Desnudo de una adoratriz


Por Esmeralda Royo

    Pocas historias me conmueven de la misma forma que me enfurecen, como las de mujeres que, anuladas por códigos arcaicos vigentes desde el Pentateuco, acaban olvidadas. Aquellas que, con un talento reconocible, se ocultan por propia voluntad…o no.

   Aurelia Navarro es tan desconocida que sabemos de ella a ráfagas y secuencias sueltas.  Breves periodos de su vida y las sombras de una reclusión.  Todo esto hasta llegar a “Murió en 1.968”. Solo ahora, que la obra que marcó su destino: “Desnudo de mujer”, se exhibe en el Prado, ha salido brevemente del ostracismo. 

   Aprendió a pintar viendo el Generalife desde su casa de la Plaza Nueva. La familia, granadina adinerada, era de esas a las que no les importa que sus hijas se dediquen a pintar el Albaicín, siempre y cuando lo pinten de lejos y sin zambras que las distraigan.  Tampoco importó que firmara sus obras, algo poco frecuente por miedo a represalias, porque nunca se llegó a sospechar que sirvieran para algo más que para adornar las paredes de la casa familiar.

    Perfeccionó la técnica en la Escuela de Artes y Oficios de Granada y allí su profesor José Larrocha, la animó a solicitar una beca de la Diputación Provincial para trasladarse a Madrid.  En la capital se afloja el corsé, entendiendo como tal, que aprende a pintar lejos de lo que los hombres pensaban que una mujer debía pintar: paisajes, bodegones o la interminable lista de vírgenes coronadas. 

Es tan rotundamente buena que, tras obtener premios en varias exposiciones, se presenta a la Nacional de 1.908, obteniendo la Tercera Medalla del Jurado. Joaquín Sorolla, presidente del Tribunal, se lleva una sonora pitada, pues la crítica consideró que Aurelia Navarro merecía más. 

   La obra presentada era “Desnudo de mujer” (versión de la Venus en el Espejo de Velázquez), audaz, arriesgada, vanguardista y hecha para ganar.  No solo era la primera vez que una mujer pasaba de protagonizar un desnudo a  pintarlo, sino que lo hizo alimentando el mito de la diosa como satisfacción de los ardores masculinos, lejos de mensajes moralizantes. Es decir, pintó sin las ataduras del decoro decimonónico. Y además, la modelo era ella, lo cual resulta comprensible puesto que si las mujeres tenían prohibido acercarse a un taller para  pintar el cuerpo con modelos vivos, no es de extrañar que decidiera estudiarse a sí misma.  Que un hombre pintara desnudos o reflejara la mirada lánguida de mujeres púberes entraba dentro de la normalidad artística.  Los más reaccionarios podían acusarlos de libertinos pero seguían con su vida.  En una mujer era  impensable y por lo tanto, condenable.

   Si Aurelia Navarro ya pertenecía a un círculo de pintores, entre los que se encontraba Pradilla, su obra fue premiada y bien recibida por sus compañeros artistas, la crítica escribió que “invita a reconciliarse con la vida” y fue elogiada tanto por Julio Romero de Torres como por la reina Isabel, que quiso conocerla de inmediato, ¿qué pasó para que toda su ambición se viniera abajo y tanto su vida como su obra acabaran recluídas?

   La prensa de la época no la dejó en paz y la mujer que había pasado de Granada a Madrid para hacer lo que más le gustaba, lejos de cualquier atisbo de provincianismo, se vio desbordada.  Pudo más el peso y el poso de la educación en la docilidad y no en la autonomía.

    Su familia, asustada por la notoriedad y por los periodistas y merodeadores que cada día se apostaban en su casa de Granada, la obligó a realizar el viaje de vuelta. Tampoco allí tiene paz puesto que le aguardan su padre, un médico autoritario, y una fecunda lista de pretendientes, entre los que se encuentra Tomás Muñoz Lucena, antiguo compañero de la Escuela de Artes y el más persistente de todos ellos.  No consta que ella les hiciera mucho caso.

   Aurelia Navarro, de 26 años y que unos meses antes había sido laureada en la Exposición Nacional, pasa a participar en una exposición de caricaturas y postales de su ciudad.  Ya no se sabrá nada más de ella hasta que la investigadora Magdalena Illán se acerca a la figura de una de las artistas más reconocidas en vida e ignoradas en la posteridad. 

   Sí sabemos que de 1906 a 1933 pintó alrededor de 100 obras y que muchas de ellas se mantuvieron ocultas hasta que la familia, sorprendida por una relevancia que ignoraban, asumió su importancia.  La imagino pintando de la misma forma que Olivia de Havilland sigue con sus bordados en “La Heredera”, pensando en lo que pudo ser.  Imposible saber por qué decide apretarse de nuevo el corsé, trabajando en soledad y buscando la aprobación de su entorno o ignorándolo impasible. 

   Catorce años después volvemos a saber de su vida, cuando al cumplir los cuarenta y en un rasgo de fanática intransigencia provinciana y religiosa, decide ingresar en las Adoratrices, una congregación fundada para educar y rehabilitar a mujeres jóvenes. No sabemos si fue una imposición familiar, si se rebeló o fue mansamente hacia una vida a la que hasta entonces no había dado excesivas muestras de acercamiento.  De que era católica no cabe duda alguna pero de que nunca dio muestras de querer la vida conventual, tampoco.  La presión, su padre o el cansancio la llevaron a ponerse hábito y velo negro con toca blanca. Un agnus dei resignado que sabía que Madrid quedaba lejos.

   De Córdoba pasa a Málaga y a Roma, donde la fundadora de la Congregación, Maria de la Soledad Micaela Agustina Antonia Bibiana Desmaissiéres y Lopez de Dicastillo, Vizcondesa de Jorbalán (es decir, la Madre Sacramento), conocedora de su talento, le encarga un grandioso mural, pintado en el Vaticano,  para su mayor gloria.  La de la Madre Sacramento, se entiende.

   Su vocación pictórica y su obra, como su vida, acabaron desdibujándose por la mala calidad de los materiales utilizados, pasteles y acuarelas.  La última ráfaga: muere en 1968.  Nos imaginamos que en paz.

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