Colchón de púas: «Los trabajos del mar», de José Emilio Pacheco

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Por Javier Barreiro

     Leo que ha muerto el poeta mejicano José Emilio Pacheco, Premio Cervantes 2009 pero más conocido en este país porque se le caían los pantalones en la entrega de dicho premio, por unos tirantes mal ajustados.

    Cuentan que la causa de su muerte fue un golpe en la cabeza que se propinó al tropezar con los libros apilados en su estudio. A los que acumulamos tales inutilidades, enseguida nos sobreviene el pensamiento de que así terminaremos nosotros. Sea como sea, me acuerdo que hace unos años de nada le dediqué una reseña a su libro Los trabajos del mar y aquí la recupero.

    Nadie ignora que en los tiempos que nos contemplan todo lo que trascienda algún ribete de ternura, sentimentalismo o humanidad, en el sentido más ramplón de la palabra, resulta anómalo, exhala un tufillo de moralina voluntarista, está –en dos palabras- mal reputado. Lo que ni me parece bien ni me parece mal. Lo de ir con el corazón en la mano siempre da un poco de risa, y a mí el primero. Como también me produce alguna hilaridad –entreverada, a veces, de estupefacción, es cierto- la eclosión de mediterraneísmo, mitología de manual (¡ah, la otra, que pocos servidores congrega!) y sensualismo de pacotilla que encontramos en las trochas que desanda actualmente nuestra poesía más jaleada.

   Por eso, este libro de José Emilio Pacheco, que apareció ya hace algunos meses y en el que fluyen con no exiguo caudal las pulsiones del alma que arriba se citaron, ha sido, probablemente, poco considerado.

 
     En la espléndida tradición de la poesía mejicana –no va por ti, Aridjis- Pacheco (1939) ocupa desde hace varios años un sitial indiscutible. Y disculpe por las palabras delicuescentes pero, a veces, encasquetarse el birrete de dómine y proferir trivialidades ejerce su efecto. Lo que bien debe saber este poeta que, a menudo, se trasviste –no sé si malgré lui- de moralista y resulta un algo espeso. Son las menos. No es esta, desde luego, una poesía que deslumbre por su fulgor, no es Pacheco un bardo adscrito a la llamada “poética del silencio”, que, sutilmente, prorrumpa y cale. Sus poemas no explotan con fuerza en las fauces ni abrasan con un contenido fuego la entraña de quien los aborda.

     Pacheco, que, por voluntad, formación y contexto, asume el culturalismo y el rasgueo cernudiano frecuente en la última poesía mejicana, se mueve entre la aguda precisión guilleniana y y el solidario patetismo de Vallejo. De los abismos de este último le salva su literaturización, que no su distanciamiento. El mejicano juega con heterónimos, se apoya en textos de otros colegas, juguetea y se entrega al pastiche, fiel a su convicción: la inexistencia de originalidad poética. Leal a la ya vieja propuesta del protagonismo que en el poema asume cada lector. Un imprescindible polvoreo irónico completa la tarta.

    Tal vez cercano a Borges y Barth en la desconfianza sobre las posibilidades combinatorias del lenguaje, el escritor siembra literatura, tautologiza el referente. De ahí su defensa del anonimato, su renuncia a participar en la irrisoria feria de vanidades que se le ofrece al escritor exitoso. Actitud que se vincula a su desprecio a cualquier forma institucional. Su pertinaz acoso al Poder recuerda al mejor Hinostroza: “No hay nadie que del Poder salga ileso”. O, apoyándose en Saint-Just: “El arte de gobernar no ha producido sino monstruos” Este énfasis aforístico se redime por la deliberada precariedad de este no-aspirante a salvador. El poeta comparte con Hobbes el criterio de que la vida es breve, brutal y sombría. Y, aun así, o por eso, no hay ningún mal que pueda serle/sernos ajeno.

Publicado, con el título de “Por la unánime filantropia”, en El Día, 9-XII-1984.

Más información: http://javierbarreiro.wordpress.com/

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