Centenario de José Vicente Torrente, novelista oscense,diplomático y hombre de buen humor (1920-2020)


Por Javier Barreiro

       La muerte del novelista oscense, acaecida en Madrid el 11 de julio, a los ochenta y cinco años de su edad, y miembro de la AAE, aconseja detenerse en este tan original y desatendido autor, cuya recepción, a pesar de publicar…

…la mayor parte de sus libros en editoriales conocidas y con buena distribución y de ser un personaje con amplia relevancia social, no se ha correspondido con el valor de su obra, que ocupa más de medio siglo, desde el comienzo de la publicación de su primera novela en octubre de 1942 hasta la última en 1997. Todavía en el año 2000, Clan, la editorial que fundara Seral y Casas, le publicaba Manual del dorado de libros, la única obra editada en España sobre esta disciplina que constituía una de sus más persistentes aficiones.

     Todas las novelas de J. V. Torrente , sólidamente construidas, se caracterizan por su amenidad, por su fácil narrar, por su humor desprejuiciado, acompañado por una prosa precisa, ágil, irónica, vigorosa y expresiva que, como suele suceder con los escritores que privilegian la concentración, tiende al estilo nominal. Lamentablemente, varias de sus obras son difíciles de conseguir porque están agotadas o descatalogadas. Sin embargo, Prensas Universitarias, publicó en 2004 una nueva edición de El país de García, que tuve el placer de realizar, de la que tomo muchos de los datos aquí expuestos y a la que remito al lector que demande información más amplia.

  Perteneciente a una conocida familia, José Vicente Torrente Secorún  había nacido en el Coso Alto de Huesca el 26 de octubre de 1920. Entre los ascendientes de su padre, con solar en la casa Sanz de Angüés, estaban el general Pedro Villacampa, héroe de la guerra de la Independencia, y el brigadier Manuel Villacampa, responsable del fallido intento de proclamar la república en 1886. Por parte de su madre, de familia terrateniente, Torrente era sobrino de Ramón y Cajal, primo del embajador Máximo Cajal, a quien dedicó Los sucesos de Santolaria, y tío de los hermanos artistas, Antonio y Carlos Saura.

  José Vicente tuvo desde niño una enorme afición a la lectura, surtida especialmente por la biblioteca de su abuelo, Nicolás Secorún, en el cercano pueblo de Vicién, donde pasaba los veranos. Otro medio de proporcionarse libros lo encuentra a través de su amigo, José Antonio Llanas, después alcalde de la ciudad durante muchos años, que le facilitaba volúmenes de la biblioteca familiar. 

  Al producirse el alzamiento militar, los hermanos Torrente se hallaban veraneando en Vicién. La rápida actuación de su padre, aprovechando la confusión de los primeros momentos, logró trasladar a sus hijos a Huesca. Allí terminó el bachiller y, con dieciséis años, entró como voluntario en Falange. Por entonces, publicará sus primeras colaboraciones en La Nueva España pero pronto marcharía al frente, como voluntario en el cuerpo de Artillería.

  Acabada la guerra, comienza en Madrid los estudios de Derecho y, con tan sólo veinte años, publica sus  primeras colaboraciones en la revista Vértice. Pronto entra en la Dirección General de Prensa, donde conoció a Cela, al periodista Antonio Valencia y al factótum periodístico de la época, Juan Aparicio. Este le dio ocasión de colaborar en la revista El Español, en la que precisamente Cela dio por primera vez a la luz su Pabellón de reposo. Así, en la última página de esta publicación, Torrente comienza a publicar por entregas, entre el 31 de octubre de 1942 y el 14 de agosto de 1943, la que será su primera novela, IV Grupo del 75-27, en la que recoge sus experiencias bélicas, como era previsible, con abundantes elementos autobiográficos. El argumento nos lleva, -de la mano de Esteban, joven combatiente de rica familia- a través de los momentos dramáticos e intensos vividos en el frente. Al finalizar, Esteban encuentra a su novia, Pilar, ya casada aunque infeliz en su unión. Los tiempos no estaban para fugas, raptos ni adulterios. El joven se despide de ella para siempre y marcha al norte para seguir trabajando por España, ya que la tarea de posguerra es todavía más dura que la de la batalla. Pese a tan socorrido argumento, merece este justo elogio a Maryse Bertrand:

  Relato realista, aunque no se precisen nunca los lugares geográficos, muy distinto de las obras idealizadoras y ensalzadoras de la misma época: aquí, si bien los personajes son soldados del bando nacional, se les ve con sus cualidades y defectos y no se denigra al enemigo. El estilo es preciso, sencillo, sin florituras en la narración y la descripción y a menudo bronco en los diálogos. El conjunto resulta muy interesante y sobre todo muy superior a la novelística española de la guerra de esos primeros años de posguerra.

 En alguno de los fragmentos finales del libro se expresa el sentimiento de desazón e invalidez que acomete en toda posguerra quienes han luchado en los frentes, combinado, tanto con el mensaje de esperanza en la revolución que algunos militantes de falange habían oteado, como con la desilusionada presunción de que, por las circunstancias pasadas y presentes, no iba a ser posible.

  Pero el joven Torrente se estaba especializando en economía y llegaba la necesidad de ganarse la vida, con lo que  la actividad literaria pasó a un segundo plano. Mientras por la noche estudiaba para terminar su licenciatura,  durante el día trabajaba en el periodismo. Fue redactor financiero del diario Pueblo y de la revista Economía Mundial, que había fundado con su primo, José Antonio Torrente. En plena guerra mundial fue enviado por Pueblo a Alemania para realizar varias entrevistas. Entre otros, habló con el ministro de Economía, el director de Ferrocarriles y el presidente del Deutsche Bank. Durante los dos meses que pasó en Alemania, Torrente confesaba que se aburrió mortalmente y no veía la hora de volver.

  Una vez licenciado en Derecho, tras dar clase de Política Económica en la Facultad de Ciencias Económicas, como auxiliar de José María de Areilza, barajó hacer oposiciones a notarías pero, finalmente, decidió su ingreso en la carrera diplomática. Para perfeccionarse en los idiomas indispensables para cursarla, pasó casi un año en Irlanda y unos meses en Bélgica, al tiempo que se publicaba su primer estudio económico, Doble imposición internacional, que era a la vez el primero editado en España sobre la tributación de empresas establecidas en varios países.

   José Vicente Torrente hizo una brillante carrera diplomática que terminó en 1950 con el primer número de su promoción. Por su expediente hubiera podido elegir un destino mucho más cómodo y brillante pero, dado que entonces su situación económica no era muy desahogada, prefirió un puesto en el que los pluses y complementos fueran sustanciosos, con lo que marchó destinado a Puerto Príncipe, capital de Haití, como encargado de Negocios. Desde allí viajó en bastantes ocasiones a la vecina Santo Domingo. Este contacto con la terrible y fascinante realidad humana de las sociedades caribeñas y el conocimiento de sus interioridades le sirvieron como documentación para varias de sus novelas. En 1953 pasó al Consulado de Nueva York y colaboró activamente con la embajada en las negociaciones para los tratados con los Estados Unidos, con lo que, a finales de 1953 y para encargarse de los trámites para aplicar la ayuda norteamericana, fue destinado al Ministerio de Asuntos Exteriores. Hasta su jubilación en 1986 estuvo presente en casi todas las reuniones del convenio con los USA, ya que toda su carrera estuvo vinculada a las cuestiones económicas En la etapa final de su vida diplomática ocupó puestos de gran importancia. Entre 1966 y 1971, estuvo destinado en París como ministro encargado de los asuntos económicos y jefe de la Oficina Comercial, periodo en el que, como reconocimiento a su labor, el gobierno francés le concedió la Legión de Honor. Por sus conocimientos y contactos con el mundo del la prensa, ocupó después  la Dirección General de la Oficina de Información Diplomática, y en 1976 contribuyó decisivamente en la creación de la CEOE. Tras seis años en Madrid, se le dio a elegir entre las embajadas de  varios países, entre ellos China y Venezuela. Torrente se decidió por el país americano y fue embajador en Caracas entre 1977 y 1979, año en el que volvió al Ministerio para desempeñar la Dirección General de Relaciones Económicas Internacionales. En 1982 pasó a dirigir el Organismo de Conferencias Internacionales (OCI). Tras pasar por la  UNTAD (Conferencia de las Naciones Unidas para Comercio y Desarrollo), fue nombrado embajador ante la OCDE. en París, cargo en el que se jubiló en 1986. Su trayectoria diplomática le valió la dignidad vitalicia de Embajador de España.

  En diciembre de 1953, aprovechó su vuelta a Madrid para contraer matrimonio con Ana María Blasco Martínez, con la que tuvo tres hijas pero en la vorágine de su vida  diplomática encontró tiempo para dar a la luz importantes obras sobre economía y para reanudar su interrumpida carrera literaria. Durante ese mismo año había publicado Las relaciones económicas de España con Hispanoamérica y, en 1955, fundado la revista Actualidad Económica. Al año siguiente obtuvo el nombramiento como profesor de Política Económica, Comercial y Técnica en la Escuela Diplomática. En este mismo 1956 apareció su segunda novela, En el cielo nos veremos,  la primera que fue publicada como libro independiente. La obra había sido presentada al Premio Nadal de 1955, compitiendo con otras doscientas cuarenta novelas entre las que se contaban, Bearn o la sala de las muñecas de Lorenzo Villalonga y las de otros autores bien conocidos. En el cielo nos veremos estuvo entre los cinco finalistas y sólo se cayó en la cuarta votación pero, como es sabido,  la premiada fue, El Jarama  de Sánchez Ferlosio, una de las más grandes novelas publicadas durante la dictadura de Franco. El propio editor, José Vergés, manifestó al escritor que era una pena que no se hubiera presentado otro año porque, como premio, consideraba la obra muy vendible. Prueba del aprecio del editor es que éste le publicó tres novelas más en la colección más prestigiosa de Destino, Áncora y Delfín.

  En el cielo nos veremos narra las andanzas americanas y la progresiva degradación moral de Beniter, hijo de una humilde familia habitante de un pueblo oscense que, en principio buscando mudar de estado pero cada vez más cegado por el brillo del dinero, emprende un largo y aventurero periplo que lo lleva desde Francia a los Estados Unidos de América, pasando por Panamá, los países del Caribe y Méjico, para regresar, ya multimillonario, a su lugar natal donde se encuentra con sus identidades y sus fantasmas. La censura prohibió el suicidio con el que el protagonista pone fin a sus desbaratadas andanzas, por lo que hubo que componer un final ejemplar en el que Beniter compensaba, en la medida de lo posible, sus fechorías y su egoísmo a través del testamento. Para defender su obra ante la censura, que tan bien conocía, Torrente sostuvo precisamente que se trataba de una novela picaresca pero el censor retrucó que, como tal, debía tener una enseñanza positiva. Resolvió el asunto incluyendo al final de la obra un testamento redactado, con ayuda de su hermano José Antonio, de profesión notario, y firmado por personajes reales amigos del autor.

  En efecto, el componente picaresco, que será una constante en la narrativa de Torrente desde esta hasta su última novela publicada, aparece aquí no sólo por el carácter y la itinerancia del personaje principal sino sobre todo por el  desparpajo y amargura con el que están trazadas sus andanzas. La novela, a pesar de sus casi trescientas páginas de letra menuda, en ningún momento pierde el interés gracias a lo vibrante de la acción, a lo humano de sus caracteres y al excelente ritmo servido por una prosa siempre precisa, ágil e irónica.

 Inmediatamente, aparece la tercera novela de Torrente, El becerro de oro, basada en la historia real de una familia oscense. De hecho, todos los personajes, exceptuando al concejal buscador de tesoros, son reales. Si en la obra anterior el dinero y la progresiva descomposición en que su acaparamiento sumía al protagonista tenían una importancia fundamental, aquí el afán de acumulación de riquezas por parte de los miembros de una comunidad rural todo lo preside y envenena. El relato, compuesto en forma coral, nos muestra, con una poderosa sensación de verdad, la miseria moral del ambiente de un pueblo, al parecer del Somontano oscense, donde todo se supedita al incremento de patrimonio por parte de las familias más poderosas del lugar mientras un sexo larvado, oscuro y miserable recorre subterráneamente todas las almas. Salvo la figura, un tanto idealizada de Mosén Julio, los personajes rivalizan en ruindad y bajeza. Los matrimonios concertados, el arreglo de cualquier chandrío a cuenta del poder económico y la injusticia omnipresente nos dan un panorama tremendo –y, lamentablemente, hasta no hace tanto tiempo, certero- de la vida rural de la España de posguerra. Excelentemente construida y con una prosa vigorosa y expresiva, la novela se lee con avidez y muestra, dentro de su sujeción a las fórmulas tradicionales, las magníficas cualidades de narrador del ya entonces brillante diplomático.

   Su siguiente novela, Tierra caliente, transcurre en el Caribe y en ella aprovecha sus experiencias personales en Haití  y Santo Domingo, con lo que la ambientación y la sensación de verdad son irrefutables. Aunque se aproxima al modelo de la “novela de dictador”, el protagonista no es “el señor presidente” sino los personajes que en torno a él pululan y las intrigas que a su alrededor se desarrollan. A pesar de que apenas hay referencias espacio- temporales, la acción parece desarrollarse en Haití hacia 1920. Las circunstancias profesionales del novelista tal vez no le permitían ser más explícito y, por otra parte, su intención no parece ser la de pergeñar una novela de denuncia específica sino una narración entretenida que muestre la peculiar forma de gobierno de estas repúblicas. Él mismo reconoció no haber leído hasta entonces Tirano Banderas ni El señor Presidente y que se le ocurrió  porque conocía la historia de Haití y Santo Domingo y a gentes de cuyo patrón sacó fielmente los personajes de la novela. Además, pocos modelos literarios podía tener Torrente a la sazón, porque dicho género se desarrollo sobre todo en las décadas posteriores. Prescindiendo de las dos citadas, únicamente El reino de este mundo (1949) de Alejo Carpentier y Muertes de perro (1958) de Francisco Ayala habían sido editadas antes de la fecha de publicación de la obra (1960) y resultaban bastante menos accesibles que las anteriores.

  La novela constituye una sucesión de escenas y personajes pintorescos entre los que no falta,  como sucede en todas y cada una de sus obras, un oscense, en este caso, Evangelino Cerezo, natural de Tabernas de Isuela y jefe espiritual y social de los Testigos de Jehová del lugar. La narración se apoya sobre todo en el trepidante y expresivo diálogo, en el agilísimo ritmo, en la variedad de tipos a los que, con unos acertados brochazos, se caracteriza psicológicamente y en la calidad de buen narrador de Torrente, que parece no esforzarse para contarnos historias, muchas con tinte expresionistas, que nos interesan aunque sólo sea superficialmente. La lucha final de las dos banderías por el poder está resuelta con especial garbo y pulso narrativo. Habría que destacar que en esta novela el humor, que tan sólo apuntaba en las obras anteriores, especialmente en El cielo nos veremos, tiene aquí una presencia más constante, lo que se irá incrementando en sus narraciones siguientes, como si el escepticismo que otorga la madurez y al que suele considerarse como una de las fuentes del humorismo fuese ganando terreno.

  La obra estuvo a punto de ser llevada a la pantalla y hasta se escribió el guion cinematográfico para ser filmada por Televisión Española cuando Adolfo Suárez era su Director General. Fue un abulense, amigo a la vez del político y del escritor,  quien ofició de guionista. Finalmente, Torrente se opuso  a que se llevara a efecto, ofreciendo incluso indemnizar al autor del guion. Su cargo era entonces el de director general de la Oficina de Información Diplomática y el asunto podía ser malinterpretado como tráfico de influencias.

  Pero Torrente seguía compatibilizando la narrativa con su otra vocación: la económica. En 1959 tradujo La ciencia económica ante la “inutilidad” del socialismo y dos años más tarde la importante obra del austriaco Hayek, que obtendría el Premio Nobel en 1974. También prologó En los bosques (1961), obra del clásico ruso prácticamente desconocido en España, ayer y hoy, Pavel Mielnikov, hombre curioso y preocupado por su entorno, que escribió por placer dos obras que constituyen las mejores descripciones de las tierras del Volga en el siglo XIX. En 1965 apareció otra traducción suya en colaboración con el catedrático Julio González Campos y el que fue ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja: la obra de Philippe Cahier, Derecho diplomático contemporáneo.

  Torrente, a pesar de sus múltiples obligaciones profesionales, procuró siempre dejar un espacio a lo que fue su gran ilusión de siempre,  asistida por aptitudes nada comunes, la escritura. Fueron, tal vez, esas ocupaciones las que en cierto modo frenaron su vocación, de modo que al hacer de la literatura un trabajo secundario, subordinado a imperativos de quehaceres profesionales y estudios técnicos, impidieron al escritor dedicar a sus tareas literarias la atención exigente y sostenida de un profesional de las letras. Así Torrente, que por el aliento y la solidez técnica y lingüística de sus obras, es un auténtico novelista, no alguien aficionado a novelar en sus horas de ocio, no pudo recoger las inquietudes generacionales que llevaron a sus contemporáneos a aplicar al género narrativo impulsos renovadores. Son los acontecimientos, los personajes y el diálogo los elementos que sostienen sus ficciones narrativas. El arte de contar y el placer que le produce –el lector advierte que el novelista se divierte escribiendo- constituyen la esencia de su arte novelesco.

 Así llegamos a 1972, año en que aparece la más importante de sus obras, El país de García. En dicha fecha ya hacía una docena de años que Torrente, que acababa de sobrepasar el medio siglo, no publicaba novelas. Esta obra, aun conservando el cañamazo narrativo, constituye una suerte de homenaje a su provincia natal y da cuenta de las tierras y la historia oscenses, todavía muy poco utilizadas como marco o pretexto por la literatura española. Así, El país de García presenta en su composición la originalidad de contener una novela itinerante junto a una guía histórico-artística de la provincia oscense, lo que finalmente viene a conformar un singular libro de viajes. Este triple contenido puede confundirnos a la hora de enfocar la obra en cuanto a considerarla novela o libro viajero ya que, si por el protagonismo de los personajes de ficción y la textura de sus episodios narrativos se acerca a la primera, por el número de páginas dedicadas a la descripción de lugares y por la evidente voluntad del autor de darnos un friso de su provincia, parece justificar la segunda catalogación. Por otra parte, la impresión del lector a la hora de terminar la lectura está también más cerca de esta última opción, por más que en ningún momento aparezca la figura del autor real-viajero, que parece consustancial a los libros de viajes.

 Por otro lado, la frontera entre la novela y el libro de viajes estaba en la fecha de la publicación del libro, suficientemente disipada, tras las excursiones de los llamados novelistas sociales por las zonas más deprimidas del mapa peninsular. Si éstos querían darnos con sus novelas una suerte de documento, sólo ficcional en el rebozo, sus libros de viajes eran la fotografía de esa España depauperada, mansa, cerril y fuera de su tiempo que tanto contrastaba con la versión de la propaganda oficial.

  En ningún momento, la actitud de Torrente, cuajada de distanciamiento y ausente de cualquier intención social o reivindicativa, se aproxima a la de estos novelistas pero tampoco a la de Cela que con, Viaje a la Alcarria, había refundado el género en 1948, pese a la admiración de Torrente por el autor gallego y a la ligera afirmación de Ignacio Soldevila en la única mención que dedica al autor en los dos tomos de su obra: “demasiado servil al modelo viajero de Cela” (Soldevila Durante (1980, t. II, p. 119), que parece probar que el crítico no tuvo oportunidad de abrir el libro. Donde sí hay débito a Cela es en la conformación de los personajes pero nunca en la configuración narrativa. Si hubiera que recurrir a algún padrinazgo, la parte narrativa de El país de García debe más a la picaresca (escritura en primera persona, sujeto narrativo que sirve a un amo, carácter itinerante, mensaje cuajado de escepticismo o el constituir una guía para andar por la vida) y a la Vida de Pedro Saputo-también itinerante, en especial por el Somontano oscense, con harta precisión toponímica y descriptiva, y también propedéutica del camino de la vida- que a ningún otro modelo. Por otro lado, como una suerte de homenaje al personaje folklórico tan representativo de la identidad aragonesa, el inicio de la acción se sitúa en el lugar natal de Pedro Saputo y, enseguida, se nos ofrece alguno de sus episodios más representativos, como son el del vuelo desde las ripas de Alcolea y el de la justicia de Almudévar. Las vivencias personales del autor en ámbitos idénticos a los que se desarrolla el clásico aragonés facilitan la familiaridad de ambas obras.

  Aunque por numerosos detalles la acción se desarrolla en un tiempo contemporáneo al de su escritura, un regusto arcaizante, la poca importancia que se otorga al devenir cronológico y la catadura de los personajes nos sitúan en una dimensión atemporal que también tiene algo que ver con la Vida de Pedro Saputo. Ni los personajes ni las formas de vida que en El país de García se muestran tienen que ver –aunque pudieran encontrarse algunas reminiscencias- con la España de los años cincuenta o sesenta, pese a que se incorporen algunos elementos relativos a la actualidad. Pero, en la novela, el discurrir en carro de mulas de don Magín y sus sirvientes por los caminos de Huesca, profusos en mesones, encuentros con caminantes y formas de vida arcaicas, tampoco se corresponde con un tiempo en que el teléfono, la radio, la televisión y el automóvil formaban ya parte del espectro rural.

  Tampoco los escritores aragoneses se han servido de su propio territorio para sus libros de viajes, por otra parte, muy escasos. La única excepción próxima sería el libro del periodista alcañizano Darío Vidal, A mitad de camino, Los Monegros, (1971) –otra obra valiosa y olvidada- pero que es estrictamente un libro de viajes prototípico en que el autor habla en primera persona y recorre los territorios en los que describe lo que ve y se encuentra, con la aportación de algunos elementos que pueden calificarse como sociales.

  Habría que destacar, pues, la originalidad del planteamiento de El país de García en la tradición literaria española en su vertiente de libro de viajes novelado. Respecto a las numerosas páginas que pueden calificarse de guía histórico-artística, poco más habría que decir que destacar su abundante información, excelentemente escogida, y servida por una prosa eficaz, limpia, clásica y bienhumorada, con la inclusión de algunas apostillas irónicas que rozan lo literario. Pero tal vez, resulta sobredimensionada en detrimento de la parte ficcional y su peso en el conjunto de la obra es excesivo. El lector desearía una mayor abundancia y protagonismo de los apartados narrativos, que son los que dan al libro el frescor y la soltura que lo caracterizan. Sin embargo, Torrente se planteó sin duda una obra en que ambos aspectos quedaran nivelados y lo cierto es que su dimensión en el conjunto del texto resulta bastante equilibrada.

  El material narrativo constituye la parte más interesante de El país de García. Además de la utilización de la primera persona, a la que se aludió, gran parte de aquél está constituido por los diálogos de los dos protagonistas principales entre sí –el narrador y don Dimas- y con los personajes sobrevenidos en el transcurso de la peripecia. Son coloquios construidos con gran economía de medios, harta precisión lingüística y en los que se advierte una clara estirpe cervantina. Muy frecuentemente Don Dimas, o alguno de los advenedizos, introduce en ellos historias intercaladas, generalmente breves, con un componente humorístico y que encierran a menudo una suerte de mensaje o enseñanza  casi siempre cuajada de escepticismo y, en ocasiones críptica, como si la suerte de avisada prudencia y experiencia vivida que encarnan tanto el curandero como muchos de los personajes itinerantes implicara el guardarse también la carta de la interpretación. Bien pudiera verse en todo ello un componente gracianesco, ya que el jesuita aragonés es autor con el que pudiera identificarse al Torrente de esta y otras obras en muchos aspectos de su filosofía vital. De hecho, al final de la obra se le cita, como de pasada pero con muy ilustrativa apostilla: “En Graus es fama que Gracián, otro espíritu enemigo de la indolente y engañosa conformidad, escribió su Criticón” (p. 265).

  Algunos de estos breves episodios intercalados son históricos, otros corresponden a la tradición popular, con alguna pequeña pincelada folklórica, y los más parecen deberse a la mera inventiva del autor. En todos los casos, priva ese pintoresquismo de buena ley, que el autor parece privilegiar en sus últimas obras. Así, la novela se mueve entre el gusto por mostrar personajes curiosos, contar anécdotas y la soterrada exposición de una filosofía vital escéptica pero nada estoica, precavida aunque gozosa y un punto taimada. De cualquier forma, siempre queda una brizna de perplejidad, de ambigüedad, de doble sentido en el mensaje, como si, por un lado, el autor nos quisiera mostrar que no debemos tomar nada demasiado en serio y, por otro, nos advirtiera, como el viejo Arcipreste, de que bajo un manto de burla y solaz a menudo se encierra alguna enseñanza.

  Un humor biempensante pero ácido y con un fondo amargo, una especie de mirada distanciada sobre el género humano se cierne sobre El país de García. Desde la segunda página de la obra, don Dimas nos avisa: “El burro es el animal más serio de la creación y la seriedad es la dicha de los imbéciles”. Las relaciones de amistad o cariño que entre ellos forjan los protagonistas se expresan de manera elíptica, contenida y hasta forzada, respondiendo al rasgo tan aragonés de huir de la excesiva sentimentalidad, como queda tan patente en la escena de la despedida entre Don Dimas y el narrador.

  La lengua, como suele suceder en los escritores que tienden a la concentración, privilegia el estilo nominal y los adjetivos, aún usados moderadamente, apuntan a la concreción y a la justeza. Es llamativa la abundancia del tiempo verbal pasado con pronombre enclítico, lo que proporciona a la prosa un toque entre culto y arcaizante. La riqueza toponímica implica un muy preciso trabajo de documentación.  En las partes narrativas el estilo es conceptuoso, rotundo y, a menudo, elíptico. El diálogo que constituye la mayor porción de aquéllas, abunda en frases populares y giros coloquiales que contrastan vigorosamente con la retórica, muchas veces de claras reminiscencias literarias, con que se expresan la mayoría de los interlocutores, sin que falten los tan naturales aragonesismos y los aludidos arcaísmos. Lo popular y lo culto alcanzan así una fusión que muy a menudo resalta la trastienda de aquellos y proclama la ironía de que anda revestida toda la obra. Sea con un humor latente o explícito, los diálogos son siempre apropiados y sentenciosos.

  La parte informativa destaca por la justeza y amenidad y no faltan tampoco las apostillas levemente humorísticas o irónicas del autor. Es, desde luego, una lengua que roza lo literario más que lo meramente descriptivo y, a menudo, se regodea en un lenguaje desprejuiciado: “reyes a quienes les faltó el canto de un duro para subir a los altares” (p.44); “se las tuvo tiesas con el papa Martín IV” (p. 141); “el románico daba las boqueadas” (p. 162)… Un regusto clásico en la prosa y una gran riqueza y precisión de vocabulario dominan el conjunto. Sea como fuere, lo que cuenta es el resultado y el resultado es una amenísima novela viajera que nos da noticia del arte y la historia oscenses.

 

   A partir de El país de García Torrente abandona Destino y su siguiente novela, Los sucesos de Santolaria (1974), aparece en la editorial propiedad de la familia Luca de Tena, Prensa Española, lo que no resultó positivo para el autor porque la obra fue saldada sin haber sido prácticamente distribuida, por lo que constituye una de las obras más desconocidas del narrador oscense, pese a su amenidad, desenfado y soltura.  En ella, el humor toma ya carácter protagonista y alcanza, a veces, la cualidad de desinhibido esperpento, en el que putas, aristócratas rijosos, intrigantes de casino y señoritas de pueblo con urgencias uterinas campan por sus respetos. La  historia se construye en torno a un campamento de nudistas que hacia 1920, el ayuntamiento del citado e imaginario pueblo -oscense, por supuesto- cede a la Sociedad Desnudista de Toulouse “Filemón y Baucis” y a la conmoción que tal designio municipal, auspiciado por los progresistas, produce en el pueblo, de tal modo que llega a afectar a las relaciones personales. La obra traduce una visión escéptica, descorazonada y, paradójicamente, tan brutal como jocosa de la política tradicional imperante en nuestras comunidades, que el autor tan bien debía  de conocer tanto por su actividad profesional como por sus relaciones con el mundo rural oscense. Por otro lado, tampoco queda bien parada la condición humana y los vicios y miserias individuales, siempre repartidas, se retratan de nuevo con tanta claridad como comprensión. Entre los progresistas y los conservadores que protagonizan la historia, no son las ideas sino, sobre todo, las cualidades de los hombres las que dan la clave de los comportamientos. Así, el escepticismo de Torrente parece apuntar a que, en caso de cataclismo, se salvan siempre los mismos y son los de abajo –en este caso, el cabo de la guardia civil- los que sufren las peores consecuencias. En todo caso, serán las reservas de sentido común de cada cual el mejor recurso para salir con bien de los conflictos, que nunca faltan. Aspecto fundamental en Los sucesos de Santolaria es la denuncia de la retórica rimbombante y falta de contenido, tan frecuente en la vida política española de su tiempo. Todo se supedita al efecto, sin que importe el vacío que hay bajo el revestimiento.

  Por su desenfadada sátira y denuncia del primitivismo moral de nuestra sociedad, la obra recuerda el desternillante Relato inmoral de Wenceslao Fernández Flórez, aquella novela cuyo primer capítulo indicaba que podía ser sólo leída por obispos. Construida con recursos de narrador de fuste, la novela está llena de sutileza, originalidad e ironía y aderezada por un lenguaje clásico y culto, ornado por popularismo de buena ley. Enseguida el lector piensa que constituiría también un magnífico guión cinematográfico y, aunque fueron adquiridos sus derechos para realizarlo, como tantas otras veces, la intención se perdió en el limbo de las intenciones. El autor recibió el encargo del guión, que traspasó a Jorge Llopis, muy buen amigo suyo. Éste murió de un ataque al corazón,  con lo que Torrente decidió olvidar el asunto

  Tampoco han circulado apenas sus dos últimas obras. Justificado en el caso de Contra toda lógica (1988), porque se trata de una edición no venal y salida de los tórculos sin ningún lujo,  que el autor distribuyó entre sus amistades. Se trata de una colección de historias recogidas de la experiencia diplomática del autor, que se enmarca en la línea de humor y mirada escéptica pero piadosa sobre el género humano, que ya contienen los anteriores libros. Siete personajes –uno de los cuales es un evidente trasunto del autor-, en su mayor parte retirados de la carrera diplomática, se reúnen semanalmente en la buhardilla del palacete de Robert de Boisloiseau, en la avenida Foch  parisina, para tertuliar. Cada uno de ellos va desgranando recuerdos y anécdotas sobre personajes y episodios que conocieron, privilegiando lo pintoresco y lo humorístico pero con un resabiado distanciamiento que, a veces, roza el cinismo. Además, todos los curiosos episodios que allí se cuentan están basados en hechos reales.

    El país de don Álvaro (1997) es la última de las obras de ficción hasta ahora publicadas por Torrente. Aparecida veintitrés años después de Los sucesos de Santolaria, la ausencia del escritor de la actualidad literaria y la precaria distribución editorial, hicieron que de nuevo el libro fuera totalmente ignorado. El autor recurre al modelo de El país de García, recuperando al criado que oficia de narrador y al personaje de don Magín de Papalardo y Carrascoso, que sustituye a don Dimas en la condición de amo,  pero en esta ocasión a través de un recorrido por el valle del Tiétar, comarca bien conocida por el autor. Ésta es descrita con amplitud y precisión aunque aquí privan más los aspectos geográficos y paisajísticos que los artísticos e históricos, al contrario de lo que ocurría en la obra dedicada a Huesca. De nuevo, muy pintorescos personajes y peripecias se incorporan al relato, fértil en facecias, repleto de deliciosos anacronismos, todo servido por una prosa de regusto clásico que incorpora, tal como ocurría en la novela del país oscense, un aire de intemporalidad que hace gustosa y relajada su lectura.

  Fuera del campo estrictamente literario, Torrente ha publicado otras tres obras, Doble imposición internacional (1948), Manual del dorado de libros (2000), que ya se citaron, y Huesca en imágenes (1988), cuyo bello texto antecede a una amplia colección de fotografías antiguas y modernas de la provincia. En él Torrente vuelve a volcar, como en El país de García, su conocimiento y amor por el país que le vio nacer. Tras un recorrido histórico en el que hay también una interpretación del papel fundamental desempeñado por el reino de Aragón en la constitución de la nación española, se pasa revista al arte, el paisaje, la hidrografía y la antropología de la provincia, para concluir con la reflexión de que a Huesca y a Aragón, en general, les ha faltado sentido y conciencia de su peso histórico y, también, con una desiderata para Huesca en la que la necesidad de más agua, industria, turismo y comunicaciones constituye el eje fundamental.

  De ideas conservadoras, Torrente, era sin embargo, un hombre profundamente crítico y de una lúcida mordacidad a la que sólo atemperaba el humor. Su cultura, su generosidad, su sentido de la justicia, su curiosidad y su amor al arte y a la belleza configuraban una personalidad a la que nunca entendí no se le diera pábulo en su tierra, donde jamás se le prestó atención alguna. Los personajes principales de sus novelas casi siempre son aragoneses y muchas de ellas se desarrollan, al menos en parte, en el antiguo reino. Por su parte, la vinculación afectiva, el interés por las cosas de Aragón y una forma de ser escéptica, a veces desgarrada pero, a la vez, cercana y profundamente humanística, conformaba una idiosincrasia muy aragonesa, a la que se unían su denuncia de la retórica, el gusto por las facecias, anécdotas, dichos y giros populares y un sentido común de fondo pesimista, bastante habitual en personas inteligentes.

 Excelente conversador, que sabía escuchar y preguntar, era hombre impaciente pero misericordioso; disciplinado y, a la vez, cáustico gozador de los placeres mundanos. De enorme sentido práctico pero amigo de las actividades gratuitas y un punto desaforadas, era, sobre todo, un profundo conocedor del corazón humano. En su compañía y casi siempre en su hermosa casa madrileña, pasé muchos ratos que me divirtieron, ilustraron y enriquecieron. El mejor homenaje que puedo hacerle es divulgar y recomendar su obra, seguro de que sus nuevos lectores lo agradecerán.

 

                                                                                                   OBRAS

IV Grupo del 75-27, Madrid, El Español, 31-X-1942 a 14-VIII-1943.

Doble imposición internacional, Madrid, Hacienda Pública, 1948.

Las relaciones internacionales de España con América (con Gabriel Mañueco), Madrid, Cultura Hispánica, 1953.

En el cielo nos veremos, Barcelona, Destino, 1956.

El becerro de oro, Barcelona, Destino, 1957.

Tierra caliente, Madrid, Arión, 1960. / Barcelona, Destino, 1974.

El país de García, Barcelona, Destino, 1972. / (edición de Javier Barreiro) Zaragoza, Prensas Universitarias-Gobierno de Aragón-Instituto de Estudios Altoaragoneses, Col. Larumbe, 2004.

Los sucesos de Santolaria, Madrid, Prensa Española, 1974.

Huesca en imágenes, Zaragoza, CAZAR, 1980.

Contra toda lógica (ed. no venal del autor), Madrid, I.T.P. Printer Internacional, 1988.

El país de don Álvaro, Madrid, M. E. Editores, 1997.

Manual del dorado de libros, Madrid, Clan, 2000.

 

                                                                                                   BIBLIOGRAFÍA

-BARREIRO, Javier, Galería del olvido, Zaragoza, Cremallo de Ediciones, 2001, pp. 133-140.

-, “Introducción y estudio” de El país de García, Zaragoza, Prensas Universitarias, Col. Larumbe, 2004, pp. VII-LII.

-, Voz “Torrente Secorún, José Vicente”, Diccionariode Autores Aragoneses Contemporáneos (1885-2005) , Zaragoza, Diputación Provincial, 2010, pp. 1083-1085.

-BERTRAND DE MUÑOZ, Maryse, La Guerra Civil española en la novela. Bibliografía comentada, Madrid, José Porrúa Turanzas, 1982, pp. 373-374.

-BROTO APARICIO, Santiago, “Huesca: José Vicente Torrente y Secorún, diplomático y escritor”, Diario del Alto Aragón, 9-XI-2003.

-CARBONELL, Joaquín, “José V. Torrente: contra toda lógica”, El Día de Aragón, 22-X-1989.

-CASTRO, Antón, “El embajador se divierte”, El Periódico de la Semana, 23/29-XII-1996.

-EQUIPO ANDALÁN, “Una guía de viajes muy divertida”, Andalán, 1-VI-1973.

-GARCÍA CASTÁN, Concha, Voz: “Torrente Secorún, José Vicente”, Gran Enciclopedia Aragonesa, tomo XII, Zaragoza, UNALI, 1982, p. 3234.

-GIMÉNEZ ARNAU, José Antonio, Memorias de memoria, Barcelona, Destino, 1978, pp. 174-175.

-GOÑI, Alfredo, “José Vicente Torrente Secorún, un oscense entregado a la diplomacia y a la literatura”, Diario del Alto Aragón, 3-III-1988.

-HORNO LIRIA, Luis, Autores aragoneses, Zaragoza, IFC, 1996, pp. 27, 513-516.

-LACASA LACASA, Juan, “Un gran libro oscense: El país de García de José Vicente Torrente”, Heraldo de Aragón, 9-VI-1972.

-LÓPEZ DE ZUAZO ALGAR, Antonio, Catálogo de periodistas españoles del siglo XX, Madrid, Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense, 1981, p. 612.

-LOSADA, J. M., “El becerro de oro”, Informaciones, 18-I-1958.

-MAINER, José Carlos, “Literatura moderna y contemporánea“, Enciclopedia Temática de Aragón, tomo VII, Literatura, Zaragoza, Moncayo, 1988, p. 274.

-MINISTERIO DE CULTURA, INSTITUTO NACIONAL DEL LIBRO, Quién es quién en las letras españolas, Madrid, 1979 (3ª ed.), p. 443.

-NAVALES, Ana María, Antología de narradores aragoneses contemporáneos, Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1980, pp. 20, 149-157.

-POZA, Genaro, “José Vicente Torrente y su mundo”, Zaragoza en el recuerdo, Zaragoza, Autor, 1978, pp. 123-124.

-RUIZ AYÚCAR, Ángel, “Novela: José Vicente Torrente” (Reseña de El becerro de oro), Pueblo, 6-II-1958.

-SÁINZ DE ROBLES, Federico Carlos, “Al margen de los libros (Reseña de El becerro de oro), Madrid, 21-XI-1957.

-SANZ Y DÍAZ, José, “Libros, hechos y gentes” (Reseña de El becerro de oro), El Noticiero, 8-XII-1957.

-TRENAS, Julio, “Así trabaja José Vicente Torrente”, Pueblo, 23-XI-1957.

-VALENCIA, Antonio, “Libros” (Reseña de El becerro de oro), Arriba, 3-XI-1957.

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