Cartas de amor a mi padre: Celestino Sogas (1)


Por Manuel Sogas Cotano

    Va por lo menos para doce años que le debo carta. Ya sabe que para algunas cosas me retraso un poco. ¡Pero que le podría decir de estos retrasos míos que no sepa, si fue usted el que me engendró!

   Camino de Usagre, en el que me acompaña  siempre aunque no venga conmigo, al igual que en otras tantísimas cosas, vi el cartelón grande de la autovía que indica la entrada a Oropesa, y como siempre que paso por ese lugar, me vino a la cabeza aquella frase que me dijo más de una vez al pasar por allí: “un día que tengamos tiempo nos tenemos que parar en ese pueblo para ver el castillo.”

    Viajaba sólo, como casi siempre  desde que usted no está. Me desvié y entré a Oropesa para ver el castillo.

   Es curioso, papá, reparar en la debilidad de los poderosos; en los grandísimos esfuerzos que hacen para rodearse de castillos, policías y ejércitos, para que los débiles, a cuya costa viven y se enriquecen cada vez más, no nos los comamos por los pies. ¿Qué cosas, verdad?

   Pero la historia es esa: rastro de injusticias y sufrimientos interminables bañados en sangre las más de las veces, que de ser seguido se va dando uno de bruces con una monarquía tras otra, a cuya sombra siempre se halla un banquero prestando dinero a la corona para hacer de la guerra un negocio, o un vendedor de caballos para que la muerte llegue antes, que es otro negocio para los vendedores de caballos y fusiles.

     Yo creo que cuando la humanidad alcance la Era de la Civilización, la historia se escribirá de otra manera, porque ni los poderosos ricos, ni sus secuaces a sueldo, meterán las manos en ella para emponzoñarla con sus mentiras, tergiversaciones y falsedades.

    La historia de Oropesa se intuye en las piedras de su castillo, trágicas y amenazantes, y a mi me da la sensación, que la severidad del carácter castellano no les llega tanto por las figuras de sus castillos, alzados en lo alto de las lomas y recortadas su siniestra figuras sobre la lontananza, sino por el duro esfuerzo diario para arrancar el sustento de una tierra plana y seca, de cuyo sustento tan apenas quedan una migajas en la piel de sus ásperas manos.

    Yo creo que el castillo es el certificado oficial de que allí donde se  ven sus ruinas o permanece su pasado esplendor, un día la injusticia  estuvo bien guardada. Y junto al castillo que certifica la injusticia reinante en su día, la iglesia, también de piedra y monumental para corroborarlo.

   Juntos, castillo e iglesia, a pesar de que la historia oficial hable de grandeza y glorias, no indica otra cosa que allí quedó asentada por siglos la pobreza y la desigualdad entre las personas, siendo  la tierra rica y los castellanos trabajadores, como los andaluces, vascos, murcianos, aragoneses o cualquier otro pueblo llano y sin derecho per se al monumento.

   La tierra seca y ancha de Castilla y no sus castillos, en la que predomina el llano, a veces ondulada suavemente, como las protuberancias pectorales de una mocita adolescente, es lo que explica el carácter austero  y a veces seco del castellano, y en la economía que se adivina de tales llanos y suaves lomas se ve el que Castilla fuera un día el ombligo del mundo, hasta que otros pueblos aparecieron en escena con técnicas productivas más efectivas y sofisticadas, para marcar los parámetros económicos, políticos e ideológicos que alcanzan a nuestros días.

  El castillo que sirve de trinchera al poderoso, para resguardarse en primer lugar de los débiles propios, y después de la rapiña de otros poderosos, es además el recordatorio de quien institucionalizó la violencia, y la solemnidad de sus vestimentas y el boato que muestran las mismas, es el escudo ideológico tras el cual esconde su verdadera naturaleza para que no resulten conocidas sus debilidades, tanto del cuerpo como del espíritu, puesto que si las mostrara su fin estaría próximo.

   Quizás, y esto es opinión mía, cuando la historia empiecen a escribirla sus verdaderos agentes, esto es, todos los que trabajan para vivir de su trabajo, la injusticia, la miseria y la ciencia del matar que es el militarismo desaparecerán, porque de esta manera la historia se escribirá siguiendo el hilo conductor de la economía.

  Es cierto que al guerrero lo encontramos en los albores de la historia, pero al militar no. Al militar lo encontramos cuando aparece el Estado, que no es creación divina, sino el nuevo instrumento que las clases dominantes necesitan para establecer su hegemonía en todos los órdenes de la vida.

   El guerrero se las ve con otro igual, con otro guerrero, y ambos hacen la guerra para sí y los suyos, nunca para terceros, y siempre que ven amenazadas sus respectivas subsistencias. No traba guerra con nadie que no pretenda arrebatarle algo que le sea vital para la subsistencia propia y de los suyos: un valle, un río, una pradera.

    El guerrero antes que ninguna otra cosa es cazador, ganadero o agricultor y, excepcionalmente guerrero, y no guerrea jamás con un niño, un anciano o una mujer.

    El guerrero por el momento histórico en el que se le encuentra, es el pariente más cercano del animal, y por esta razón, en última instancia resuelve sus problemas vitales mediante la violencia. Violencia que cesa en el momento que desaparece el motivo que la originó.

    El militar, que deriva del Señor del Castillo, es cosa de naturaleza distinta a la del guerrero. Es un técnico de la ciencia que se prepara para matar en aras del saqueo que realiza para terceros a cambio de un sueldo.

    No hay guerra que no vaya precedida de palabras. Lo primero en la guerra es la palabra, tanto para el propio militar que la realiza y necesita verla como algo natural, como para los pueblos que la sufren que también deben verla igualmente como algo natural, pues de otro modo no sería posible la guerra.

    En Oropesa no me ha llamado la atención especialmente nada, salvo dos cosas: que era una visita que he realizado sólo a pesar de que habíamos hablado hacerla los dos juntos, usted y yo, y que hay tres carpinterías.

   Su aspecto es el general que puede verse en cualquier pueblo castellano con algo de historia. Sus calles limpias, algunas empinadas, estrechas y retorcidas, y una plaza rectangular de aceras amplias llenas de terrazas, donde puede verse una biblioteca popular que data del año 1946,  en la que debajo de su balconada, dando a la plaza, puede leerse las bondades que tiene la lectura, algunas lecturas podría habérsele añadido.

     Anduve a lo largo de la muralla del castillo por el repecho de una calle estrecha y quebrada para pasar al pie de la iglesia, y después de esto, girando a la derecha y calle abajo, me topé con una de esas carpinterías que le acabo de mencionar.

   El portón de entrada de la carpintería era de madera vieja. Las vigas del techo le servían de estanterías en las que estaban muy bien colocadas las molduras; al fondo, la figura gris gastado de la sierra de cinta y dos bancos de madera, que sin decirlo decían que sobre ellos se habían cepillado muchas maderas; el suelo con un mullido amacerado de serrín y virutas, y frente a los bancos de madera, una estufa con una pila de madera muy bien dispuesta.

   Viendo aquella carpintería me llegó el recuerdo de la primera que vi en el pueblo de mamá, en Usagre, siendo yo niño, porque la que teníamos frente a casa, en nuestro pueblo, la de Salvador, no se hacían muebles. Sólo se hacían portalones para los almacenes, trineos y gradas para los arrozales, cajas para las carriolas y carros.

   Un repartidor de mercancías, al que le pregunté por aquella carpintería, me dijo que había dos más iguales, y como Oropesa no es un pueblo pequeño, pero tampoco puede decirse que sea muy grande, deduje por mi cuenta, que debía tener una gran tradición carpintera.

     Cuando ya me iba, paré en el Parador Nacional, un edificio de piedra y lujoso, de antigua propiedad de un Señor de época pasada. Tiene una placita redonda y no muy grande ante su puerta principal, con árboles altos, gruesos y copados, y bancos de piedra, en los que había dos indigentes con pinta sucia, una especie de macuto a sus pies y una botella de vino.

    Les ofrecí un cigarro que me aceptaron, y ellos a mi vino que no acepté. Ya sabe usted que yo no bebo nada, excepto café y agua.

     Bajo la fronda de uno de aquellos árboles me tumbé en un banco de piedra, descalzo y con el sombrero de paja cubriéndome el rostro me dormí, yo creo que menos de media hora antes de proseguir el viaje, y mientras me dormía, retazos de recuerdos, inconexos y de todo tipo, pasaron por mi cabeza.

    Reparé especialmente en uno de ellos: en el de los cuentos de caballeros que salvaban a la princesa de los dragones de siete cabezas, que usted me contaba de niño antes de dormirme por las noches, y me llevó a ese pensamiento en concreto, las pinturas que con motivos de la Edad Media aparecen en muchas de las paredes de Oropesa. Pero lo de estas pinturas, a lo que me inducía a pensar mirándolas, lo dejo para la carta siguiente.

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