En este momento que llamamos lugar..


Por Jesús Soria Caro

  El tiempo y el espacio son dos realidades vinculadas al devenir lógico de la vida, de la existencia.

    Tal vez se pueda romper esa conexión, para después fijar una “transposición” similar a la que acaece con la sinestesia en lo literario, hacer que algo que pertenece al dominio temporal sea entendido desde lo espacial. La sinestesia mezcla ámbitos de percepción que forman parte de diferentes planos sensoriales; su objetivo es lograr nombrar una realidad que el lenguaje limita, sus muros son sus leyes de expresión sometidas a las coordenadas racionales de lo real. ¿Tal vez se pueda encontrar el lugar que habita el tiempo? ¿Tal vez la eternidad sea una mansión infinita en la que en cada estancia o aposento guarda el lugar de un tiempo vivido, un topo-cronos de algo que podría ser las ruinas de un edificio ya deshabitado? Heráclito habló del río, que es el fluir del tiempo, indicando que nunca nos bañamos dos veces en el mismo agua, aunque estemos en el mismo río. Por lo tanto, no es el espacio el que determina su valor, sino que lo es el tiempo. En este poemario, como su título indica está siendo este transpuesto de forma “análoga” (salvando las diferencias perceptivas desde una ontología crono-temporal) a lo sinestésico, a un lugar que acontece más allá de su devenir cronológico. El “yo” poético duda de la verdad de estas coordenadas, requiere de una supraconsciencia que supere todos estos muros cerrados de su percepción:

     Odiábamos a Heráclito […] Lo enterramos en la verdad de un trampantojo y en ese balanceo no supe       si era el tiempo o estaba en el lugar, en la orilla de este río o en su caudal esbelto (Tello, 2019: 9).

Hay en el poemario una reconfiguración “ontológica” en la que tiempo y lugar se “deshibridan”, se fragmentan y acontece la transfiguración de en un tiempo que es lugar. Lo que supone un cuestionamiento sobre nuestra construcción de la Verdad; ya que el “ser”, el yo poético, indaga en su conciencia más allá de estas coordenadas cerradas. La libertad del pensamiento y del lenguaje pueden ser una vía para alcanzar un origen perdido del saber; un pensar originario que ardió como el Templo de Artemisa, siendo el hombre moderno, perdido remotamente en un pensar de la modernidad, un “Alejandro Magno” nacido cuando el templo ardía, intentando reconstruir, como hizo este, ese templo originario de un saber orientado a una mirada perdida, entendiendo que el lenguaje no puede recoger la evolución de nuestra sociedad. La modernidad ha enfermado la historia de pensamiento limitador, somos una parte, una célula en su cuerpo de tiempo inverso al origen, alejado de este, desorientado de la praxis del saber con el que nació nuestra civilización en la Grecia clásica:

      Escribiremos en pocas palabras algo que se resiste a la lectura, que nos perturba en la calle y en los            libros, el mundo ordenado en un árbol con sus ramas, en el agua y sus orillas […].

       No habría nada mejor que un ejército de citas con sus ascendencias, la violencia de las cosas al                   instante, una armada de ejemplares en el templo de Ártemis en un orden de consulta.

La sintaxis de las olas del Egeo llega a esta playa en el mar que se ha quedado en una caracola, en la idea que ha torcido la memoria (Tello, 2019: 10).

El yo lírico contempla el mundo, su imagen extrañadora, hay algo que deforma la interioridad del que mira, un gesto de filtración subjetiva similar al que siente el protagonista de “El grito” de Munch. El lenguaje, su  mirada que crea con sus redes de significación lo que pensamos, percibe la música de una imagen (sinestesia de lo que no puede entender) que es como una nota del desierto de lo real, como música generada por un “arpista ciego”, metáfora que despierta una imagen (asumiendo la equivalencia sinestésica que antes referíamos) que rompe, inunda, violenta nuestra seguridad lógica,  que pasa a ser la ciega música de la verdad:

     Aún somos los que estábamos viviendo en nuestro estupor.

     Los días se ocultan, las noches son cortas, las bóvedas profundas, largo el desafío.

      Estábamos allí sin entender el momento en que algo va a estallar, la tarde color ciruela, el encuentro apropiado, la hora en que el arpista ciego pinza con las yemas cada nota de este mundo . (Tello, 2019: 11).

     Se adopta continuamente una perspectiva metaliteraria sobre los límites del decir ante lo inabarcable de la idea. El pensar no se puede caminar con los pies del silencio, ya que la idea es un desierto que no puede ser recorrido por lo informe que precede al sentido. Es hermosa la imagen: “lobo literario en el bosque de la ambigüedad”. Lo pensado es un río (continuo homenaje a Heráclito) en el que el concepto no es una idea que pueda ser detenida, es un fluir libre que no se deja encerrar en una forma fija, el agua se lo lleva todo, nada queda de esta tras nuestra construcción de la verdad desde el pensamiento:

     No hay verso que valga la arruga en el tronco de un árbol, ni siquiera una tilde que valga el traspiés           que resta otro ritmo, el boceto que hacemos de un poema.

     No le roban a Heráclito una promesa, un pensamiento críptico, ese fragmento terco que se convierte         en un propósito. Heráclito el oscuro en el margen de un libro, un lobo literario en el bosque de la               ambigüedad, el filósofo que encalla en su lector. El agua se lleva al final este canto. (Tello, 2019: 13).

     Por todo esto se ejerce una violencia frente a la realidad de las cosas, su piel de lógica que las muestra en el cuerpo del lenguaje, existe la epidermis de lo indecible, lo que queda fuera de las sombras del cuerpo de lo aparente, aunque se muestre como el objeto de las seguridades. El poder de la poesía es ser la respiración de la belleza que ha quedado fuera de los pulmones de la verdad, desde fuera, desde la otredad puede entrar a la oxigenación del yo, pero huyendo después en una exhalación, libre en el viento de lo informe:

     Si me rodea un paisaje, no soy el árbol ni la sombra de sus ramas sino lo que me separa de él, una               impresión y un desapego en cada frase.

     No me cantéis una verdad con su música y su letra en un poema vacío, esa lógica que ignora las cosas.       No quiero tener razón, quiero ser excesivo, volver muy tarde a casa y vomitar el mar sobre la calle dulce, la que dice que sí, que existen motivos para salir de caza y coger a las flores por sorpresa, y luego apretar su cuello para saber en qué piensan cuando las miro a los ojos. (Tello, 2019: 19).

    La pira de lo decible permite que ardan sus límites, que se pueda quemar lo escrito, que sean llamas sacrificiales para un dios enfermo, que no es más que el de la lógica o tal vez el yo del poeta que se siente fuerza incontenible, alma de metalenguaje liberada de su corpórea cárcel de la razón:

     Quemamos lo escrito, arde su piel, los huesos que lo sostienen, su delgadez congénita. Es la pulpa de         la bondad y la maldad. Hago paisaje con ellas para mayor beneficio de un dios enfermo. Saber                     perdonar me rescata a mí mismo de sus garras de pájaro.

     Es aquí donde empieza la reconstrucción por el fuego, ahora inexorable en la distancia que separa de       la razón, de la ceniza del éxito, de la letra de cambio, del fruto seco de cualquier pasión. (Tello, 2019:         22).

      Ese lenguaje es metáfora de la identidad o tal vez la identidad es metáfora del lenguaje, de la construcción de significado que creamos sobre la realidad de nuestro yo y sobre la verdad del mundo, De ahí la necesidad de explorar en un “predicado con las puertas abiertas” :

     Sería de noche y habría que encender la luz. Y para que querría romper un poema o acurrucarse en el       pecho de una madre eterna, nosotros, que estaríamos en un predicado con las puertas abiertas                   cuando no hay vuelta de hoja hacia el sujeto. (Tello, 2019: 29).

     Borra ese significado cerrado, ese límite de nuestra identidad, la construcción del nombre de nuestra identidad que puede ser destruida, “deconstruida”, liberada de su “verdad”:

     “Con dos acusativos bastaría para morir, bastaría para matar a un individuo borrando los ecos de su          sentido exacto, delinquiendo según la ley”. (Tello, 2019: 29).

     Es el río del tiempo de Heráclito una isotopía que recorre todo el poemario, no somos nunca el mismo yo en las aguas del río de nuestro tiempo, por eso la identidad del ser queda libre de lo temporal, es el vacío que queda, similar al que acontece al ser atravesado el fuego, siendo el mismo espacio el que comprende la llama y el que tras la extinción de esta regresa de nuevo a su origen de lo que queda fuera del tiempo: “Este río es ahora permanente, dispuesto a ser escrito en un cristal que se parte en su reflejo, que se derrumba en el tiempo”. (Tello, 2019: 40).

      El Vita flumen asume una relectura desde lo metapoético que es más bien una bifurcación de sí                  mismo en lo metapersonal, homenajeando continuamente a Heráclito, cuyo pensamiento es el río              del tiempo del texto y del sentir del yo lírico que se sabe destinado a desembocar en su final: “Este              río  contiene los momentos del río, se ahoga en lo prescindible, crea el pasado, reescribe, nos mezcla          a nuestra medida…” (Tello, 2019: 47).

El poeta pasa a ser un logocida, asesina la palabra poética, ya que es un árbol interior que crece hacia dentro, hacia las propias mentiras del pensar y del pensador:

     Como la planta de hoja caduca en este invierno pienso matar el corazón de la escritura, sus ramas             íntimas, la polisemia de sus mentiras. No pongo precio a la puñalada, sé que lo hago en defensa                 propia. (Tello, 2019: 47).

      La noche que continúa, como la de Munch, que deformaba con su luz de destrucción, es aquí la noche de la idea, del interior de quien mira en el paisaje del lenguaje y no ve nada. Se ve a sí mismo y sus oquedades, al infinito de la oscuridad donde podría ser escrito con la luz del silencio lo indecible. Siendo esta una lucha imposible, aunque hermosa:

      En una noche continua carecemos de razones. Las estrellas no iluminan. Hemos llegado hasta aquí, donde resulta posible. Tener noticias de una palabra no asegura conocer su parte animal. Trae con ella sus peligros, sus placeres, su retiro. 

    Nada llega pronto o tarde, llega. Y corremos a sus brazos, nuestros brazos. ¿Hemos estado esperando? No pudimos revocar los impulsos. Nos hemos imaginado entre un puñado de dioses que han caído de su orgullo con estruendo. Solo un verso justifica la extrañeza en este entierro de la intuición.

      He decidido escribir una idea, un reflejo que saliera de un espejo. Quiero regresar a esta mi casa, que        me presten entre las líneas de un libro un frase que me hostigue con su amor y su querella. (Tello,              2019: 51)

 

     Hay una violencia que asesina al yo lírico, la del lenguaje libre que es silencio, la verdad es el cuchillo de la lógica y la muerte conduce a renacer desde otro lado del lenguaje, es hermoso el texto en su violencia, es como la navaja de Un perro andaluz en la película de Buñuel, la mirada o perspectiva asesinada debe ver desde la muerte de lo establecido, abriéndose así a su libertad nunca encontrada

     El mundo es un poema que no dice la verdad, un predicante en el desierto. De una corriente de pensamiento saltaron los cristales poco antes de la cena, cuando la madre de las palabras me estrangulaba con el rictus lento de su amor.

     Habíamos decidido ser un plagio en esas conversaciones de café. A pesar de los errores he hablado de lo antiguo, he leído el futuro en las tripas de un adverbio, he tratado con ladrones con ladrones que se apoderan riéndose del corazón de sus víctimas. No olvidaremos sus caras ni el mensaje que nos lanzan como una piedra.

        En vuestro nombre subrayo la parte animal que nos devora en las páginas. ¿Queréis en un verso                extraño la conversión del silencio en una filosofía? Que sea en un ritmo estoico, en una rima                         simbólica, en cuatro versos de Píndaro. (Tello, 2019: 55).

       Se nos sugiere que: “Es mejor que dejemos respirar al enigma sin conocer su fórmula”. Así es porque la escritura es como una puerta cerrada, allí queda  encerrado lo indecible, el lugar del tiempo, donde queda su topos que sea un espacio de eternidad libre de su fluir hacia el final. Según sugiere la poesía de Juan Antonio Tello, abrir los límites es entrar a lo que queda libre, adentrarse en el pre-lenguaje, en su pureza, llegar a un momento que sea lugar, siendo transcurrir de un espacio que esté libre del río del pensar, que sea su agua que acaecerá siempre más allá del tiempo…

BIBLIOGRAFÍA:

Tello, Juan Antonio (2019): En este momento que llamamos lugar, Madrid, Huerga y Fierro.

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