San Jorge, día de libros y dragones

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Por Carlos Calvo
Fotos: D.S.

     Estamos en una época descreída, que ha dejado de confiar en la fuerza de las palabras. Parte de la responsabilidad de este ninguneo la tienen, paradójicamente, los propios escritores. Su afán de protagonismo los ha terminado por conducir a la irrelevancia.

    Y aunque siguen existiendo causas por las que pelear y se necesitan, más que nunca, ideas que las iluminen, muchos literatos se han convertido en caricaturas de sí mismos, que se limitan a repetir los habituales sonsonetes partidistas y nadie, ay, confía en que tengan argumentos de peso. La condición de intelectual ha dejado de levantar la admiración que producía en los años dorados en los que Jean-Paul Sartre se pronunciaba en todo momento y sobre cualquier cuestión. Malos tiempos para la lírica, sí.

     Hay momentos en que la mayor verdad del hombre también está cifrada en una ficción o un poema. Y en ella nos hacemos más libres. Más firmes. Menos inciertos y menos adornados de quincalla. Una sociedad que acepta ser compleja no acepta fácilmente ser chuleada, sometida y convencida. Y aun así, cada vez importa menos la lectura. Pierden asiduos los libros. Pierden cómplices los periódicos. Gana la cháchara y el grito desaforado. Una sociedad fuerte y exigente es aquella que está cableada de lecturas, de palabras, de desacuerdos, de ideas que se van orientando de una página a otra, como antídoto contra la estrechez, contra el dogma, contra lo irremediable, contra la comodidad del ocio como único dios verdadero, y de la calidad de vida y de esas otras marcas blancas de la banalidad y la pereza.

     Pero estamos en el día de San Jorge y Zaragoza tiene una cita ineludible para las gentes de la literatura. Este año, entre narrativa, poesía y textos para los más pequeños, creadores como Javier Sierra, Magdalena Lasala, Miguel Mena, Fernando Lalana, Severino Pallaruelo, Joaquín Berges, Carlos Castán, José Jiménez Corbatón, Fernando Sanmartín, Daniel Gascón, Ángel Petisme, David Terrer, Javier Vázquez, Virginia Aguilera, Roberto Malo, Olga de Dios, Michel Suñén, Ignacio Ochoa, Edu Flores, Fernando Aínsa, Clara Dávila, Antón Castro, Celedonio García, Rafael Rojas, José de Cora, Carlos Azagra, Ángel Sanz, Adolfo Burriel, Daniel Pelegrín, Juan Bolea, Ángeles de Irisarri, Javier Barreiro, Miguel Ángel Yusta, José Luis Corral, José Verón, José Luis Melero, David Lozano o Carmen Santos muestran sus productos en los expositores de los porches izquierdos y derechos del paseo de la Independencia.

     Letras con espíritu callejero donde los autores se mezclan con los lectores para divagar y charlar sobre el hecho literario. Se trata, en realidad, de una festividad blanda donde se saca en procesión a estos escritores como anzuelos. Es una cuestión de negocio. Bien por ellos. Pero eso no tiene mucho que ver con lo que hablamos cuando hablamos de libros. Ni con la lectura. Ni, por decirlo con Borges, con este flipar sin tiempo ni hora que ofrece una página “cuando rompe el mar helado que hay dentro de nosotros”. Este san Jorge, en cualquier caso, es especialmente esperado tras unos momentos flojos en ventas. Aprieta la crisis económica, asusta la piratería y amenaza el libro electrónico, con lo que libreros, editores y autores se encomiendan al santo del dragón para que les eche un capote.

     Pero lo que le interesa al lector es la literatura. Leer es lo que importa. Escribir tan solo es la forma más honda de leernos a nosotros mismos. Pero una cosa de la que podemos estar seguros es de que el libro, tal como lo conocemos, va a desaparecer. Los libros, como género, están de camino a su descanso final, allí donde van todos los héroes muertos. La era de Gutenberg está llegando a su fin. Después de siglos de triunfo en que la palabra impresa cambió las civilizaciones, la combinación de tinta, papel y la producción en masa está siendo reemplazada. La tecnología devorará a sus propios hijos. El libro impreso será obsoleto, aunque nunca morirá. ¿Qué les ha pasado a todas las personas que leían en papel? ¿Leer en una pantalla permite menos concentración? ¿Y usted, desocupado lector, qué prefiere: el libro de papel o el electrónico?

 

 Undiano Papell (impresor):

-Me gustan los papeles. Aunque me digan que lo que se lleva ahora es la pantalla, nada mejor que los papeles. La pantalla es demasiado silenciosa. Se aprieta un botón y todo el texto desaparece. Pero los papeles impresos son otra cosa: tienen aroma y tienen tacto, tienen espacio y tienen memoria. En un papel cabe todo lo que existe y también lo que no existe. El papel pasa de mano en mano, como la falsa moneda, y ese intercambio es un compromiso de que aquello va a ser leído. Y, por si fuera poco, solo el papel se detiene ante la voz del hombre como si se tratara de un caballo salvaje. Prefiero los placeres de una cama turca que las alcobas de un banco suizo.


 José Javier Cámara
(fotógrafo):

-Uno está acostumbrado a leer en papel, aunque, en realidad, me da igual. De hecho, acabo de comprarme este Hemingway. ¿Te acuerdas de Macomber? Es el mejor cuento que se haya escrito. Un cuento cojonudo. Acuérdate, Macomber sale a matar al león. O a un búfalo. Sale temblando y se lo encuentra. Temblando alza el fusil y apunta. Temblando, lo mata. Pues bien, ¿sabes una cosa? Yo soy Macomber. Mejor dicho, todos somos Macomber. Todos tenemos que cazar un león. Algunos hemos llegado a hacerlo. Pero temblando.


 Hugo Fresán
(frutero):

-Hay que reinventarse y adaptarse. Aunque algunos se resistan a dejar de sentir las hojas entre los dedos, lo cierto es que las nuevas generaciones han nacido con las pantallas, en la era digital. Lo dicho, renovar o morir. No obstante, el de la digitalización no es el único cambio, u obstáculo, o reto, y en este punto cabe destacar el ‘boom’ del periodista ciudadano, una persona con inquietudes y gran interés por lo que ocurre a su alrededor. Pone el foco, su foco, en su entorno más cercano y a golpe de click lo cuelga en su blog para que circule por la red.

 
Antonio José Rueda
(cineasta amateur):

-Escribir y publicar se ha transformado. Ahora se escribe mucho en internet. Me sorprende que se haga de manera interactiva. Los lectores dicen al escritor qué escribir. ¿Cómo el escritor puede responder a esas cosas? Al final se convierte en una conversación. Es una nueva manera, sí, y, por supuesto, no está escrito en papel. La cultura está cambiando. No es tan grande como antes, pero sí más amplia. Ahora hay un número limitado de gente que se sienta con un libro grande. No tienen tiempo.


 Gaizca Urresti
(cineasta profesional):

-Pues la tableta, hombre, que de tantos trofeos cinematográficos que me dan me estoy quedando sin estanterías. ¡Si apenas tengo espacio para mi ‘cabezón’!

 
Guadalupe Pizarro
(maestra de primaria):

-Siempre presente. De tapa dura o blanda. Para darte el poder de vivir dos vidas a la vez, la tuya y la suya, esa que ya forma parte de ese país sin fronteras denominado lectura. Me dejo llevar por la nostalgia. Vuelvo al pasado y recuerdo mi amor por los libros desde que era niña. Regreso al presente y sonrío al leer la lista interminable de libros que me quedan por comprar. Los que se unirán a esa otra lista interminable de títulos comprados compulsivamente y que rellenan las baldas de la librería de libros no leídos.

 
Luis Madeiro
(carpintero):

-Yo, sin duda, prefiero el papel, es más misterioso. Como hay poetas que existen para que la poesía conserve sus misterios, los versos puedan ser un laberinto o un espacio en blanco. Es lo que le sucede al colombiano Hernando Socarrás, del que he comprado este libro (me lo enseña). Y para que los lectores sepan comprender de una vez que no todos los bardos de esta vida son seres capaces de apuñalar a un crítico por no incluirlo en una antología, aunque sea de autores de un barrio o un municipio. Es extraño, pero en muchos de los círculos literarios colombianos se puede percibir casi una necesidad de saber algo, de tener contactos, de leer algo nuevo del poeta de ‘Que la tierra te sea leve’. Una poesía que no quiere sonsacar un suspiro y deja solos a los lectores hasta que caen en cámara lenta en la nada viva. Sus textos pueden ser reproducidos, olvidados o sometidos a su futura contracción, que es el silencio.


 María Antonia Mancha
(tintorera):

-No sé qué decirte, corazón, pero en estas casetas librescas acabo de comprarme varios libros de Rafael Chirbes, del que leí una excelente y valiosísima entrevista que le hizo en ‘Turia’ Julio José Ordovás, ese escritor de aquí con tanta miga y que tanto me gusta, y en la que hablaban del clero, de la España mediterránea y la España mesetaria, de Blasco Ibáñez, de Azorín, de Gracián, de Dos Passos, de Valle Inclán, de Sender, de Clarín, de Galdós, de Proust, de ‘La Celestina’, de ‘El siglo de las luces’, de ‘Tiempo de silencio’, de la literatura buena, la que está contando su tiempo y a la vez lo que está pasando hoy. En esa entrevista le pregunta Ordovás a Chirbes por novelistas actuales que le interesan, y cita a Andrés Barba y a Marta Sanz. A ver si encuentro algo de ellos, corazón.


 Ricardo Armas
(militar):

-Yo siempre del papel. Y todo lo que representa. Por ejemplo, el papel de las fuerzas armadas y la guardia civil, erigidas en garantes de la seguridad de los españoles y de la defensa de la integridad territorial, amén de entusiastas participantes en cuantas misiones les son encomendadas tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. O el papel de la iglesia y el Vaticano. O el papel de la monarquía. O el papel higiénico. ¡Imagínese limpiarse el culo con una tableta! Yo, de papel, que hay orificios que son sagrados. Por el amor de dios.


 Ignacio Javier de la Cruz
(sacerdote):

-Hace poco, charlaba con un amigo fanático de la tableta sobre los recién llegados a la vocación literaria. Autores que, evidentemente, no lo son. Se arriman a la escritura porque un periodista les puso cerca un micrófono, se hicieron conocidos y, con menos vergüenza que talento, un día les dio por el oficio. Pero a lo sumo llegan a redactar, que no a escribir. Redactar es poner una cosa detrás de otra, como la conga que arbitrariamente se forma en las bodas. Una cosa detrás de otra apenas requiere dedicación, sino búsqueda del espacio correcto. Pero el ser humano es hijo de un Creador, y el reconocimiento de esa virtud creativa debe ser reflexión ineludible, si se quiere realizar una propuesta digna. Nombrar cosas es un ejercicio de enumeración para el que no se requiere talento, sino introducción a la matemática, con eso bastaría. En cambio, la escritura de calidad es un riesgo genuinamente humano, porque el autor decide iniciar una relación, principia un gesto de toma de contacto entre lo que allí se cuenta y el lector.


 Camilo Azpitarte
(árbitro de juveniles):

-Yo, de tableta. El papel, solo para envolver. La que más me gusta es la de chocolate con leche. La de chocolate puro y negro para ciertos momentos. Y si tienes el día goloso, pues te puedes comprar tabletas de chocolate con avellanas. O con almendras. O con pistachos, que las hay. O, si la economía no va muy bollante, de cacahuete repelado frito. ¡Vivan las tabletas!

 
Mariano Blanco
(pintor de brocha gorda):

-No tengo ordenador ni móvil ni aparatos electrónicos de esos que ahora se llevan. A mí me gustan los libros de toda la vida. Me acabo de comprar uno que se llama ‘Insultar en Aragón’, donde el autor recopila una extensa colección de agravios. Y como hay mucho carnuz y mucho tontolaba en esta ciudad, creo que me lo voy a pasar pipa. Es muy recomendable soltar tacos, quemas mucha adrenalina. El día de san Valero, sin ir más lejos, llamé tontolaba a Jerónimo Blasco, y la que me montó el gachó, oyes, y simplemente se lo dije porque lo vi comiendo un pedazo de roscón de aquí te espero. Y no sabe, el pobre, que se lo dije de un modo cariñoso, pues la palabra viene de la famosa costumbre de los roscones, que contenían un haba. Al que le tocaba el haba, tenía que pagar el roscón. De ahí tontolaba.

 

Pepe Cerdá (pintor de gasolineras):

-La industria editorial vive tiempos duros. La recesión económica, la piratería salvaje y la falta absoluta de protección legal la golpean fieramente. España carece de una masa lectora al estilo de Francia, Italia o Reino Unido. Los lectores españoles somos una exquisita minoría que no basta para sostener en pie la depauperada edición nacional. En España, tierra de subvención, fondos europeos y “que pague el ayuntamiento”, gastar en libros no mola. Duele menos gastar en aparatos para piratear. Me pregunto cómo acabará este nihilista “culturicidio” perpetrado sobre el libro. Entretanto, hoy voy a regalar bellos libros a mi familia y amigos. Todos los que pueda comprar. O robar. (Y se ríe).

 

Ángeles de las Casas (ama de casa):

-Adoro escuchar el ruido del papel. Comprobar cómo el persistente cierzo pasa sin ningún respeto las páginas de mi libro, adelantándome acontecimientos que todavía no quiero conocer. Intento fijar mi atención en las palabras que dan vida para siempre a este tomo de papel y envidio a la mente que fue capaz de crear tanta literatura. Marco. Subrayo. Subrayo tanto para grabar en mi memoria todas y cada una de las frases que me emocionan. Tal vez, así, aprenda algún día a escribir. Los libros de papel para mí, por favor. Necesito escuchar el ruido de sus hojas. Aunque las pase el viento.

 

Alfredo Coca (dependiente de droguería):

-El libro es un fruto del árbol del conocimiento. Yo prefiero el libro de papel, objeto tangible. No tengo nada contra el libro electrónico, pero prefiero el papel porque es un producto del árbol y los árboles son una de las mejores cosas del mundo. Logros de la naturaleza. El libro de papel es una pieza aromática, una bomba intelectual, un misterio plagado de ideas y pasiones que enciende la cabeza y el corazón del lector.

 

Amparo Parada (en paro):

-Me gusta el cuerpo del libro. Lo acaricio mientras pienso todo lo que contiene su interior y con la certeza de que jamás lo cambiaría por nada del mundo. Lo toco. Lo percibo. Lo huelo. Me impresiona. Su capacidad sensorial. Un libro. Mi libro. De papel. Nunca muerto. Con ese olor que delate su edad, su calidad, la tinta o el lugar donde habita. De clima seco o húmedo. Igual o diferente a la vez. Tan distinto para cada persona con la que se acopla para iniciar un nuevo viaje cuyo destino estará marcado por la interpretación de cada uno.

 

Roberto Tirado (vagabundo sin perro):

-¡Para libros estoy yo!. Le estaba dando de comer a mi compañero Rufus y una patrulla de la policía local de los cojones me pide la documentación del chucho. Como no tenía papeles, llaman a la perrera y se lo llevan. Y aquí estoy, solo, abandonado, sin mi única compañía, que me la han quitado, doce años después de haberlo criado, cuidado, siempre fiel. No hay derecho, No hay vergüenza. Y lo matarán estos hijos de mala madre…

 

       Descorazonador. Se me mete su desesperación hasta el tuétano. Mucho clavel y nula humanidad. Abro, maldita sea, la ventana –y no por el probable olor a oso que desprende el mendigo-, agradezco la paciencia de la gente anónima pero sabia y me enredo en el nervio primaveral y el calor de esta ciudad de provincias. Mi cabeza, sin embargo, se pierde en lluvias frías y borrascas. Sigo una astilla de mi pensamiento y recuerdo lo mucho que me convendría contar con una mentalidad de invierno, mientras me introduzco en la algarabía de los titiriteros, títeres, estatuas humanas, malabaristas, cantantes con y sin licencia municipal, vendedores de lotería, de baratijas, turistas, curiosos y descuideros. La mentalidad poderosa me hace coger el coche que he dejado en el aparcamiento de la plaza España, a uno, dos, tres pasos de donde me encuentro. Debo ir en busca de mi hija Carla, de cumpleaños en Movera, junto a su madre. Me acompaña otro padre –editor arruinado-, que también ha dejado a la suya, de la edad, en la fiesta infantil. De camino, ya en la carretera, poco antes de llegar al poblado, nos cruzamos en la grisura de la tarde con un coche fúnerario. “Al menos, va vacío”, digo, agarrándome a un consuelo. “Esos son los peores”, contesta mi acompañante. “¿Por qué dices eso?”, pregunto. “¡Van buscando una oportunidad!”, remata.

      Y mis oídos, apartados a una distancia prudencial, martillean esa voz desgarradora, lúgubre, que constituye un lamento, una imploración, una necesidad, un ruego. En este mundo siempre lloran los mismos.

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