante la segunda o la tercera vez. Y recitar despacio poemas de los dos Machado sin establecer comparaciones injustísimas. Y sosegarse, que como es curso electoral ya empieza la tormenta preparada, los mensajes diseñados para excitarnos, la catarata de noticias cocinadas, las trampas, los juegos amañados de tahúr, la venta de elixires de los charlatanes, la disputa atroz por los restos desabridos del banquete.

      Jerónimo Blasco (brazo derecho del alcalde de esta ciudad inmortal):

    -¿Quién dijo que la gloria no es más que el rumor del viento en los oídos? ¿Shakespeare? No. ¿Cervantes? No. ¿Cela? No. Este fue el que dijo que algún juez debería llevar una lucecita en mitad del entrecejo para avisar del peligro. ¿Entiendes, somardón? Publica, publica, en tu ‘pollo’ de los cojones…  

     ¿Cómo? ¿He oído bien? ¿Me estará el gachó tomando el pelo? ¡Pero si soy calvo, como el atún! En fin, que doy por finalizadas las preguntas antes de que la cosa se pongan peor. Me cruzo, no obstante, con una mujer que lleva entre sus manos una joya bibliográfica local. Se trata de un ejemplar de ‘Generación del 65’, una antología de poetas hallados en la facultad de filosofía y letras de la universidad de Zaragoza. Está buenorra la tía. Tiene los ojos azules, la piel clara salpicada por pecas y la melena rubia y al aire. Luce unos pendientes coquetos, un vestido ceñido y una rebequita azul desvaído. Nada parece indicar que la mujer que tengo enfrente sepa, en realidad, qué libro acaba de comprar. La abordo y me sorprende. Tiene un voz dulce, sensual: “Es una edición de 1967 de Juan María Marín y Fernando Vilacampa, con un prólogo de Miguel Labordeta. El libro tuvo muchos problemas con la censura, que ordenó destruir la tirada. Existía un ejemplar en la biblioteca personal de Domingo Ynduráin y este se lo acabó regalando a Ana María Navales. Sin esperarlo, ahora tengo en mi propiedad este ejemplar que debe ser el segundo que queda de la tirada destruida. ¡Y solo por cinco euros!”.

     Me dice que se llama Marisol Rabanaque y que es una bibliófila empedernida. La invito a tomar algo y acepta. Está anocheciendo. Creo que me la puedo ligar. De momento, ya me ha dejado tocar el libro. No vamos demasiado lejos del ferial y nos metemos en uno de esos garitos que venden tapas medio podridas, el camarero no se lava el pelo o tiene las uñas sucias y la televisión está a toda pastilla. Nos sentamos en un taburete, pedimos las consumiciones y, mientras nos quedamos mirando los caretos de la gente, hablamos y hablamos, de lo divino y de lo humano. Cuando estamos a punto de largarnos, entra un viejo hecho polvo, después de aparcar su carrito lleno de cartones en la puerta. Despide un olor raro, como a oso. Va a sentarse a una mesa cuando suena una voz muy extraña que parece provenir de una garganta de madera o sucedáneo que dice de un modo terminante:

     -Tú aquí no te sientas.

    Habla la silla.

    -Lárgate, guarro- agrega otra voz similar.

    Habla la mesa.

    El viejo parece confuso pero no tarda en reaccionar y le pregunta a la silla:

    -¿Por qué no voy a sentarme?

    -Porque te apesta el culo- responde la silla.

     Atónitos, nos levantamos del asiento, pagamos nuestras consumiciones y nos despedimos del camarero. Salimos de allí pitando. Para mi sorpresa, la Rabanaque me invita a cenar en su casa. Es una casa solariega, imponente, repleta de libros, por aquí y por allá. Luego, la engatuso para que me deje dormir a su lado. Y follamos. De madrugada, aprovechando su éxtasis dormilero, me levanto, cojo el libro y me largo. A la mañana siguiente, quedo con Pepe Velero y, tras unas negociaciones duras e insistentes, le coloco el libro. La rubia pecosa, que de estrecha no tiene nada, se pone en contacto con el inspector Mainar. ¡Aquí no se mueve nadie!

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