Trallero recorre la Zaragoza de antaño

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Por Carlos Calvo

      Cuando el que esto escribe era un niño le gustaba coger el tranvía. Quienes tengan más de medio siglo cumplido acaso lo recordarán: esa cuerda que, sobre las ventanas, servía para solicitar la parada; esas puertas de aire comprimido delanteras por las que se bajaban y traseras por las que se subía; ese orificio por el que se echaba arena sobre la vía para frenar mejor; ese cartel de completo o ese mostrador desde el que se cobraba. Fuera, la pértiga del trolley que tantas pillerías sufría destacaba junto al inolvidable verde y plata.      Un tío mío era conductor de tranvías y muchas veces le acompañaba en los trayectos, arriba y abajo, abajo y arriba. Conducía de pie, con una manivela para acelerar y frenar. Me gustaban los listones de madera en el suelo y las dos filas de asientos a los lados. Los fines de semana, cuando no trabajaba, también cogíamos el tranvía, que nos acercaba a la casa de mi abuela. Esos tranvías y esa casa de mi abuela aparecen en el libro de Salvador Trallero ‘Zaragoza antigua’ (Sariñena editorial, 2013), que me ofrece todo un viaje en el tiempo. El viaje que esconde cada foto hasta que, por fin, queda culminada la proeza de atrapar el tiempo.

     El amor, al fin y al cabo, lo vemos a través del prisma del tiempo transcurrido y la muerte es, por decirlo con Proust, cuando el tiempo se retira de nosotros. Un tiempo que Trallero recorre a través de la Zaragoza de antaño y que dedica a los zaragozanos. “Desde niño”, afirma el autor en la introducción, “he tenido una especial relación con Zaragoza. Familia, amigos, milicia, algunas amantes, artes y cultura, libros y literatura. Como amor correspondido, para ti este libro, mi querida ciudad”. Y también se lo dedica al mercado Central, pues su libro se termina de imprimir cuando se cumplen los ciento diez años de su inauguración.

      El libro muestra una serie de fotografías, dibujos y grabados de la Zaragoza de los mediados del siglo diecinueve a los mediados del veinte, y la correspondiente información escrita. Son ilustraciones y palabras de nuestro ayer, a través de antiguas imágenes del municipio, históricas, con lugares que han cambiado o desaparecido, como la fastuosa universidad (hoy un feo edificio de ladrillo caravista que alberga el instituto de enseñanza secundaria Pedro de Luna). La importancia de preservar el patrimonio reside en conocer su valor y en entender los cimientos de nuestra sociedad, nuestra historia y cultura, para legarlo a generaciones venideras. Conservando nuestro patrimonio construimos una sociedad mejor que valora el arte, la arquitectura, la historia, el conocimiento, la naturaleza y la cultura. De este modo, se construye una sociedad más justa que sabe defender su patrimonio en conjunto, del que también forman parte los derechos sociales, la sanidad y educación públicas, las libertades, la soberanía y el poder como pueblo.

     Toda la historia es historia contemporánea. Lo dijo el historiador Benedetto Croce. La historia es un relato y, como tal, es deudor del tiempo del historiador, o sea, del presente, de su propia historicidad. Contar lo que pasó, lo que pasa y lo que puede pasar es como una cosa muy humana. La sicología cultural apunta que el impulso narrativista es casi genético. Explicarnos nos singulariza como especie. Así que nada de abolir la historia: dejaríamos de ser quienes somos.

      Esto lo tiene muy claro Salvador Trallero, que a lo largo de toda su trayectoria literaria ha dado muestras de sus impulsos por recuperar la memoria. El tiempo dejó atrás su leyenda. Ahora la realidad es otra, con una constante desde hace décadas: Zaragoza es una ciudad que aún busca su sitio, entre sus recuerdos y el futuro que ansía. Ahora se pueden oír en sus calles y plazas idiomas de lugares lejanos, ver vestidos de los cuatro puntos cardinales y percibir olores que hacen viajar en segundos. Ahora los vecinos van y vienen y son el aluvión de otra Zaragoza en desarrollo. Ahora los ciudadanos acaso busquen más intimidad para que así puedan encontrar su sitio en una Zaragoza que crece y se desarrolla: buscar un futuro sin olvidar su historia y su leyenda.

      Esta parece ser la idea del escritor Salvador Trallero al enfrentarse a ‘Zaragoza antigua’. El libro se compone por más de un centenar de imágenes que nos transportan a distintos momentos de la historia de nuestra ciudad a lo largo de un siglo aproximadamente, entre 1850 y 1950. Así, junto a las riberas del Ebro, surgen las “dos Zaragozas”: la del Rabal, en la margen izquierda, humilde y poco habitada, conservando hasta hace pocas décadas la esencia de la huerta ribereña. En la otra orilla, la derecha, estaba la ciudad histórica, íbera, romana, musulmana y cristiana, superponiéndose en el mismo solar.

      El propio río Ebro aparece en numerosas imágenes, atrevesando por sus tradicionales puentes de Piedra (siempre presente en la cultura popular aragonesa, como dice la jota: “Debajo del puente Piedra / tengo un melón escondido / no se lo digas a nadie / y de taré una tajadica”), de Hierro, de Santiago, del Ferrocarril, y, cómo no, la basílica del Pilar, referente en lo religioso y en lo visual, con algunas de sus torres no levantadas todavía. En la imágenes pueden verse otros templos, los conventos, las iglesias mudéjares o barrocas, los palacios renacentistas, los edificios institucionales y festivos, las plazas y calles con sus casas, sus tiendas y sus personajes. Esta evocación de historia y de recuerdos para zaragozanos y viajeros, de arquitectura, de urbanismo, de paisaje, de costumbres, nos hace mirar atrás para conocer mejor la capital aragonesa y respetarla no solo por lo que hoy nos ofrece, sino por lo que nos dio ayer.

     El ayer, en efecto, de la plaza del Pilar, de la plaza de la Magdalena, de la plaza de La Seo, de la plaza de San Pablo, de la plaza del Portillo, del paseo de Sagasta, del paseo de la Independencia, de la calle Joaquín Costa, de la calle del Coso, de las calles Escuelas Pías y Cerdán (derribadas en 1976 para realizar la avenida César Augusto), de la calle Alfonso I, de la calle Don Jaime I (conocida popularmente con el nombre de San Gil, por la parroquia que en ella se ubica), de la calle Sobrarbe, del barrio del Arrabal (también llamado entonces Ebro viejo), del edificio de la diputación provincial, del teatro Principal, del monumento a los mártires, del edificio de la Lonja, de la muralla romana, de la estatua de César Ausgusto, del torreón de la Zuda, de la facultad de medicina y ciencias, del edificio de los juzgados, de la iglesia de San Juan de los Panetes, del monumento a Agustina de Aragón, del ayuntamiento, de la iglesia de nuestra señora de Altabás… Una época en la que se prohibía lavarse con el agua de las fuentes y beber en ellas sin vaso.

     El ayer, en fin, de los taxis de la marca Seat-1500, de los edificios desaparecidos, de los ropajes de la época, de las calles sin asfaltar, de los carromatos y caballos, de las tiendas de cordelerías, de las tiendas de ultramarinos, de las casas de comidas, de las administraciones de loterías, de las cervecerías, de las barcas y los barqueros del río, del embarcadero, de la pasarela peatonal sobre el Ebro, de los aguadores y cuberos abasteciéndose de agua en la fuente de Neptuno, del abrevadero frente a la iglesia de Torrero, de la fuente de la Samaritana, de los gigantes Hércules y Teseo del palacio de los condes de Luna, de los luminosos (el de ‘Bru’), de los leones del puente de Piedra, del quiosco de la música, de la plaza de toros, de la exposición francesa de 1908, del hipódromo, del arco del palacio arzobispal, de las terrazas hosteleras, de las pensiones, fondas y hoteles. Los hoteles, claro está, son también memoria viva de las ciudades, pues nos hablan de su historia, al tiempo que aspiran a escribir el presente. Bertolt Brecht escribió que vivir en los hoteles es concebir la vida como una novela, así que no hay que obviar el componente literario de tales establecimientos, que inspiran aventuras a las mentes imaginativas. E incluso se podría hablar de ellos como ventanas desde las que admirar la urbe con ojos de viajero.

     El libro de Trallero muestra un plano de Carlos Casanova de una Zaragoza de 1769 con la situación de las doce puertas de la ciudad. De todas ellas solo queda en pie la del Carmen, en la que se colgaban los cadáveres de reos ejecutados. El diseño actual data de 1794 y fue duramente mellada en los Sitios. Su valor histórico la salvó de la picota y la creación de la rotonda la integró en la ciudad moderna. A través de fotografías, dibujos, grabados o planos, el autor muestra el resto de puertas medievales, renacentistas o modernistas, que cedieron a las guerras y el desarrollo mal entendido.. La de Santa Engracia ocupaba el lugar del actual Correos y fue destruida en los Sitios. La siguiente, en 1835, se colocó dentro del paseo de la Independencia, en una obra larguísima que nunca prosperó, hasta que en 1866 se levantó la última, que duró cuarenta años. De la puerta Cinegia se extraía la tierra para construir la ciudad y en ese socavón se enterraron los mártires. Fue derribada por los franceses pero aún se conservan vestigios en la calle que lleva su nombre.

     Tras los Sitios, hacía falta otra salida de la ciudad y se abrió la puerta del Duque, que salía al puente de Huerva. La de 1861 fue una obra de arte, pero el progreso hizo que se eliminase para dar paso al tráfico rodado. El nombre de la puerta Cremada se debe al humo del carbón que ardía en las afueras. También allí se quemaban los herejes (el parque adyacente se llama De la Leña por esa razón). Cayó en la revolución de 1868. La puerta de Valencia se levantó en época romana y fue derribada varias veces. La última, para ampliar la plaza, contó con el aplauso vecinal. La humilde entrada de la puerta del Sol era usada por los aguadores y artesanos del cuero. Su ornamento era un sol de piedra negra. Casi mil quinientos zaragozanos murieron en los Sitios defendiéndola.

     La puerta del Ángel, entrada principal de Zaragoza, fue propiedad de Alfonso I (se cobraban impuestos por cruzarla) y hacía referencia al ángel custodio de la ciudad. En ella se colgaba a los reos ejecutados y se derribó tras la revolución. La de Toledo se llamaba “del Castillo” porque por ella se iba a la Aljafería. Sus torres adyacentes fueron cárcel real (en sus dependencias estuvo preso el justicia Juan de Lanuza) y junto a ella se ejecutaban a los herejes durante la inquisición. Por la de San Ildefonso entró Afonso I para firmar en el torreón de la Zuda la capitulación de la Saraqusta árabe. Soportó los Sitios y la revolución de 1868, hasta que la inauguración del mercado Central y la urbanización de la zona la llevaron a su derribo. La del Portillo se dedicó a la virgen del mismo nombre, porque allí abrieron los árabes el hueco en la muralla para retomar Saraqusta y fueron ahuyentados por esa virgen. Bajo su arco disparó Agustina de Aragón los cañonazos. De la puerta Sancho apenas se conservan documentos gráficos de ella. Destruida tras la revolución, se levantaría como una sencilla entrada de ladrillo con portones de madera, hasta que en 1904 se derribó, por petición popular.

      Once puertas de entrada derribadas e infinidad de tiendas desaparecidas. Sí, la vieja cordialidad de las pequeñas tiendas de antaño, de saludar con el nombre y de perder –o no- el tiempo hablando del estado de las cosas. El problema no es la desaparición de unos lugares emblemáticos sino el empobrecimiento de la ciudad como motor de intercambio de ideas y de cosas, la ciudad como receptáculo de sentido que nos civiliza y nos ordena. Somos, en realidad, nuestras tiendas, porque ellas son uno de los atractivos de una ciudad, una seña de identidad a la que no se puede renunciar.

       En octubre de 1885 se inauguró la primera línea de tranvías, de tracción animal hasta que en 1902 pasaron a ser eléctricos. Ahora vuelvo a coger un tranvía, el nuevo tranvía zaragozano de este siglo veintiuno que ya no conduce mi tío y que tampoco podrá llevarme a la casa de mi abuela, esa casa solariega que sale en una de las fotografías de ‘Zaragoza antigua’ pero que ya no existe, porque la derribaron, como la inclinada Torre Nueva, cuya sombra sigue siendo alargada, o la majestuosa universidad de la plaza Magdalena, para ensanchar el Coso bajo. Si el periodista recoge la historia cotidiana, su perspectiva de hoy hacia el futuro, Salvador Trallero actúa como un historiador y su perspectiva es la contraria.

      Conservando nuestro patrimonio construimos una sociedad mejor que valora el arte, la arquitectura, la historia, el conocimiento, la naturaleza y la cultura. Así, se construye una sociedad más justa que sabe defender su patrimonio en conjunto, del que también forman parte los derechos sociales, la sanidad y educación públicas, las libertades, la soberanía y el poder como pueblo. Por aquí ya no transitan personajes ansiosos que formaban parte de la memoria popular zaragozana. El tiempo dejó atrás su leyenda, porque el patrimonio y la cultura son, en general, asuntos prescindibles en el catálogo de inquietudes ciudadanas. Y todos nos volvemos un poco más pobres y más incultos.

      Condensadas las horas con sus minutos, las imágenes que resumen este “trayecto trallero” sirven para reconstruir la memoria de la ciudad desaparecida. Los fotógrafos exponen rincones insólitos, se detienen en otros más conocidos retratados esta vez desde un ángulo antes inexplorado, pagan la deuda de gratitud de varias generaciones de zaragozanos con quienes les precedieron. Todos los días durante décadas hubo un fotógrafo capturando el alma de Zaragoza. Y todos ellos merecen un monumento por su tesón. Aunque yo pienso que tal vez se conformen con que otros ojos sigan viendo a través de ellos el misterio que oculta esta ciudad inmortal. Todos los días.

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