Por Dionisio Sánchez
Director del Grupo de Teatro El Grifo
Con motivo de la entrega a título póstumo de una medalla de la SGAE al director teatral Mariano Cariñena, casi todos los palomos que viven de la cosa se pusieron a soltar plumón de su viejas cocorotas aleteando como gallinas histéricas y gorgojeando como ancianas sorbiendo sopa ya que, de repente, se les brindaba la ocasión de poder aparecer en escena en un acto de boato y reconocimiento oficial.
El Teatro Principal es suyo aunque no sean capaces –ninguno de ellos- de llenar sus butacas para el disfrute del ya inexistente público teatral zaragozano. Pero, eso sí, el inculto concejal de la cosa aceptaba gozoso los flases. Él que no sabe ni lo que es un intermedio, ya que si lo supiera obligaría a los millonarios acomodadores del coliseo a respetar el intermedio que toda función ha de tener: bien para abandonar la sala discretamente, bien para comentar la obra o bien para emborracharse en el ambigú. Ese es él: el nómine paletus de la cultura de esta bimilenaria ciudad.
En esa celebración escénica a la que no tengo nada que objetar ya que de la SGAE mejor no hablar, pudimos ver a todos los que han hecho posible la muerte cierta del “Teatro” en nuestra ciudad, sabedores ellos, que no nosotros, de que el objetivo de las luchas culturales de la transición no eran por el goce de la palabra libre y la pelea por los espacios dignos para los artistas sino la caza y captura de una posición de privilegio en la nómina pública. Y, efectivamente, lo han conseguido.
A veces, algunos ingenuos creen que la izquierda solo es movida por el ideal cuando la estrategia, bien definida históricamente, les hace preclaros hozadores en la búsqueda artera de un empleo público. “Uno privado, no, que las empresas son muy malas y me pueden echar”, que diría el rojete apesebrado. Ciertamente no hay nada como la nómina pública: “¡Qué seguridad! ¡qué gusto, compañeros y camaradas!… Y, además, sin necesidad de sabernos papel alguno…”. Los artistas de la legua (que era a lo que ellos decían aspirar poniendo morrito anal cuando se discutía en las asambleas que, naturalmente, manipulaban a su modo) comen bocadillos de chorizo, huelen a gasoil de furgoneta y, seguramente, los que queden andan pillados por algún crédito hijodeputa.
Estos “lenguaraces y espadachines de oficio” no solo se montaron una innecesaria escuela de Teatro si no que, brillantemente, como lo hizo la ex consejera extremeña recientemente, se contrataron a sí mismos y cerraron las puertas para que el control fuera absoluto. Control de la Escuela, control de los subvenciones para sus grupos (nadie les impedía ser profesores de nómina y directores de compañías) y control de los espacios públicos susceptibles de ser destinados al arte teatral. Y además, en lo profundo de sus palurdos cráneos estuvieron luchando hasta la saciedad pidiendo reconocimiento oficial para su tarea, para ser -¡qué menos!- considerados socialmente tal que profesores de instituto (los pobres maestros de escuela estaban muy lejos del reconocimiento superior al que aspiraban) y, por qué no, la inserción de la materia en la Universidad de la Nada (que es la que tenemos en la ciudad) para que algún veterano se pueda morir siendo catedrático de Afonía o de Búsqueda de los Recursos Marxistas en el Teatro de Lope.
Y más o menos, después de una treintena de años subidos en la nómina, sacando al ruedo actores lugareños, ¿qué hay del teatro en la ciudad? Nada. Han echado a la rue a todo un público extraordinario que llenaba el Teatro Principal siempre que no fueran ellos los que pisaban el escenario. Y, además, como a sus obras no iba nadie, se inventaron la parodia de la importancia que el teatro tenía que tener en formación escolar y, de ese modo, obligaban a los chavales a tragarse unos pestiños sin nombre que ya, últimamente, no querían ir a ver ni sus correligionarios ni sus propias familias, ni los niños, que, por supuesto, huyeron de la quema. Ahí está el histórico de la taquilla del Teatro Principal para comprobarlo si algún romerillo no lo ha hecho desaparecer.
Así las cosas, los autoproclamados próceres del teatro durante la transición han conseguido dos cosas fundamentales: colocarse en la administración y acabar con el público. Y como, además, desde sus privilegiadas tarimas han enseñado a los jóvenes pardillos que acudían a sus entramados escolares lo que siempre hemos denominado el “teatro huero” (¡qué otra cosa si no!), tardaremos muchos años en ver algún grupo que nos ofrezca a los que algún día gustamos de ese arte, alguna pieza de interés.
Pero los más jóvenes han de saber que el TEATRO no es eso que les dicen que es. Más bien todo lo contrario: el teatro es un arma de cambio, de transformación y, cuando se pasa hambre, de revolución. Y más: para hacer teatro no hacen falta iluminación, ni vestidos, ni decorados, ni butacas. Para hacer teatro, como para casi todo en la vida, solo hace falta tener algo que decir. Y más: en los tiempos que corren, la misión esencial del teatro es hacer crítica sin compasión al poder, que no por ser democrático es justo… La palabra, la voz, amigos, es el arma definitiva con que cuenta el ser humano, la más demoledora. Y eso es el teatro. Así podéis entender que, como ellos lo saben, hayan hecho desde sus gansas nóminas lo posible y lo imposible por dejaros mudos y desactivados.
Yo creo en la juventud y creo que veremos el día en que esas escuelas, esos teatros y esos burócratas se desmoronen como un castillo de naipes cuando la gente joven de esta ciudad se decida a reconquistar lo que les han robado: la palabra, el Teatro.