El grito del silencio místico, la verdad indecible en la obra de Verón Gormaz.


Por Jesús Soria Caro

    La fotografía de Verón Gormaz tiene algo de mirada libre, no racional, se acerca a lo que María Zambrano…

…designó como Razón poética, esa otra forma de entender desde la intuición y la imaginación aquello que queda fuera de la lógica, lo que no puede ser explicado desde el sistema de pensamiento tradicional, pero que, desde otra mirada libre de la razón, creadora desde lo poético y su aurora de infinitos, puede cubrir de luz aquello que nuestra realidad oculta. El escritor afirmó que era un poeta que hacía fotografías, sin embargo, en su poesía también fotografía al silencio, capta lo que debería ser visto, dicho y queda en el silencio y en su luz de lo oculto. También en su creación visual lanza una mirada poética que revela los resquicios ocultos del mundo, aquello que el Realismo Mágico intuyó como posible y superior a lo que la lógica podía explicar, es una mirada al misterio, a la retina de lo oculto y su infinito que abre otras perspectivas imaginativas más allá de lo que habitualmente nuestra mirada rechaza.

   
      Esta fotografía de Verón recuerda al Boulevard iluminado de Arlés de Van Gogh que encontrábamos en el cuadro “La terraza del Café de la plaza Fórum”. El pintor enfermó de sueños tratando de atrapar la magia de la luz: Iluminado por una vela en la cabeza colocada sobre su sombrero, lograba una transfiguración de los colores, superando la realidad con su mirada creadora, captando la magia oculta que su alma percibía en la luz invisible sobre la belleza de la noche de la ciudad. Así en una carta a su hermano Theo dejaría constancia de ese valor de necesidad de superar la mirada habitual, ir más allá de esta, encontrar lo sublime que se escondía tras lo perceptible:

   Me divierte enormemente pintar la noche en el sitio mismo. Los pintores solían dibujar y pintar el cuadro de día basándose en el tosco apunte. Pero yo encuentro satisfacción pintando las cosas directamente. Por supuesto, es verdad que en la oscuridad puedo tomar un azul por un verde, un azul-lila por un rosa-lila, porque no puedes distinguir correctamente el matiz del color. Pero es la única manera de librarse de las escenas convencionales con sus pobres luces blanquecinas pálidas, mientras que una simple vela ya nos da los tonos más ricos amarillos y naranjas.

    Esa revolución de mirar el mundo de forma diferente, propuesta por Van Gogh, está en también en la obra fotográfica de nuestro poeta bilbilitano, cumpliéndose, como afirmaba en el programa de Aragón radio La Torre de Babel, José Antonio Conde, la necesidad de mirar a través de su obra la realidad con los ojos recién estrenados:

      Hay que acercarse a sus versos con los ojos recién estrenados, como un instante pleno de luz donde se vislumbra la pasión y la memoria. La dura transparencia de quien extiende al horizonte un rumor y se convierte en una sucesión de auroras para crear en la mirada todos los matices de una voz referencial de nuestras letras. (en Segura, 2018: 28’37”).

      Verón, como el pintor holandés, combina observación e imaginación, realidad y libertad creativa, asumiendo otra forma de representar el mundo, como el ciego Tiresias que ve lo oculto, o como el visionario de William Blake que alcanzaba a vislumbrar lo que existía, pero no se podía ver: aquella belleza oculta que solo podía ser alcanzada con otra mirada interior, transformada desde su perspectiva libre, nueva respecto a la habitual. En la creación lírica de José Verón Gormaz hay también mucha influencia del pensamiento de María Zambrano, alguien que quiso recuperar el prestigio perdido de esa forma otra de leer la vida desde la mirada de los ojos poéticos e intuitivos de la libertad, la belleza, el saber otro que no nace de la razón. En las obras de ambos (Zambrano y Verón) se genera el conflicto ante la ausencia de un signo que referencie un concepto que también sea expresión de lo indecible del ser y sus misterios no racionales, siendo así poesía-filosofía del viaje místico que implica hundirse más allá de los límites del lenguaje y de lo que este puede abarcar como representación y percepción de lo real.

      La pensadora de Vélez desarrolló el concepto de “razón poética” como forma de acceder a una palabra originaria, primigenia, liberada de la historia; en el sentido de lo que esta supuso de construcción de la verdad desde una razón que excluía la mirada poética, reducto perdido de un sentir en el pensar donde esta primera palabra todavía subyacía: “El logos primero es el del lenguaje que la poesía quiere siempre recuperar. Pues la poesía no es sino la huella de esa forma de lenguaje que es propia de otro tiempo y de otra vida” (Zambrano, 2007: 72). Consideraba que la realidad no podía ser solo la fijada desde la tradición del saber de Occidente, había que nombrar la vida sin conceptualizarla desde la lógica. Ser, en el mito de la caverna de la razón occidental, no solo el haz de luz de lo racional que proyecta la vida sobre el muro lo real, sino también vislumbrar lo que queda fuera de sus sombras; lo que, desde la poesía, según su perspectiva etimológica (poiesis), debía ser revelado. En una carta a Jorge Guillén afirmaba: “Yo he buscado la unidad, la fuente escondida de donde salen las dos (poesía y filosofía), pues a ninguna he podido renunciar”. En su propuesta se produce el reencuentro de ambas, ya que las consideraba “dos formas de la palabra” que podían “concertarse en una sola palabra” (Zambrano, 1969: 115).

     La “razón poética” se acerca esa verdad contenida en el silencio que es explosión de lo innombrable, es escultora de lo informe que no puede ser modelado en la palabra, sucede que si nace como signo muere en el silencio su significado originario que no puede traspasar la frontera del logos, cumpliéndose así como afirmara Octavio Paz, que “las cosas se mueren para que vivan los nombres” (Paz, 1996: 51), siendo así necesario un proceso inverso, regresivo hacia el silencio, en el que “Desbautizar el mundo,/sacrificar el nombre de las cosas/para ganar su presencia” (Juarroz, 1991: 125). El poeta moldea el secreto sin alcanzar a descifrarlo, es un médium de ese silencio de lo que no puede ser dicho. Se ansía “La palabra liberada del lenguaje”, propuesta que requiere adentrarnos en el mito de la caverna, ver que el logos es la sombra. Se requiere ver lo que queda fuera de esta en la pared de lo real, vislumbrar la necesaria “invisibilidad” en la presencia del ideal, de lo poético en las formas de lo racional, logrando que se aúne lo irreconciliable, alcanzando así una mística de lo imposible que posibilite la simbiosis de estas dos realidades aparentemente contrapuestas, que son dos lenguajes y dos perspectivas de aproximación a la verdad, pero que se hibridan en lo que la pensadora denominó como “período cosmogónico” (Zambrano, 1992: 252). Clara Janés entiende que la palabra poética es “supra-palabra” de un delirio que es análogo al que padecía cualquier fiel de Dioniso que quería ser habitado por este su dios, que no alcanzaba a comprender esa voz superior que se comunicaba a través de él. Así la palabra poética es también la voz mediadora de lo secreto, de aquello que no se llega a entender, un orden de significado que supera lo que se comunica desde el lenguaje de la razón: Ese secreto supone silencio, porque para atraparlo el poeta debe tenderle una red de silencio; por ello se asocia con frecuencia silencio y poesía; por ello la entrega del poeta es total: para recibir, enmudece, se hace transparente. (Janés, 2010: 63).

     Es el decir de lo imposible que debe ser dicho, más allá de la oscuridad de lo racional, que no permite nombrar lo indecible. Se ansía la llegada de la luz de la poesía que es aurora, revelación, alumbramiento que comunique un sentir libre de lo lógico, al igual que hace la música. Jesús Moreno Sanz define la razón poética como la recuperación en la palabra de lo que no puede ser expresado:

     Es un intento de un ir al interior del lenguaje, haciéndolo “operativo”, capaz de ser tanto lengua para las entrañas como un movimiento (un lenguaje “móvil”) de llevar a la luz de la palabra lo que se resiste a ser nombrado de los entresijos por los que las “cosas” se resuelven en signos, huellas, síntomas, símbolos de un logos abismado hasta los trasfondos −infernales y de luz− ya innombrables. Esta es la “razón poética” de Zambrano. (Moreno, 1996: 425).

    En numerosos pasajes del poemario de Verón Claros del bosque se alude a ese silencio que es donde reside ese otro lenguaje que no es palabra, que alberga lo que para Zambrano queda en el silencio un origen de pensamiento primigenio, libre de la consciencia:

      Y de ella sale, desde su silencioso palpitar, la música inesperada, por la cual la reconocemos; lamento a veces, llamada, la música inicial de lo indecible que no podrá nunca, aquí, ser dada en palabra. Más sí con ella, la música inicial que se desvanece cuando la palabra aparece o reaparece, y que queda en el aire, como su silencio, moldeando su silencio, sosteniéndolo sobre un abismo (Zambrano, 2018: 197-198).

     Las palabras, en el poema de título homónimo al libro anteriormente mencionado, son metaforizadas como el agua en el manantial de signos que fluyen desde el silencio. Surgen de ese lugar puro anterior a lo sígnico, donde el significado antes de ser algo que se reduzca al límite de lo decible ya era el todo, afluente en la corriente en el río del pensamiento poético, fuera de los diques de lo que la palabra reduce a un valor cerrado: “iluminó el regreso,/cantó a la libertad del aire y de la vida, [..]//Llegó prendida de la aurora/cual manantial de signos que fluye en el silencio,/viajera de la noche y de los días,/la esperanza desnuda, la palabra”. Estas que dejan de ser pre-signo al nacer, no pueden volver al pre-logos, a su pureza libre en su infinito. Nacen en el lenguaje, pero olvidan su origen, su ideal de silencio en el que todo era posible. Eran pre-palabra libre de un sentido limitador que ha sido matado en el logos, borrándose así los otros significados posibles que no podrán nacer en el lenguaje, que quedarán allá, en el otro lado del silencio, el de los límites de la verdad indecible: “Si buscas la palabra y no la encuentras/ y ella quiere irrumpir sobre la página,/un poema se dispone a nacer.//Cubierto por las huellas/del doloroso parto,/verá la luz, aunque también la sombra”.

      Este viaje de retorno al pensamiento que antecede la palabra es casi oracular, nos adentramos a una región inspiradora, parnasiana, similar a Delfos y es este, el silencio quien sabe traer las respuestas que el pensamiento gastado por la lógica no encuentra: “Bella es la puerta herida del ocaso/ y solemne el silencio que debe responder/a todas las preguntas sumergidas”. Así, el poeta desearía pasar a ser un médium de lo oculto, como afirmaba Hölderlin, tras lo que la poesía se expresaría a través de él. Los románticos ingleses creían en este orden oculto más allá de lo perceptible, que anidaba en los deseos, en la libertad de la imaginación que iba más allá de lo que creemos que son los límites de la verdad. Fueron conscientes de este orden otro de lo real que no era accesible por medio de la percepción racional y que requería una exploración subjetiva: “Quisiera conversar con lo invisible/más no encuentro el camino de sus voces”. En otro de los mencionados poemas de este libro “La poesía” se personifica, acude a la guerra contra los significados, contra las barreras de lo posible. No todo lo que contiene el lenguaje es la verdad, porque esta última es infinita y no puede ser recogida en su totalidad en el logos. La palabra poética pierde la batalla contra los significados dirigidos de la praxis real, economía, el interés de producir y así generar rentabilidad. La poesía es otro camino más libre que no ha sido recorrido en nuestro pensamiento y en nuestra práctica vital como afirmaban los teóricos de la escuela de Fráncfort: “Han caído en el frente/ las últimas palabras.//Los párrafos heridos llenas los hospitales,/yacen los versos muertos en las fosas comunes/y el poema agoniza/en el lejano exilio”.

     Naufragio perpetuo, libro del poeta reeditado en Lastura, también nos recuerda que la vida es navegar por un mar del silencio, en ese océano reside nuestro yo libre, silenciado, el que navega en las aguas de su alma, en las oscuridades de la noche de su yo interno, en las tormentas de la violencia que la realidad ejerce sobre sus deseos. Esa idea de lo que no puede ser contenido en el lenguaje, porque es parte de una realidad superior a la que podemos explicar desde los límites de la razón, aparece recurrentemente en varios pasajes del poemario, entre otros destacamos uno en “Lluvia oscura del alma” y otro en “Sacrificio”. En el primero la voz poética afirma que sentía el despertar como: “el náufrago que vuelve de los sueños/y ni recuerda ni quiere recordar”. Definiendo toda esa navegación por los mares del tiempo y las costas de lo perdido en el pasado como: “despertar de lo nocturno,/ de aquello inexpresable”. En el segundo de los citados textos se nos dice que hay un mundo dentro de lo vivido que no se puede expresar, no puede ser abarcado con los significados:

   Sin amar lo que evoco yo lo añoro: repaso mentalmente lo innombrable, almas que huyeron, rostros que escaparon, muros muy firmes que hoy se desmoronan, signos heridos que anuncian el ocaso… (Verón, 2016: 22)

     José Verón nos propone navegar por los mares del significado, más allá de sus límites lógicos para alcanzar en lo más lejano del océano de la palabra otros horizontes no abarcables desde el lenguaje gastado de racionalidad. Se abre a las aguas abiertas del silencio de lo negado, de lo que existe más allá de la palabra que lo nombre, más allá de los límites de la lógica. Zambrano aludía a un saber libre de un pensamiento que nace con toda la pureza del silencio: “El conocimiento puro, que nace en la intimidad del ser, y que lo abre y lo trasciende, «el diálogo silencioso del alma consigo misma» que busca aún ser palabra, la palabra única, la palabra indecible; la palabra liberada del lenguaje” (Zambrano, 2018: 170). El navegante sabe que recorrerá las preguntas sin respuesta en las aguas informes de su yo otro. Estas son los mares del silencio donde residen islas innombrables, indefinibles, tierras perdidas de lo que no es expresable desde la significación limitadora, porque su mensaje anida en la razón poética. Hay que llegar a los confines de la isla del silencio, para encontrar lo que Zambrano denominó como “el lenguaje descendiente de la palabra primera con la que el hombre trataba en don de gracia y de verdad” (Zambrano, 2018: 194). Estos confines quedan rodeados por océanos del decir, del logos impositor, alcanzar su origen remoto es viajar a la fuente de un decir total, más allá de la limitación del lenguaje:

    Circularían estas palabras sin encontrar obstáculo, como al descuido. Y como todo lo humano, aunque sea en la plenitud, ha de ser plural, no habría una sola palabra, habrían de ser varias, un enjambre de palabras que irán a reposarse juntas en la colmena del silencio, o en un nido solo, no lejos del silencio del hombre y a su alcance. Y luego, ahora, estuvieron llegando y llegan todavía alguna de estas palabras del enjambre de la palabra inicial, nunca como eran, como son. Cada una, sin mengua de su ser, es también la demás, y ninguna es propiamente otra, no están separadas por la alteración. Y cada una es todas, toda palabra. Y no pueden declinarse. Y lo que es completamente cierto es que no podrían nunca descender hasta el caso ablativo… (Zambrano, 2018: 194).

     “El silencio viviente” fue el título de una exposición fotográfica del poeta, poemas visuales en los que cobra protagonismo algo que está ausente en nuestra imagen real del mundo, que se esconde invisible en los recodos del tiempo, que se mueve entre el ruido y la imagen, la velocidad y el grito interior de los pensamientos. Es el “silencio” que domina lo invisible en estas imágenes, que se aparece en el paisaje y constituye esa ausencia que quedará cuando no quede nada de ese lugar ni de nosotros; el principio de nuestra nada y el desenlace de todo, anterior y posterior a nuestra desaparición. Es el retorno a aquello que olvidamos que fuimos y que tras todo lo que creemos que somos constituirá nuestra esencia final. El silencio observa esos paisajes, es parte de ellos, sabe que el tiempo recorrerá los límites de la realidad y entonces, cuando todo termine, él regresará para ser la voz, la luz y la eternidad del final que se sabe siempre regresando al origen, la nada que creemos ser y el todo que constituye la última frontera de los límites de la razón, la puerta de entrada a lo inexplicable, la morada de las estrellas, el laberinto hacia lo abisal, el yo que se cree grito de absoluto y que al comprender su nada, allí en el silencio ya lo puede ser todo. Entre las imágenes de dicha exposición que recorrió todo Aragón encontramos las siguientes…

 

     Como los pintores holandeses, Verón atrapa en la imagen fotográfica el frío, el color blanco y su representación del silencio. El misterio de la bruma envuelve la imagen, le otorga un carácter atemporal, cercano al referente clásico pictórico anteriormente mencionado.  Sin embargo, la voz del silencio nos susurra su secreto indecible, acompañándonos en el viaje por la mirada fotográfica del poeta…

    Hay algo que conecta su creación visual también con John Ottis Adams, pintor con el que comparte el gusto por los efectos de la luz y el juego de sombras, por su oscuridad tonal, su amor por los paisajes naturales, retratados por el pintor al aire libre y captados por nuestro poeta de la imagen tras largas horas de búsqueda con su cámara, intentando atrapar un tono de luz melancólico. Este proceso de tratar de cazar esa ansiada luz imposible de otra mirada de lo real fue descrita por Verón en alguna entrevista, en la que decía que podía haber estado horas en el campo abierto hasta que lograba captar esa luz con los matices ansiados. Como ejemplo de similitud visual entre el citado pintor y nuestro fotógrafo encontramos la siguiente imagen y el cuadro del pintor norteamericano.

 

 

    Juan Rulfo era como Verón: además de escritor fotógrafo, una de sus series más conocidas fue “Nada de esto es un sueño” en la que un anciano se internaba en el horizonte del abismo del atardecer. En la imagen que aquí vemos de Verón, se cumple el mismo gusto en ambos por la búsqueda de una sombra que se interna en el mar de luz del atardecer buscando su iluminación. También podemos ver cómo el cielo ocupa gran parte de la imagen, casi dos tercios, tiene tanta importancia como la que tenía en la pintura holandesa del siglo XVII y en pintores posteriores como Boudin. Algo en la imagen recuerda “Crepúsculo en la naturaleza” de Frederick Church.

  En ambas imágenes las ramas de los árboles parecen esqueletos o brazos de la muerte, mientras el sol se dirige hacia a su final.  Su última luz se refleja en el cuadro sobre el río y en la fotografía sobre el camino. La diagonal inversa la traza el sol desde la dirección izquierda-derecha que es como leemos siempre la imagen, el peso visual queda desplazado del centro de la sección aurea, dicho contraste se percibiría al cotejar la imagen actual con la tradición estética, eso se vería si dividiéramos la imagen en nueve partes iguales, siendo entonces la cuadrícula que ocupa la posición central la que suele tener el peso visual (la mayor importancia temática en la imagen). El autor hace un desplazamiento poético ya que ahí no encontramos el peso visual, sino que queda desplazado hacia la izquierda, siendo así este el que comprende la sombra del viajero. Hay un juego poético de contraste entre la luz que queda al final de la imagen y un primer plano del hombre que va montado sobre el carro. La imagen es muy sugerente ya que desde las sombras se produce un viaje hacia la última luz del ocaso, hacia la última oportunidad de viajar hacia la luz.

    Ese silencio es tal vez el ideal platónico, esa replica de una verdad mejor que no anida en lo material, que queda latente en el silencio de nuestra voz, depredadora del ego que ambiciona el éxito, el reconocimiento y el poder. Verón supo explorar su ausencia, el regreso al origen previo al holocausto de nuestra hambre de identidad que borra la pureza de ese silencio libre de nosotros mismos. Así se aludía a esta ausencia en “En las orillas del cielo: “Lejos de la codicia,/un lugar en la rama del árbol solitario/donde esperan, callados, los versos nunca escritos”. La exploración del silencio en la poesía y en la creación visual de poeta nos recuerda que hay que acudir así a otras formas de configurar nuestro pensamiento, fundadas sobre la inclusión en la “razón” de lo poético y su libertad intuitiva, para ser así, desde su simbiosis, una nueva mirada sobre la realidad, capaz de enfrentarse a la razón Occidental, que ha sido la configuradora de una historia y un progreso que ha cerrado la libertad de la palabra con sus estructuras, cadenas de lo pensable que caminan atadas a la libertad imposible del logos. Debemos entender que, en la expresión imposible, que ha quedado encerrada dicha cárcel del logos, reside un lenguaje que se desplaza a lo que Wittgenstein denominó como la esfera de lo místico, lo inexpresable verbalmente. María Zambrano intuyó esa parte del lenguaje que sale de noche de su casa en busca del amado, su “mística” era la del lenguaje que abandona su casa, la razón, para así andar al encuentro ardoroso con el fuego originario de la palabra inicial, de la trascendencia de lo que anida en la libertad del silencio, su encuentro con el amado era con el “Dios de la poiesis (revelación poética)”, tras la revelación mística de aquello que forma parte de lo supremo, lo que el lenguaje no puede delimitar, lo que libera a la amada y deja de ser cuerpo del lenguaje para ser así todo alma, pureza, unión con el todo de lo indecible, palabra que encuentra en lo que quedó fuera de sí el encuentro con su absoluto.

 

Bibliografía:

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