Hasta siempre, ‘Miles gloriosus’

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Por José María Villoria Losada
Fotografías: Julia Monzón y Manuel Hernández

    He tenido el privilegio de acompañar a la compañía Clásicos Luna a Alicante y Tarragona en la que será probablemente su última gira con el Miles gloriosus.

   Como todavía me encuentro bajo los efectos de una intensa sobreexposición al fenómeno estas líneas irán en exceso cargadas de emoción. En las dos funciones a las que he asistido he contemplado con asombro de un lado la ilusión de los actores y actrices más jóvenes, el talento aquilatado de los más curtidos y el desparpajo y la gracia de todos ellos; del otro plateas colmadas de entusiasmo juvenil estallando en carcajadas.

    Aún me sigue resonando pertinaz en los oídos el eco de una de las canciones que dice “es más hermoso que el bello Aquiles y más de mil ciudades conquistó”. Desde luego doy fe de que Alicante y Tarragona han caído rendidas ante este pequeño ejército de jóvenes actores y actrices, comandado por María Ángeles Parroqué y Juan Luis Pérez Pascual, de Teatro La Clac, iluminado por Txutxi Gregorio, responsable del especial cromatismo marca de la casa, coordinado por la diligente y amabilísima Esther López y un jocoso y joven jubilado llamado José Ángel Alegre y apoyado por el siempre dispuesto y polifacético Manuel Hernández, profesor de literatura y cultura audiovisual.

    A estas alturas está de más extenderse en alabanzas al dominio del oficio de los directores artísticos de Clásicos Luna. Es sabido en el circuito del festival grecolatino Prósopon que sus montajes combinan iconoclastas y descacharrantes guiones puestos al día, divertidos títeres, ritmo trepidante, inspiradas versiones musicales, sugerentes ambientes cromáticos, brillantes coreografías y, por supuesto, actores y actrices bien pertrechados de dotes interpretativas, gracia, frescura y desparpajo.

    En el prólogo, una compañía de titiriteros anticipa la comedia de enredo que va a venir y abre la puerta de una ilusión escénica que ya no se desvanecerá hasta la atronadora salva final de aplausos. ¿Cómo es posible que una antigua comedia romana, representada con histrionismo, como corresponde, resulte tan creíble y despierte tanto entusiasmo entre el público? ¿Será por la inteligente puesta al día del viejo Plauto o, tal vez, porque la interpretación de los actores y actrices no está hecha solo de fingimiento sino de realidad, de gracia y gestualidad reales que se corresponden maravillosamente con las palabras pronunciadas? En efecto, el resultado es una acción verídica: todo está ocurriendo de verdad y nosotros, el público, hemos sido pasados sin darnos cuenta al otro lado y en él permaneceremos durante un gozoso espacio de tiempo, que pasa sin ser percibido.

    Se trata de una versión coral que gira en torno a un egocéntrico, libidinoso e inofensivo mercenario que vive feliz en su propio mundo, construido a la medida de sus fantasiosos delirios de grandeza. Lo rodean una corte de personajes oportunistas y aduladores que primero inflan su soberbia y después la castigarán sin piedad: Palestrión, un esclavo enredador, que imanta desde su primera aparición la atención del espectador con sus cómicos andares, sus gestos y sus modulaciones vocales, es el que dirige el cotarro de personajes secundarios: la seductora Filocomasia, cortesana raptada que finge ser su propia hermana; Periplectómeno, un viejo pícaro con una expresividad que me quiere recordar a Jack Lemon; las falaces, descaradas y cabareteras meretrices, Acroteleutia, Voluptuosa y Fanática, que caldean el ambiente a golpes de cadera y gemidos, los descarados travestis, muy celebrados por el público; ese apolíneo Pleusicles, de ensimismada pose y reacciones explosivas que, por cierto, triunfó a juzgar por los suspiros a coro durante sus divertidísimas intervenciones. Del otro lado, Pirgopolinices, un soldado tierno y vulnerable con vocación de reinona de carnaval, y su fiel e inocente, Escéledro, quien se ve impotente para evitar el castigo que ya se cierne sobre su desprevenido amo, al que ama secretamente, y quien después lo recogerá en su caída para llevarlo de la mano hacia su verdadera identidad sexual y la hasta entonces esquiva felicidad. Completan el cuadro el coro de patricias, expectantes, escandalosas, cotillas y remilgadas, y la divertida tropa de soldados que se convertirán después en los matones que maltratarán al infeliz miles.

    El cinematográfico final, contaminatio de Con faldas y a lo loco, y la compasión y ternura que despierta el personaje del miles son dos detalles geniales de esta adaptación singularísima del original de Plauto que la acerca al humanismo de Terencio, pues nos habla de nuestra propia sociedad, de sus filias y fobias, de su tolerancia hacia los parásitos prepotentes y su desprecio de los perdedores y los diferentes. Evidentemente, nuestro miles es de uno de estos últimos a pesar de su pretencioso disfraz. Y paga un alto precio por ello.

    Sorprende que actores tan jóvenes sean capaces de expresar una gama de matices interpretativos tan variada, tan llena de matices, frescura y gracia, cuando la mayoría de los personajes de las series juveniles corresponden a unos pocos tipos tan trillados ya que puede anticiparse lo que dirán con antelación a que lo hagan. Pero es que esto no es televisión sino teatro vivo con una inteligentísima dirección artística y en cada función la obra se enriquece y los actores crecen un poco. En consecuencia, el ciclo se ha cerrado dejando el listón a una altura que da vértigo.

    Por mi parte, solo me queda desear a Clásicos Luna suerte en sus futuros retos y obedecer a Plauto cuando al final de la obra nos ordena –plaudite!