«Cuento Trágico” / Raúl Navarro


Por Raúl Navarro «Kynos»

    Erase una vez, un gnomo llamado Artemio que vivía en el tronco de una vieja haya, no muy lejos de la gran ciudad. Sus amigos le habían apodado «el peliculero».

    Y no precisamente por su afición a las películas, pues no veía ninguna, sino por el poblado pelaje de sus posaderas. Lejos de avergonzarse, les repetía con orgullo esta frase: «El gnomo y el oso contra más peludos más hermosos».

     Artemio pertenecía a la clase media y trabajadora, es decir, un currante. Disfrutaba de sus vacaciones yendo a pasar los días de verano, a un porche que tenía arrendado en la Selva Negra. Una seta «Vernaluca Confortarum» que compartía en sus vacaciones con una empleada de la administración, Prusilda, que a causa de la crisis económica, tuvo que ganarse la vida como vidente y echadora de cartas. Artemio por las noches, cuando las estrellas y la luna se encontraban suspendidas en el firmamento, contaba los fajos de billetes verdes y los volvía a guardar de nuevo celosamente en una cajita dorada, debajo de la cama. ¡Dinero!, dinero ganado durante el día en su condición de pluriempleado. Soldaba aquí, alicataba allá y por cuestiones de dinero era capaz de vender ¡hasta a su madre!. Aunque todos estos trabajos, no eran sino la forma de ganarse un sustento, el pan. Pues él en realidad, lo que deseaba hacer en esta vida por encima de todo, era escribir bellas poesías.

    Alguna que otra noche, iba a la discoteca «Bosquitrón». Y tras saludar a un descerebrado y simiesco armario, se introducía en el local. Al instante, sus oídos, eran martilleados por ritmos repetitivos y machacones que le hacían vibrar hasta la médula. Ante sus ojos, se representaba una función de tintes irreales y aire de franco declive y interpretada por personajes pintorescos; Chicas plastics con carne pegada en el culo. Yonkis ofreciendo las últimas golosinas a los asistentes. Parásitos que sobre la barra apuraban el último sorbo de sus sucios vasos, saboreando el báquico elixir, creyéndose dioses. Yupis engominados con cadenas de oro, perseguiendo a las mujeres persas, casi todas víctimas sifilíticas de la calle. Y lo mas sorprendente de todo era, para un espíritu a fín a la poesía como el suyo, que Artemio se sentía a gusto dentro de aquella cloaca. Su novia Desdémona le estaba esperando fuera del local. Era una hermosa chica Freeke, de larga cabellera morena y piel azul turquesa. Artemio decía de ella, que el rasgo suyo que más le atrajo desde el principio, fueron sus ojos negros, capaces de taladrarte hasta las tripas. ¡Era una sensación realmente maravillosa!

   De repente, estas fantasías y ensoñaciones sumadas al alcohol de garrafón, le jugaron una mala pasada, a su ya deteriorado estomago. Y en el mismo hall de la disco, hecho las rabas, ante la insulsa y poco sorprendida mirada del vigilante. Indispuesto y con mal aliento aun en la boca, monto con su novia en la «Vespatrón». Para tomar después dirección Valencia, hacia otros locales nocturnos, en pos de unas ráfagas de aire fresco. Eso si a costa de que la moto alcanzara una velocidad de ¡230 kilómetros por hora! ¡Iban demasiado rápidos! Si… Y ese coctel interno resultó explosivo: ebriedad y angustia existencial. Pasó lo que tenía que pasar. Qué al llegar a una curva cerrada, derraparon saliéndose de la carretera para estrellarse contra la boca de un túnel. Trágico final de la rapsodia, y de su vida. La última cuestión que se le paso a Artemio por la cabeza fue: ¿Sería o no… biodegradable?

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