‘Letras Libres’ y ‘Turia’ celebran la sonrisa de Buñuel


Por Carlos Calvo

    El problema es dónde y hasta cómo mirar. Y acertar a ver algo. Ya sea la muerte o la luz, tan contradictorias.

    Lo relevante es el cuestionamiento radical de la propia mirada. Aceptar los patrones clásicos de reconocimiento de una obra maestra se antoja improcedente. La mirada dota de sentido, pero… ¿dónde mirar cuando nada alrededor lo tiene? Se cumplen ya cuarenta años de la muerte de Luis Buñuel (1900-1983), ese “burgués con cuerpo de campesino y máscara de intelectual”, y su mirada sigue siendo motivo de reflexión en forma de estudios y publicaciones.

   Ahí están, para demostrarlo, los especiales dedicados en ‘Letras Libres’ y ‘Turia’. O la edición del poemario nunca antes publicado y el consiguiente guion de ‘Un perro andaluz’, que darían forma a esa película que contiene únicamente diecisiete minutos de imágenes. Su breve metraje convulsiona a los espectadores de un lejano 1928. Un momento en que los jóvenes artistas europeos despliegan su inconformismo y en los que el surrealismo encuentra con este cortometraje su arma cinematográfica. Buñuel reconoce que al trabajar en el guion con Salvador Dalí ambos se proponen el objetivo de no aceptar idea ni imagen alguna que pudiera dar lugar a una explicación racional, sicológica o cultural. De hecho, es revelador su título de rodaje: ‘Es peligroso asomarse al interior’. Así, ‘Un perro andaluz’ hace tambalearse las bases de un arte que apenas tiene treinta años de vida. Y Buñuel cercena en esta obra memorable su ojo ingenuo, su inocencia. Su forma de mirar, esto es.

   Con una elegante portada del ilustrador Jonathan López, el número 261 de ‘Letras Libres’, la revista mensual que dirige Daniel Gascón en su edición española, dedica un dosier al cineasta calandino con textos de Agustín Sánchez Vidal, Ernesto Diezmartínez, Amparo Martínez Herranz, Natalia Carrero y el propio Gascón, donde estudian su influencia en autores y directores, analizan su época mexicana y su relación con los guionistas y revisan la vigencia y contradicciones de una figura fascinante. El editorial es preciso: “Ateo obsesionado con la religión, revolucionario asustado por los excesos de las revueltas, surrealista admirador del naturalismo, retratista de las frustraciones del deseo, su obra poética y brutal cautivó a otros creadores. Su vida agitada es también una forma de contar el siglo veinte, sus tragedias políticas y sus transformaciones culturales: de las vanguardias a la Segunda República española, del exilio al macartismo, del mecenazgo a la industria mexicana, del ‘boom’ al cine de autor… Fue un director de matriz literaria, escritor en sus inicios, y, en palabras de Fernando Trueba, el mayor bromista de la historia del cine”.

   Por su parte, y con portada e ilustraciones interiores a cargo del pintor turolense Gonzalo Tena, el número 145-146 de la revista turolense ‘Turia’ que dirige Raúl Carlos Maícas cumple precisamente cuarenta años de existencia y para conmemorarlo ofrece un espectacular monográfico titulado ‘Buñuel y la literatura’, con dieciocho autores que analizan a fondo su obra literaria, entre ellos Domingo Ródenas de Moya, Francisco Javier Díez de Revenga, Raquel Arias Careaga, Javier Herrera, María del Carmen Molina Barea, Antonio Martín Barrachina, Vicente Molina Foix, José María Conget, Ana Alcolea, Elifio Feliz de Vargas, Ana Merino, Javier Sáez de Ibarra, Berta Vías Mahou, Diego Trelles Paz o Valeria Correa Fiz. De este modo, nueve especialistas han estudiado sus textos y otros nueve escritores cinéfilos han elaborado relatos inéditos que tienen al calandino y a su cine como elemento vertebrador de sus narraciones. Todo este importante trabajo colectivo ha sido coordinado por Jordi Xifra, actual director del centro Buñuel de Calanda y catedrático de la universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

   Previsibles unos y de nota otros, los distintos textos de estas dos publicaciones intentan desentrañar su cine para demostrar, así, que el autor de ‘El ángel exterminador’ es un cineasta tan imprevisible como absorbente. Tan surrealista como irresistible. Pero, sobre todo, único en su capacidad para abrir interrogantes en el centro mismo de un absurdo con el aspecto del más inaudito de los vacíos. Tan inverosímil que solo puede ser cierto. Tan real que parece ficción. Su cine, muchas veces, discurre en la parte de atrás de la pantalla, en el conjunto de excusas que siempre nos acompañan. Su cine, en fin, tiene la capacidad de aniquilar a quien se atreve a mirar. Así es el cine de Buñuel. Invita a entrar en los vericuetos de la realidad, a través de una mirada que está subliminalmente enlazada, como si tratara de un hilo eléctrico.

  Vemos lo que deseamos ver o, mejor, lo que nos podemos permitir ver para no sentirnos desplazados. Ese es el universo tan contradictorio de Buñuel. Esa es su mirada. Pero Buñuel es, ante todo y esencialmente, un cineasta de referencias literarias, no solo porque la mayoría de sus obras son adaptaciones (eso sí, muy personales) de obras de otros, sino, también, porque necesita de la colaboración de escritores en sus guiones y es, por encima de todo y desde siempre, un gran y curioso lector de obras literarias procedentes de cuatro culturas distintas (española, francesa, mexicana y estadounidense) y en las tres lenguas respectivas de España, Francia e Inglaterra. De todas estas estrechas vinculaciones, incluidos sus libros y lecturas cardinales de juventud, se hace eco ‘Turia’, en especial en lo que atañe a la literatura española, desde la picaresca, los heterodoxos y la mística.

  Por origen y formación, Buñuel pertenece al mundo burgués dominante, pero con una conciencia crítica despiadada hacia ese mismo mundo para intentar humanizarlo a través de la cultura y del arte. Y se convierte en pionero del cine español y en uno de los directores más universales y trascendentes, que influye en su cosmología visual y narrativa en el imaginario de escritores como Carlos Fuentes, García Márquez, Rodríguez Monegal, Vargas Llosa, Octavio Paz, Cortázar, Rulfo, Gironella, Carpentier, Mutis o Donoso. Los fogonazos de su cine se advierten en varias de sus novelas y cuentos. Al mismo tiempo, la influencia de Sade y la religión, o la presencia de la trinidad hispánica –don Quijote, don Juan, la Celestina- en el ideario iberoamericano se mezclan con el de Velázquez, el de Fabre, el de Marx, el de Darwin, el de Freud, el de Valle-Inclán, el de García Lorca o el de Benito Pérez Galdós.

  Buñuel y Galdós, o Galdós y Buñuel, son dos de los grandes iconos culturales y creativos de los siglos diecinueve y veinte en España. Ambos continuaron más que ningún otro, cada uno en su siglo, la tradición narrativa española cuya figura fundacional es Cervantes con su ‘Don Quijote’. Sus proyectos humanistas similares, cada uno con su estilo propio, dan a conocer España para tratar de transformarla. Y el calandino recoge buena parte de la herencia del canario, y Galdós, de hecho, es la única influencia clara que Buñuel llega a reconocer abiertamente. El escritor le da al cineasta una enorme variedad de personajes y de historias que incorpora a sus películas. A veces directamente, en las adaptaciones de ‘Nazarín’ y ‘Tristana’, y otras indirectamente a través de elementos galdosianos en otros filmes como ‘Viridiana’, ‘La ilusión viaja en tranvía’, ‘Los olvidados’ o ‘Él’. Para Buñuel, Galdós fue siempre un punto de partida, un núcleo que disparaba su imaginación en las mismas direcciones o ámbitos principales, el teológico, el realista y el surrealista.

   Aparte de las referencias literarias, Buñuel se nutre igualmente de las pictóricas y las mitológicas, las sociológicas y las filosóficas, las musicales y las históricas. Llama su atención su predilección por Velázquez y ‘Las meninas’. Así, los mendigos de ‘Viridiana’, en cuanto a Cristo y los apóstoles, son análogos a los enanos y payasos del pintor sevillano, un artista con el que el mismo Buñuel confiesa tener más puntos de contacto que con Goya, a quien considera un lugar común –por desconocimiento- de la crítica.

  Aunque a veces actuamos de manera irracional, los actos humanos suelen apoyarse en una red invisible tejida con ideas y valores. Y eso es lo que encontramos en Buñuel, un camino intelectual que baila entre la política, la religión y el sexo. O, por decirlo de otro modo, un esfuerzo por entender y poner a prueba las ideas de los más relevantes pensadores y visionarios liberales. Un hombre, en fin, que voltea los cánones. Que desacraliza. Que incomoda. Como una visión de los ciegos y la ceguera de la visión. El que ve y el que no ve. Como una inocente que nos paraliza con la mirada intolerante de sus prohibiciones. La que petrifica a los que la miran de frente. O esa sangre que baña los muslos de la institutriz en ‘Ensayo de un crimen’.

   Siempre me ha llamado la atención la importancia que le da el realizador de ‘El fantasma de la libertad’ a los sistemas que permiten interpretar la realidad. Su casi envidia a los creyentes viene de esta urgencia. Él, agnóstico, a falta de fe tiene que labrarse un horizonte interpretativo con ideas. Toda la vida lucha Buñuel por buscar algo en qué creer que insufle vigor, un proyecto que mejore y enriquezca la vida. El cine ha cumplido esa función, sin duda, pero también las ideas. Sus películas han sido y son eso, reflexiones sobre sus propios marcos intelectuales. Sin ideas, claro, la vida se empobrece. Por eso, acaso, “el erotismo sin religión es como manjar sin sal”.

   Existe una complicidad mutua a la hora de entender el mundo. Por eso Buñuel, puro cineasta literario, quiere adaptar a Juan Rulfo, igual que lo intenta con ‘Hura’, de Fuentes, cuentos de Cortázar como ‘Las ménades’, novelas de Donoso (‘El lugar sin límites’, que llevará a la gran pantalla Arturo Ripstein) y el Vargas Llosa de ‘La ciudad y los perros’, que adaptará al cine Francisco Lombardi. Y a la inversa: García Márquez lo tienta para que transforme en imágenes algunos de sus guiones antes de la explosión atómica que supone ‘Cien años de soledad’. Y hasta quiere hacer ‘Los pasos perdidos’ de Alejo Carpentier, pero Tyrone Power le gana los derechos. Para el aragonés, “Carpentier es el máximo escritor vivo de la lengua castellana”.

   La sonrisa de Buñuel siempre tiene en el escepticismo y en una permanente ironía de fondo su origen y su destino. Él mismo confiesa que “soy un novelista frustrado que terminó en director de cine”. O que “dirigir me fatiga enormemente” con ese trato tan agotador con electricistas, actores, fotógrafos, maquilladores. O que su ideal hubiera sido encerrarse a escribir como un monje. “Pero no tengo ningún talento. Ni siquiera para escribir cartas”. El gran Max Aub lo decía muy bien: “Un escritor que halló en el cine su manera de expresarse y se puso a escribir sustituyendo la pluma por la cámara”.

   A Buñuel, sin embargo, le endosan unos sambenitos que no hay manera de descolgarse de ellos. Puros lugares comunes. Algo de eso hay en algunos de los textos tanto de ‘Letras Libres’ como de ‘Turia’. Sus filmes, a mi modo de ver, tienen una segunda –y múltiple- capa, la del deseo, ausente de la pantalla, cuya composición queda en la imaginación de cada espectador. Se equivocan, creo, los que buscan símbolos en su cine. Buñuel, en realidad, se movía en nuevas asociaciones y nuevas ubicaciones. Porque el problema, vuelvo al inicio, es dónde mirar y hasta cómo mirar.

   Y acertar a ver algo. Ya sea la muerte o la luz, tan contradictorias. La primera da sentido a la vida y, qué cosas, acaba con ella. La segunda, partícula y onda a la vez, hace posible que veamos lo que vemos ocultando lo demás. Siempre Buñuel. Siempre su mirada, que petrifica a los que miran de frente y no a los que la miran de soslayo o indirectamente. Siempre atrapado –y atrapados- en su más luminosa, oscura e íntima contradicción.

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