Colchón de púas: ‘El Madrid nocturno de fines del siglo XIX (1890)’

Por Javier Barreiro

     En un tiempo fronterizo y con la capital del reino en expansión, en Madrid se vivía de noche. Teatros, cafés, espectáculos, tascas y verbenas bullen con un público alegre y nocherniego.

Madrid recibe las rachas de modernidad y las transformaciones del fin de siglo pero también subsisten la miseria espeluznante, la prostitución más triste, todos los fantasmas de la llamada España negra, que dan fe de un espectro social lleno de energía y de contrastes.

…..Son tan variadas las fuentes y tan amplio el anecdotario que, para pergeñar un panorama de la noche madrileña en el siglo XIX, es necesario un punto de transversalidad y ceñirse a un periodo breve y concreto. He elegido 1890 por ser una fecha fronteriza en la que todavía no han llegado a la capital española varios de los inventos y adelantos técnicos que, en muy pocos años, cambiarían radicalmente la vida cotidiana; pero sí otros que propician la convicción de que se está viviendo en unos tiempos cambiantes. En efecto, ya se disfruta del ferrocarril, de la luz eléctrica, de los primeros teléfonos, del agua corriente en las casas burguesas pero todavía no ha llegado la reproducción del sonido a través de fonógrafos o gramófonos, tampoco, el cinematógrafo, el tranvía eléctrico, el automóvil, el aeroplano ni la revolución estética de las vanguardias. Todavía la canción no se ha desgajado, como hará muy poco después, de su soporte teatral; el ciudadano se desplaza a pie, en tranvía de mulas o en coche de punto; el deporte, aún asomando el velocipedismo y subsistiendo el viejo juego de pelota, no ha logrado el protagonismo popular que irá alcanzando poco después y la cuestión social, que ya apunta, todavía no ha tomado la relevancia política que logrará en muy pocos años. Con todo ello, la percepción de que el mundo y la historia se aceleraban era patente y no haría sino incrementarse en los años venideros.

   Por otra parte, justo en esta última década del siglo, la capital sobrepasará el medio millón de habitantes, muy lejos de las más importantes urbes europeas, a las que, con premura, busca asemejarse y a las que se acercará con la apertura de bulevares o, un cuarto de siglo más tarde, con la inauguración del ferrocarril metropolitano. Ya habían caído las puertas de Atocha, Segovia y Bilbao, en ese mismo 1890 se plantaban diez mil árboles en la Dehesa de la Villa y, como sucedía en esas grandes ciudades de Europa, los antaño pueblos limítrofes se iban convirtiendo en barrios; el proletariado urbano, aun derrochando color local, se iba alejando del majismo que había protagonizado las décadas anteriores y sus usos y trabajos, tiñéndose de modernidad. Si la mañana era patrimonio de este mundo laboral y proletario mientras los señoritos dormían, descansaban o se entregaban al ocio casero, la tarde era para la sociabilidad y la noche para la diversión. Las ciudades están cambiando pero la vida española se hacía en la calle. En casa no se entraba sino a comer y a dormir y la vida familiar en las clases populares era escasísima. El súmmum de dicha sociabilidad vespertina era el café y los toros, cuando los había; y, por la noche, de nuevo el café, el baile -en forma de verbena, de corrala, de merendero o cualquier otro recinto- la casa de prostitución y el juego[1] pero, sobre todo, el teatro.

TEATRO

    Los espectáculos escénicos habían sido la más habitual forma de divertirse de los españoles desde hacía muchas décadas y, en estas fechas, iban  tomando formas nuevas y muy diversas. En Madrid, los había en el centro, en los barrios[2], en las sociedades obreras, en las católicas, en muchos centros de enseñanza, en los cafés, en casas particulares, formados por aficionados y, por supuesto, en los grandes y pequeños teatros… Aunque no durante todo el año, durante 1890 funcionaron en la capital, al menos, los siguientes teatros comerciales: Real, Zarzuela, Español, Comedia, Lara, Price, Apolo, Eslava, Madrid, Jovellanos, Princesa, Romea, Martín, Alhambra, Eldorado, Calderón, Infantil, Callao, Príncipe Alfonso y Novedades. Si nos trasladamos al periodo veraniego, habremos de añadir, El Jardín del Buen Retiro, Hipódromo, Felipe, Recoletos, Maravillas y los Circos de Colón. Los dos primeros también funcionaron fuera de la temporada veraniega. Durante el año, se cerraron el Príncipe Alfonso, para su reforma y, en agosto, para la instalación de la luz eléctrica, el Apolo, sin duda, el que más estrenos ofrecía a lo largo del año, aunque no le iban lejos el Eslava y el Lara. Sólo en Madrid, durante este año, se estrenaron alrededor de doscientas obras.

    Siguiendo una tradición de siglos, el teatro preferido por el público español era el musical. No es posible establecer el número de piezas líricas representadas en los escenarios españoles durante el periodo 1850-1950 pero resulta evidente que hablamos de decenas de miles de obras (Iglesias Souza) y la mayor parte de ellas son ligeras y con un componente más o menos humorístico: el famoso marbete “cómico-lírico”, que acompaña al género de tantísimas piezas del género chico. El público, especialmente nocherniego, generalmente masculino y amante de la diversidad de las emociones, prefería la heterogeneidad de las obras en que la mujer descocada, la música juguetona y la frase picaresca regocijaban el espíritu. El prejuicio contra los géneros menores, proveniente de la mentalidad neoclásica y que, con diversas matizaciones, casi ha llegado hasta la actualidad, hace años que había empezado a ser arrumbado.

   Ya el género chico había sustituido al teatro de tres y cuatro actos, altisonante y con ecos dieciochescos y románticos, aunque autores consagrados como López de Ayala, Tamayo o Echegaray se siguieran representando. De la misma manera que el periódico y la revista habían sustituido a las publicaciones de carácter enciclopédico, como las que arrastraban el marbete La Ilustración pero que cada vez irán tomando un carácter más moderno, en el género chico cabía todo. Como sucederá con el cuplé en el primer tercio del siglo XX, cualquier anécdota, suceso, personaje popular o hecho histórico tendrá su representación, casi siempre satírica, en el género. Igualmente, el público, que en España siempre había tenido un carácter extraordinariamente activo, intervendrá directamente en las obras, aplaudiendo o increpando a actores, autores o músicos, pidiendo repeticiones de los números o más cuplés (Barreiro, 2007. 85-100), improvisando réplicas o comentarios a lo que transcurre en escena y dictaminando la suerte de la obra con su actitud al final de la misma. El pateo, hoy proscrito y entonces cotidiano, era habitual y las claques, por muy organizadas que estuviesen, no eran capaces de impedirlo aunque en las obras de suerte incierta podían inclinar favorablemente el veredicto. De todos modos, los empresarios tenían ya una información sobre la recepción de la obra y, en caso de fracasar, se sustituía rápidamente, pues los espectadores que acudían casi cotidianamente al teatro exigían la continua renovación de las carteleras. Algunas obras ni siquiera podían concluirse por los abucheos del público desde el primer acto. No se olvide que en los teatros españoles se fumaba, se hablaba, se comentaban las escenas y cantables, se gritaba en forma de aprobación o discrepancia y, en muchos de ellos, se comía y bebía y, por supuesto, se fumaba. No se olvide que las luces de la sala no se apagaron hasta que, a finales de octubre de 1900, la respetada compañía Guerrero-Mendoza instauró esta costumbre (Almagro San Martín, 244).

    El teatro Apolo (1873-1929) en Alcalá, 51, al que se han dedicado varios libros (Ruiz Albéniz, 1953 y López Ruiz), ha quedado como emblema de la circunstancia teatral de la época y su cuarta sección –de 11 a 1, ya que los teatros debían cerrar como máximo a esta última hora-, de la noche madrileña. Siguiendo el ejemplo pionero del Teatro de la Zarzuela, el 6 de octubre de 1889 había instalado el alumbrado eléctrico[3]. A principios de 1890 un conjunto de autores a los que solía estrenar la empresa del Apolo y que, a modo de Círculo Literario, se reunían, tras terminar las funciones en el piso principal del número 10 de la calle de Alcalá, decidió, a iniciativa de Vital Aza, que cada uno de los nueve tertulianos presentes escribiera una obra en un acto y con título forzado en el plazo de un mes, bajo pena, si alguno no cumplía, de pagar durante una semana la comida al resto. Cada uno escribió en una cartulina un título, se pusieron todos en una bolsa y cada cual metió la mano para sacar el que le correspondiera. La trascendencia de este divertimento fue que, al estrenarse el 7 de mayo una de estas obras de título forzado, el sainete ¡Las doce y media y sereno!, de Fernando Manzano y el maestro Chapí, quedó consolidado el teatro por horas, nació la “cuarta de Apolo” y, según Ruiz Albéniz “Chispero”, se inventó la reventa, dada la demanda de localidades que tuvo la obra (Ruiz Albéniz, 1953, 176-179).

  Asistir a la cuarta de Apolo y pasar después por Fornos se convirtió en un signo de estar a la page[4] y en un sintagma frecuente en el habla de los madrileños que, años después, vieron el derribo del teatro y su conversión en un banco como el más claro signo del fin de una época. El vestíbulo del Apolo y otros teatros, al ser lugares de concurrencia pública, era aprovechado por los empresarios para montar en su entrada máquinas tragaperras con dioramas, muñecos automáticos y otros aparatos para gusto y entretenimiento del público. También allí se daban cita vendedores de periódicos y, sobre todo, de publicaciones pornográficas clandestinas, cuyo comercio era apenas perseguido.

     Otros recintos servían espectáculos no exactamente teatrales, como eran las apuestas entre andarines[5], las luchas entre animales de gran tamaño (toros, osos, tigres…)[6] o la contemplación de fenómenos. Los periódicos madrileños anunciaban a fines de 1890 la muerte de la “mujer-tigre”. El 24 de agosto de 1889 los madrileños habían podido admirarla en el Circo del Hipódromo. Se la proclamaba como procedente del Paraguay y era llamada así “por tener la piel marcada con manchas cubiertas de vello; su fisonomía es muy agradable y no carece de gracia”, decían los periódicos. Aunque llevaba al menos seis años recorriendo España, el público de la capital ocupó todas las localidades y “observó con detenimiento el fenómeno”. Aguantó tres semanas en cartel, el suficiente para que pasaran todos los madrileños con “inquietudes”, entre los que se encontraban Eduardo del Palacio y José Ortega Munilla, que hicieron algún chiste con el asunto. Algunos maliciosos atribuían al nitrato de plata las malformaciones de la desdichada. A su muerte se informó que había fallecido con veinticuatro años y que era natural de Madrid.

CAFÉS

      Pese a la fama de los cafés parisinos o vieneses, en ninguna ciudad fueron tan protagonistas de la vida cotidiana de sus habitantes como en Madrid. Allí, sus parroquianos bebían, comían, hablaban, escuchaban música y presenciaban representaciones. También, conspiraban, leían, escribían, se citaba a las amantes, se concertaban los duelos, se pedía dinero, se fundaban publicaciones y, en suma, allí se vivía porque la mínima consumición de un café daba derecho a quedarse horas y horas. Gómez Carrillo, en el primer tomo de su memorialista La miseria de Madrid, cuenta catorce de estos locales, sólo en la Puerta del Sol y Velasco Zazo da cuenta de más de un centenar en su librito, Florilegio de los cafés.

    Las botillerías del primer tercio del siglo XIX, fueron su antecedente. Mucho más pequeñas y modestas, solían tener los suelos de ladrillo, las mesas y bancos de pino y de sus paredes colgaban algunos quinqués. Es notorio que Pombo –junto al Gijón, el más recordado hoy, gracias a su propagandista y misionero Ramón Gómez de la Serna- fue antes botillería y con ese nombre se referían a él muchos de sus clientes. Hubo también cafés de tercera, segunda y primera clase. De aquellos, fue quizá el del Manco, en la travesía del Rastro, el de peor condición por su clientela de miserables y hampones pero casi todos ellos tenían sus mesas de mármol y hierro para apoyar los pies, sus cortinas y divanes rojos con espejos y lámparas cubiertas a menudo por gasas. Al café de San Millán, en Embajadores, también acudían arrieros, pellejeros, trajinantes, artesanos y gentes del pueblo. Todos estos cafés poseían un pequeño escenario donde, a menudo, se hacía música aunque esta costumbre se fue perdiendo con el transcurso de los años. En el peor de los casos, disponían de piano y violín o, si no, de una pequeña orquestina. Frecuentemente, se representaban piezas breves y ese es el origen de las obras que, a finales de la década de los sesenta, dieron origen al género chico, seguramente, el mejor definidor de la España de esta época[7].

     Entre los de primera categoría, el más famoso fue el de Fornos (Velasco Zazo, 1945), situado en la esquina de la calle Peligros. Los hermanos Fornos, hijos del fallecido Pepe, propietario del café Europeo, pensaron en continuar su negocio montando un establecimiento todo lo suntuoso que fuera posible. Así, Fornos fue inaugurado el 21 de julio de 1870. Los techos, pintados por Vallejo, contenían alegorías del Café, el Chocolate, los Licores y los Helados; luego, se fueron incorporando pinturas de otros artistas a la decoración en bronces y caobas. Fue el primer local madrileño donde, desde 1881, se disfrutó de luz eléctrica y en él podía encontrarse desde el juego, más o menos consentido, hasta la prostitución de altura. En su entresuelo existían varios cuartos numerados, que se utilizaban como reservados. En uno de ellos se reunía la famosa tertulia “La Farmacia” presidida por Felipe Ducazcal, hasta su temprana muerte en 1891; en otro, se pegaría un tiro Manuel Fornos, uno de los hijos de Pepe, el propietario. Según los testimonios contemporáneos, el café se encontraba siempre lleno y asistir a él era como una muestra de buen tono. Su decadencia  comenzó a primeros de siglo con la competencia de los salones de varietés, el suicidio aludido y la política represora del gobernador, Conde de San Luis, que intentó que los cafés cerraran a las doce. Es inabarcable la literatura deparada por Fornos, cuyo cierre en 1908 propició que, aunque ya no con un protagonismo tan indiscutible, su sucesor fuera el café Colonial, al que se mudó gran parte de su público.

    Conocida es la observación de José María Salaverría respecto a que la mitad de la historia española se fabricaba en los cafés. De hecho, el español, especialmente sociable en aquella época, pasaba gran parte de su tiempo en ellos, en parte, huyendo de sus viviendas, casi siempre incómodas y, dado el extremo clima madrileño, frías en invierno y calurosas en verano. Además, abonando consumiciones relativamente muy baratas[8], se leía el periódico, se escribían cartas o artículos, se jugaba, en especial al dominó o al billar, se escuchaba música y se veía teatro; también se concertaban citas de amor, se conspiraba pero, sobre todo, se discutía, se pontificaba, se daba cauce a esa sociabilidad tan española, por más que, en ocasiones, la controversia pudiera terminar a bastonazos o con desafío en el campo de Marte[9]. La tertulia cafeteril, hoy casi desaparecida, fue la forma de relacionarse de los varones españoles durante gran parte de los siglos XIX y XX[10].

     Entre los cafés de clase media y baja, algunos se especializaron en cante flamenco y recibieron el nombre de cafés cantantes. Su época de esplendor se sitúa en el último cuarto del siglo XIX. Son muy numerosos los testimonios sobre el ambiente de los cafés cantantes que florecieron en Madrid en gran cantidad desde mediados de siglo (Blas Vega y Velasco Zazo, 1945) y casi todos coinciden en el ambiente tumultuoso y en la asistencia de gentes de todo cariz pero entre la que predominaban las de baja estofa. Una Real Orden del 27 de noviembre de 1888 intentó invocar la legislación para poner coto a ciertos desmanes:

   Los establecimientos llamados cafés cantantes constituyen un espectáculo que, aunque no siempre culto, reviste todos los caracteres legales de una diversión pública, por el cual concepto se halla sometida a la legislación (…) arts. 22 y 25 de la ley Provincial (1, 1c. y 2, 4c).

   El trato familiar que entre actores y espectadores se establece (…), la excesiva libertad de lenguaje que delata la licencia de las costumbres y, más que nada, el abuso de bebidas espirituosas (…) promueven manifestaciones ruidosas (…) y (…) altercados violentos que son origen de graves escándalos que reclaman la frecuente intervención de la autoridad.

   Por otra parte, el ruido y la algazara propios de dichos establecimientos trascienden al exterior y producen quejas justificadas del vecindario, obligado a soportar las molestias de una fiesta que perturba su reposo en altas horas de la noche…

   Poco éxito tuvieron las iniciativas de la autoridad y la flamencomanía se hizo dueña de Madrid durante muchos años (Escribano). Gil Maestre en Los malhechores de Madrid da una visión apocalíptica de los cafés cantantes, considerándolos sede del vicio, la prostitución y la delincuencia. Los de Naranjeros, El Brillante, La Marina, La Aduana, El Imparcial y El Paraíso estuvieron entre los más concurridos y sólo la eclosión de las varietés a partir de 1900, propició el principio de su decadencia. Años después, un cronista, bajo el seudónimo El Lazarillo de Tormes, los recordaba así:

   Tenían un sello característico inconfundible. Algo de chirlata con vahos de taberna y ese misterioso escándalo de las casas de prostitución. Su público era híbrido y heterogéneo. El chico matón (…); el jugador ventajista, muchachitos apenas salidos del cascarón, señoritos sinvergüenzas, viejos “verdes” y forasteros. Para las gentes sencillas de pueblos y aldeas, el café cantante era, de la corte, la principal atracción.

   Los locales de estos establecimientos eran todos iguales. Una sala, decorada en tonos obscuros, que la daban un tono tristón y soñoliento, sillas desvencijadas, divanes que repelían por sus muelles saltados, que se clavaban sañudamente en las posaderas; cuatro o cinco espejos por las paredes; en el punto más estratégico, un tablado, desde el que se divisaba toda la sala, y un mostrador.

      Componíase, por lo general, el cuadro artístico de dos cantaoras, tres bailaoras, un tocador de guitarra, un cantaor y un bailaor. Vestían ellas a la española. Dominaban los trajes de maja, el mantón de Manila imprescindible y muchas flores en la cabeza. Ellos, chaquetilla corta y pantalón de talle. En el tablao, y a una altura conveniente, un espejo.

(…) Los sótanos están destinados a juergas. Terminado el espectáculo, las personas que gustan disfrutar a solas de los encantos de la flamenquería, piden vinos de marca y disfrutan de todo el cuadro artístico[11].

    Otro establecimiento muy frecuentado por los nocherniegos a partir de este año de 1890, en que se fundó sobre la antigua Taberna de Lázaro, fue la Chocolatería de San Ginés -aún existente- en el Pasadizo del mismo nombre. Situada junto al Teatro Eslava y abierta toda la noche, se convirtió en otro de los lugares emblemáticos de la noche madrileña.

TABERNAS

     El correlato del café en el medio popular es la taberna, por cierto, de antigüedad infinitamente más acreditada. Y, si hay algún país que -en toda época pero más en la que estudiamos- pueda presumir de tabernas, ese es España y no digamos Madrid. Serge Salaün[12] aporta el dato de que en 1900 estaban censadas 1714 tabernas o tiendas de vinos, incluyendo las ubicadas en los arrabales.

    Las tabernas, casi siempre de carácter familiar, permanecían abiertas prácticamente las veinticuatro horas. Acogían a los trasnochadores hasta las tres de la mañana y abrían para los trabajadores a las seis. Algunas no cerraban. Si su público era habitualmente popular, señoritos, periodistas, intelectuales y hasta aristócratas no vacilaban en acudir a ellas, sobre todo, una vez animados tras las copas del café o la excursión nocturna. Son numerosísimos los testimonios literarios que nos pintan escenas acontecidas en torno a sus mesas de pino. Rubén Darío, Joaquín Dicenta, Manuel Paso, Mariano de Cavia, Manuel Machado y tantos componentes de la bohemia de entresiglos pasaron gran parte de su vida en ellas y hasta escribieron muchos de sus versos o artículos entre vapores etílicos y miasmas de la miseria. Se bebía vino o aguardiente en grandes cantidades y se comía cocido, callos, sardinas rancias, atún en escabeche, sangre “encebollá”, gallinejas y toda la suerte de despojos a que era necesariamente adicta la pobretería aunque la tapa tabernaria por antonomasia, eran los pajaritos fritos, costumbre que llegó casi hasta el siglo XXI, pese a que hace años que su consumo estaba prohibido y que aún se conserva en Andalucía.

    Prueba de la buena acogida que las tabernas tenían entre la población fuera de las llamadas gentes bienpensantes es el texto que el famoso Felipe Ducazcal, protagonista de tantos sucesos de la vida madrileña durante estas décadas, escribió sobre las tabernas en el primer número (29 oct. 1890) de Heraldo de Madrid[13], diario que acababa de fundar:

La taberna es el casino del obrero; el círculo del hombre del trabajo, donde puede reunirse con gentes buenas y malas. Por regla general, los taberneros (…) son individuos de excelente corazón y que han prestado servicios importantísimos a la sociedad. Yo recuerdo que, en las diferentes revoluciones próximas pasadas, no había un grupo de gente armada del que no formase parte algún tabernero; y como por su modo de vivir son gente brava y por sus conocimientos prácticos tienen algún dominio en la clase popular siempre aconsejan a esta clase los hechos más honrados: la persecución de los malhechores, las guardias en las casas de los ricos (…) Todo el mundo recordará la pasada y terrible epidemia conocida por el dengue y que tantas víctimas ocasionó : no hay una suscripción a favor de los pobres que no esté encabezada por algún tabernero…

LOS SERENOS

   Elemento infaltable de la noche madrileña fue el sereno[14], personaje siempre objeto de chistes y chascarrillos, que, con su chuzo y sus cantinelas, llegó hasta 1977, año en que desapareció definitivamente. El cuerpo, que en principio tuvo la misión de encender y apagar los recién instalados faroles para el alumbrado público, fue creado por Francisco Sabatini, al servicio de Carlos III como Arquitecto Mayor del reino e Inspector General de Ingenieros y que también creó unos carros cerrados para recoger la basura que el pueblo llamó “chocolateras de Sabatini”. Por Real Decreto del 16 de septiembre, el servicio de vigilancia nocturna se organizó definitivamente en 1834. Además de abrir y cerrar puertas, los serenos eran colaboradores en la lucha contra los delincuentes y, además, prestaban pequeños servicios a los vecinos. Casi siempre provenían de la emigración gallega o asturiana. En el género chico, y vistos desde un prisma cómico, tuvieron un importante protagonismo, incluso hay alguna obra en el que se constituye en el personaje principal[15]. Pero, sin duda, el cantable más famoso es el desternillante diálogo entre el sereno gallego y los guardias municipales de La verbena de La Paloma (1894).

LOS BAILES

     Quizá hasta hoy mismo y, desde luego, por entonces, la forma más concurrida de relacionarse entre los dos sexos era a través del baile. Decíamos que en Madrid se bailaba en cualquier parte pero, sobre todo, en las verbenas, en los merenderos, en las academias, en las corralas y en las sociedades. Ciento cuarenta y cinco de estas últimas cuenta  Barrera Maraver (22) y, entre ellas, las varias que se ubicaban en los salones de Capellanes fueron las más concurridas (Barreiro, 2010). El salón de Capellanes, ubicado en la actual calle del Maestro Tomás Luis de Victoria y fundado en 1850 a instancias de la Sociedad lírico-dramática Liceo matritense, fue el  local que se impuso sobre el resto con sus bailes de sociedad, de máscara y teatrales, amén de otras actividades musicales. Su ambiente populoso y barriobajero ha sido descrito entre otros por Enrique Chicote y Manuel del Palacio (Blas Vega, 70-72).

    En 1890 estuvo muy de moda el Liceo Ríus, nombre que había tomado un teatro de mala nota que, en otras épocas se conocía como Teatro Madrileño y estaba  situado en el nº 68 de la calle Atocha. En dicho Liceo se celebraban bailes de máscaras de madrugada y, como es de rigor, se cultivaban los amores ilícitos. En las afueras, visitadas sobre todo en el buen tiempo, solían encontrarse los recintos de baile más heterodoxos. Una excelente y regocijante descripción de una de las más importantes, El Eliseo Madrileño, nos proporciona el famoso chotis de La Gran Vía (1886).

 

                       Yo soy un baile de criadas y de horteras

                             y a mí me buscan las cocineras;

                             a mis salones siempre suele concurrir

                             lo más selecto de la “igilí”[16].

                             Allí no hay broncas y el lenguaje es superfino

                            aunque se bebe bastante vino

                             y, en cuanto al traje que se exige en sociedad,

                             de cualquier modo se puede entrar…

      El ambiente de las numerosas verbenas que, por entonces, se celebraban en Madrid, ha sido ampliamente divulgado por el género chico[17] y, respecto a los merenderos, donde señoritos y estudiantes llevaban a las menestralas, cigarreras[18] y modistillas, con el fin de que, al arrullo del baile y las libaciones, terminaran por caer en sus brazos para lo que muchos de estos establecimientos disponían de reservados, fueron famosos los de La Bombilla[19] aunque también los hubo por los sectores de Cuatro Caminos, Ventas del Espíritu Santo y aledaños de Embajadores. La narrativa de su tiempo es también pródiga en estas escenas[20] que, frecuentemente, terminaban con desagradables consecuencias para las mujeres. Mientras que teatros, cafés y sociedades disponían de orquestinas, en verbenas, corralas y merenderos, el instrumento acompañante solía ser el organillo, tan identificado con Madrid aunque su origen sea inglés. O portátil o con ruedas, a su facilidad para desplazarse y ser transportado se unía la ventaja de que no era necesario saber música para tocarlo.

     Aparte de las organizadas por asociaciones, gremios, corralas o particulares, eran muy numerosas las verbenas “oficiales” que se celebraban en Madrid pues cada barrio o sector tenía su advocación y le correspondía su propia verbena. Comenzaban con el buen tiempo y, tras la de San Isidro, el 30 de mayo se celebraba en los aledaños de la plaza de la Moncloa, la de La cara de Dios, en alusión a la iglesia, ya derribada, sita en la calle de la Princesa y que albergaba un lienzo con la Santa Faz. La más conocida y tumultuosa era la de San Antonio de la Florida, en torno a la ermita decorada por Goya. Venían después las de las festividades de San Juan y San Pedro, que se fundían en una y se celebraba en el Paseo del Prado; la del Carmen, en Chamberí; la de Santiago, en la zona de calle Mayor y Palacio; la de Los Ángeles, en Cuatro Caminos. En agosto se comenzaba con la de San Cayetano, en la Plaza de Cascorro, se seguía con las de San Lorenzo, en Lavapiés y la Virgen de La Paloma, en el barrio de La Latina. El 8 de  septiembre se celebraba la Virgen del Puerto, llamada La Melonera porque coincidía con el mercado de melones procedentes de la cosecha de Villaconejos que coincidía con esa feria. El cuplé “El relicario” nos recuerda una ya desaparecida y casi olvidada, la de San Eugenio, también llamada Fiesta de las bellotas, más romería que otra cosa, en la que los madrileños acudían a los montes de El Pardo para recogerlas libremente y, allí, se festejaba la verbena.

PROSTITUCIÓN Y DELINCUENCIA

    El eterno problema de la prostitución, habitual huésped de la noche, llegó a ser una cuestión especialmente preocupante en la época, como demuestran los documentos municipales y gubernativos, las medidas profilácticas y los numerosos textos editados sobre la cuestión editados en este periodo de intersiglos[21], por no hablar de la muy leída novela de Eduardo López Bago, La prostituta (1884).

    En el Madrid céntrico eran la calle de Sevilla, la Puerta del Sol y la Plaza Mayor, los lugares donde, preferentemente, las llamadas por los gacetilleros “horizontales” ofrecían sus servicios. En torno a 1890, el Diccionario Enciclopédico de Montaner y Simón cifra en mil el número de prostitutas madrileñas pero en 1901, el número se había doblado (Bernaldo de Quirós y Llanas Aguilaniedo. Ed. de Justo Broto, 224). Sin embargo, a esa cantidad de prostitutas reconocidas había que añadir el de las clandestinas, que no pasaban reconocimientos médicos y no se alojaban en las casas de tolerancia sino que abordaban a los posibles clientes en la calle, en los espectáculos o en los tugurios de los barrios bajos, de modo que Fernando Vahíllo en 1872 calculaba en siete mil el número total de prostitutas activas en Madrid y los muy fiables Bernaldo de Quirós y Llanas Aguilaniedo cifran en el 6,23% el número de madrileñas que se dedican a ese negocio, cuyas edades van de la niñez a la vejez. En cuanto a la procedencia laboral de las trabajadoras del sexo, eran las criadas las que surtían el mayor contingente. Estudios posteriores elevan a más del 50% el porcentaje de las que provenían de este oficio. Las causas, además del altísimo número de quienes debían de emplearse en el menester, son obvias: la inferioridad social, cultural y, sobre todo, económica las ponía muy frecuentemente en manos del señorito y, cuando se producían hechos indeseados, eran despedidas y debían afrontar, solas y, habitualmente con una preñez, un aborto o un hijo, un futuro sombrío.

     Venía a continuación otro oficio masificado, las modistillas, Alrededor de un 20% de las prostitutas provenían de los talleres de labores y confección, que, a veces, encubrían actividades  non sanctas y surtían de material fresco a crápulas adinerados[22]. La Fornarina, antes lavandera, pasó del taller de confección a modelo desnuda del pintor Saint-Aubin, antes de debutar en el papel de esclava en El pachá Bum-Bum y su harén (1902)[23] aunque bien es verdad que, ya de adolescente, hacía la carrera en los soportales de la Plaza Mayor. La promiscuidad de los barrios bajos propiciaba que las mujeres se iniciasen sexualmente a temprana edad. Raquel Meller también fue modistilla antes de dedicarse al cuplé en La Gran Peña, lo que en la mayor parte de ocasiones significaba prostituta de lujo.

     Los servicios sexuales realizados fuera de las casas de tolerancia tenían, como es natural, una retribución variable, atendiendo a la edad, características físicas y calidad de aquellos pero puede decirse que la mayoría oscilaba alrededor de las tres pesetas, debíéndose pagar aparte la cama, es decir, el cuarto de alquiler al que se acudía. En las mancebías los precios eran algo superiores, dependiendo del nivel y servicios de las mismas. Sáenz Bombín cifró en ciento cincuenta el número de burdeles madrileños en 1889 (García Eslava).

    La literatura nos ha dejado numerosos testimonios de la abundancia de casas de lenocinio en el entorno de la calle Ceres, que, luego, cambió su nombre por el de Libreros, al parecer, a propuesta de Baroja[24]. Otra zona muy abundante en ellas era el dédalo de callejuelas agolpadas entre las calles de Mesón de Paredes y Embajadores, donde también proliferaban las llamadas casas de dormir, donde los miserables se hacinaban a cambio de alguna moneda. Son numerosas e igualmente terribles las descripciones de estos lugares[25]. Escogemos una de ellas, perteneciente al año que nos ocupa:

   Redúcense a grandes pisos interiores; sin apenas luz ni ventilación; ahumados; sucios; mugrientos; desprovistos de las más rudimentarias condiciones exigidas por la higiene; en aquellas habitaciones infectas descúbrense a ambos lados repugnantes y desunidos catres, luciendo una ropa destrozada, negra, llena de manchas. En el fondo de la casa se encuentran los cuartitos de preferencia, que se pagan más caros por el aislamiento que ofrecen por constar de mayor y más lujoso mobiliario, pues se dispone en ellos de una silla rota y de una escarpia en funciones de percha. Los precios suelen ser: un real la cama en la alcoba común y dos o tres el dormitorio por separado, subiendo hasta una peseta si se facilita luz para acostarse. La hora de entrada oscila entre las doce y las dos de la madrugada.

    Fórmese idea ahora del personal que allí se recogerá para entregarse al descanso. El tomador, el colillero, la billetera, el pobre que comercia con sus llagas, la vieja despedida del burdel; todos los abortos de la calle y todos los desperdicios del arroyo se junta allí a las avanzadas horas, a dormir el sueño pesado del vino. (…) Entre aquellos lechos habitan toda suerte de insectos, pero a los concurrentes a la inmunda alcoba no les importa la vecindad (…) cuando entra ya la mañana, sólo queda en el cuarto la atmósfera densa y el hedor que deja tras de sí la agrupación de muchos cuerpos entregados al reposo[26].

     Por el contrario, las prostitutas de alta categoría podían acudir a cafés como Fornos, con los reservados numerados en su entresuelo, donde se reunían habitualmente los tertulianos pero también podían servir para otros menesteres. Es fama que la primera que se tiñó el pelo de rubio fue una a quien llamaban La Nunciata, así como que la Juaneca, fue la primera consumidora de morfina. Fue comentadísimo el duelo a florete entre dos de ellas: Lolita la de las Canas y Paz de Villavicencio, que se llevó a cabo junto a la estatua de El Ángel caído en el Retiro. El asunto dio origen hasta a un sainete de Federico Jaques y Apolinar Brull, que se estrenó en el Teatro de la Zarzuela el 11 de junio de 1897 y que tuvo muy buena acogida crítica[27].

   En cambio, en las cercanías del Retiro, concretamente, en el entorno de las rejas del Jardín Botánico proliferaban las prostitutas de ínfima categoría, que, en el buen tiempo, dormían en la misma calle, como hacían los golfos, abundantes en la misma zona[28].

  Bernaldo de Quirós y Llanas Aguilaniedo cifran en unos tres mil los delincuentes habituales en la ciudad de Madrid, de los que un tercio estaba compuesto por mujeres y niños en proporción similar. Sin embargo, no puede decirse que la noche madrileña fuera especialmente peligrosa porque la mayor parte de ellos se dedicaban al timo, el hurto y el descuideo, mientras el atraco y el asalto eran ocasionales. En esta última fórmula se empleaban niñas o adolescentes dispuestos a declarar vejaciones sexuales para chantajear a la víctima. En mancebías y timbas abundaban el chulo y el guapo y en el mundo de la prostitución no faltaban las llamadas “tomadoras”, que desvalijaban al cliente con diversas mañas.

    1890 se estrenó con una epidemia de dengue, por entonces también llamado “trancazo”, que el año anterior ya había causado estragos y que el 1 de enero se llevó por delante, al mismo Julián Gayarre, a la sazón y para muchos, el mejor tenor del mundo. Tanto una como otra circunstancia provocaron cierres de teatro, en un caso por duelo y en otro, por enfermedad del personal. La violencia de la epidemia propició la solidaridad con los afectados por parte corporaciones y particulares. Una vez más, se constató el estado misérrimo de una gran parte de la población:

   Lo que con motivo de la epidemia reinante se ha descubierto en los barrios extremos de Madrid no es para contado. Después de visitar Chamberí, los Cuatro Caminos, Lavapiés, las Peñuelas, la Fuentecilla, las afueras de la Puerta de Toledo, después de recorrer lo que pudieran denominarse los arrabales de la capital, se cree firmemente que estas grandes convulsiones las envía Dios para que la sociedad se revuelva y para que los hombres asustados de los miasmas de pantano que se asoman a la superficie, acuda a sanear el fondo. La influenza, con su cortejo de pulmonías y sus aterradores ataques, pierde su importancia ante el mal horrible y eterno que aqueja a la clase baja de Madrid: la miseria. Hombres y mujeres casi desnudos, sin ropas; niños igualmente privados de vestidos; habitaciones sin cristales, sin muebles, sin camas, sin fuego: tabucos incapaces para dos personas, ocupados por seis u ocho; seres hambrientos cadavéricos, muriendo lentamente, hacinados; enfermos sin asistencia; algún muerto insepulto durante días y días por deficiencias de nuestra organización administrativa; un cuadro horrendo en el que se mezclaba el llanto de las pobres criaturas pidiendo pan, con los gemidos de las madres incapacitadas para dárselo, las quejas de los postrados en el lecho con las lamentaciones de los que les asistían, las maldiciones y juramentos de los impacientes con las frases resignadas de los sufridos; he aquí lo que hallaron los periodistas encargados de repartir los socorros…[29]

   Es fama que los madrileños ya se acostaban tarde y, todavía más, en verano. Aun generalizando mucho, la jornada de un varón prototípico de las últimas décadas del siglo XIX se dividiría en trabajo por la mañana; comida casera y, a menudo, siesta; café vespertino; teatro por la tarde y/o por la noche; de nuevo café para finalizar con las horas de reposo. No parece un mal programa. En las ocasiones pertinentes, se podía incluir una visita al prostíbulo. Se ha repetido en más de un lugar[30] que Ortega y Gasset había aconsejado a Valle-Inclán: “Trasnoche usted. Apure todo lo que pueda la noche madrileña. Es ya la única noche que queda en el mundo”, lo que resulta difícil de creer tanto por los diecisiete años que don Ramón le llevaba a don José, como por el carácter del primero, que había llegado a Madrid a principios de 1891, cuando Ortega aún no había cumplido los ocho años[31] y enseguida se asentó en torno a los cafés de la Puerta del Sol y se imbricó en las madrileñas costumbres de la tertulia y el paseo posterior.  Paseo que podía durar hasta el amanecer, cuando las burras de leche emprendían su camino hacia los domicilios de quienes habían de reanimar con su producto. Gómez Carrillo, recién llegado de París con su joven amante, escribió que era aquel un Madrid sórdido y vulgar, con gentes que daban sensación de pereza y abandono excepto para la juerga. Un Madrid, tal vez, demasiado hipócrita, que se divertía entre las sordideces que aquí han asomado pero que era capaz de estallar con un murmullo de indignación cuando, estando en Fornos, Gómez Carrillo estampa un beso en la cara de su novia. Gracias a que las nuevas formas tenían ya sus adalides, cuenta el guatemalteco que se acercó a ellos Dicenta, “ya entonces conocido y temido por su mal carácter y su mala lengua”, y con su intervención protectora y su mirada de reto, acalló los gritos hostiles.

   Efectivamente, protagonistas de la noche madrileña fueron también los periodistas, que, tras, terminar sus labores en la redacción pululaban incesantes por teatros -donde solían conseguir entradas gratuitas-, cafés, tabernas y prostíbulos. Identificados o confundidos con los bohemios, en sus artículos y libros nos han dejado descripciones impagables de estos ambientes que, por cierto, conducirían a muchos al alcoholismo, la sífilis y, sobre todo, la tuberculosis, plaga de la época. En este Madrid con un casi 50% de analfabetos, en su mayoría mujeres, diarios como el El Imparcial y El Liberal[32], rozaban los cien mil ejemplares de tirada, revistas como La Ilustración Española y Americana Madrid Cómico se aproximaban a los veinte mil, mientras que el semanal republicano, Las dominicales del libre pensamiento, en el que colaboraban Dicenta y otros bohemios como Pedro Barrantes, lanzaba a la calle diez mil, lo mismo que el satírico Gedeón. Son cantidades asombrosas, aunque muchas  de estas publicaciones se distribuyeran en toda España.

E    ste Madrid lleno de contrastes en el que conviven la miseria y el lujo, la sempiterna España negra  con los atisbos de cosmopolitismo, el costumbrismo verbenero y expresionista con la sensibilidad modernista, ese Madrid, al fin, en blanco y negro, como la publicación que aparecerá tan sólo un  año más tarde (10-V-1891) y que se convertirá en la preferida de las clases medias y la burguesía durante varias décadas, resume y ejemplifica la España que estaba a punto de perder los últimos retazos de su gran imperio colonial y, al tiempo, de iniciar la etapa más brillante de su historia cultural.

   Sobre personajes pintorescos de la noche madrileña véase:

https://javierbarreiro.wordpress.com/2015/06/25/madame-pimenton/

https://javierbarreiro.wordpress.com/2016/01/27/el-perro-paco/

https://javierbarreiro.wordpress.com/2015/08/07/el-padre-benito-jefe-de-la-clac-en-los-teatros-madrilenos/

                                                                     NOTAS

 [1] El juego no se legalizó en la España de la Restauración hasta 1914 y Primo de Rivera volvió a prohibirlo en 1924, sin embargo, aparte del permitido en los casinos, las timbas clandestinas para los pudientes y los juegos de naipes populares eran una realidad cotidiana omnipresente. V. Marc Fontbona. Historia del juego en España. Barcelona: Flor del Viento, 2008.

[2] Incluso en los barrios más bajos. En la llamada Casa del Duende del Paseo del Canal, denunciada por ruinosa y ocupada por gentes de mal vivir hasta que fue derribada en 1900, “los procedimientos para ingresar en ella, eran el método violento de la expropiación de otro ocupante o procedimiento pacífico y sosegado de aguardar que algún vecino desalojara el que ocupaba. En aquella casa, verdadera sociedad completa de indigentes y malhechores, nada faltaba a los vecinos. En un sótano lóbrego y cuarteado al peso de los años, tenían establecido un teatro (así rezaba la inscripción exterior), donde saltimbanquis y prestidigitadores vagabundo o aficionados indígenas organizaban funciones variadas”. (Bernaldo de Quirós y Llanas de Aguilaniedo, 1998. 123-124).

[3] El primer alumbrado público madrileño por electricidad se instaló en la Puerta del Sol durante 1878 (Gea, 28).

[4] “¡Oh! realmente la cuarta de Apolo es una característica de la vida moderna madrileña. Los jóvenes de la aristocracia llenan los palcos y acompañan a las más distinguidas horizontales; las señoras las curiosean con la vista y el buen burgués hace la digestión de un modo delicioso viendo las desvergüenzas del libreto y las piernas del coro”, Cagliostro, Gente Vieja nº 56, 30 jun. 1902. Por su parte, Ricardo Sepúlveda (1887, 22) escribe: “En este teatro se encuentra toda la vida y admiración de las noches madrileñas”.

[5] En la década de los ochenta fue famoso Mariano Bielsa “Chistavín”, natural de Berbegal (Huesca), que ganó varios desafíos e hizo ganar y perder a muchos grandes cantidades en las apuestas. En su desafío con  el considerado el hombre más rápido del mundo, el italiano Achiles Bargossi, llamado “la locomotora humana”, le venció fácilmente, tras lo cual lo invitó a ir corriendo a su pueblo, donde –aseguró- había muchos que corrían más que él.

[6] Todavía en 1894 se anuncia en la plaza de Toros de Madrid la lucha entre el león Regardé y un toro, El País, 9 oct. 1894.

[7] Antonio Bonet Correa es autor de una reciente y muy documentada monografía sobre los cafés históricos.

[8] Incluso el citado Pepe, de Fornos, ideó las cenas a dos pesetas, como reclamo para la clientela.

[9] Pese a su importancia sociológica y a su incidencia en la vida cotidiana del siglo XIX y primeras décadas del XX, especialmente, en el campo del periodismo, la política y la vida militar, el duelo en España es un tema muy poco estudiado. Puede verse, sin embargo, Luis Armiñán. El duelo en mi tiempo. Madrid: Editora Nacional, 1950 y José María Peláez Valle. Desafíos, encuentros y duelos de honor. Bilbao: Beta III Milenio, 2007.

[10] Sobre las tertulias madrileñas pueden verse, entre otros, libros como los de Antonio Velasco Zazo. Panorama de Madrid. Tertulias literarias, Madrid: Librería General de Victoriano Suárez, 1952; Antonio Díaz Cañabate. Historia de una tertulia. Valencia: Castalia, 1952 y Tertulia de anécdotas, Madrid. Prensa Española. 1974: Miguel Pérez Ferrero. Tertulias y grupos literarios. Madrid: Cultura Hispánica, 1975; Antonio Espina. Las tertulias de Madrid. Madrid: Alianza, 1995.

[11] El Mundo, 5 nov. 1913.

[12] Serge Salaün. El cuplé (1900-1936). Madrid: Espasa Calpe, 1990.

[13] Heraldo de Madrid (1890-1939) de ideología liberal, fue evolucionando hacia las tesis republicanas y llegó a ser uno de los diarios de mayor circulación del país. Su primer director fue José Gutiérrez Abascal.

[14] Es sabido que el nombre de sereno, dado por el pueblo a estos vigilantes nocturnos, proviene de que parte de su misión consistía en cantar las horas, dando también información sobre el estado atmosférico: “¡Las cuatro y sereno!”. Así, un tiempo habitualmente despejado y poco lluvioso como es el de Madrid (sereno), dio lugar a que este adjetivo se sustantivara y pasara a designar a quienes lo lanzaban al aire.

[15] ¡Sereno! (1887), sainete de Emilio Sánchez Pastor; ¡Las doce y media y sereno!  (1890), sainete lírico de Fernando Manzano y Chapí; El sereno de mi calle (1891), sainete de Miguel Echegaray; El sereno de mi barrio (1909), zarzuela de Miguel Sanz y Seller; El sereno de mi calle (1922), sainete de Ramiro Ruiz; Pepe el sereno (1924), sainete de Ramón López Montenegro y Ramón Peña Ruiz.

[16] Palabra, al parecer, creada por el maestro Chueca, irónica corrupción de high life.

[17] A la popularísima La verbena de La Paloma o Celos mal reprimidos (1894), pueden añadirse, entre muchas otras: Don Pepito en la verbena (1852) de Mariano Carreras, Las travesuras de Manuela en la verbena de San Juan (1860) de Gabriel Fernández, ¡De verbena! (1885) de Javier de Burgos, La primera verbena (1903) de Enrique García Álvarez y Antonio Casero, Su Majestad, la Verbena (1918) de Antonio Paso, Sebastián, el marquesito o La verbena del Carmen (1919) de Carlos Díaz, La noche de la verbena de Antonio Casero (1919) o las novelas: Pedro de Répide, Los cohetes de la verbena (1917), Juan Tavares, Lorenza, la resalá o La verbena del barrio (1917) y Alberto Insúa. La señorita y el obrero o Un flirt en la verbena de San Antonio (1926).

[18] La Real Fábrica de Tabacos, sita en la calle de Embajadores y hoy rehabilitada, daba trabajo a unas seis mil mujeres. Aunque con sueldos muy bajos y turnos agotadores, era uno de los pocos oficios no autónomos a que podían dedicarse las mujeres.

[19] “(…) todos ellos obedecían a la misma idea y técnica arquitectónica: dos pisos amplios, con salones inacabables, con techumbre y suelos de madera y las paredes pintadas al “temple” en añil o caña, y con tal cual alegoría bucólica; y al fondo, el jardín, la plazoleta para bailar al son del manubrio, círculo enarenado rodeado de pequeños cenadores mal cubiertos de plantas trepadoras; y el todo iluminado con un arco voltaico central y unos luminosos a base de farolillos a la veneciana (Ruiz Albéniz, 78).

[20] V. por ejemplo, Benigno Varela. Del abismo al amor (1913) o Emiliano Ramírez Ángel. Bombilla, Sol, Ventas: peligros y seducciones de esta coronada villa (1915). En el género chico pueden citarse: ¡Cuidado con los hombres! o El merendero de la Pepa (1888) de Javier de Burgos, Donde hay faldas hay jaleo o El merendero de la alegría (1908) de Antonio Casero.

[21] Citaré unos cuantos: Antonio Prats y Bosch. La prostitución y la sífilis (Ensayo sobre la propagación de las enfermedades sifilíticas y medios). Barcelona: Librería de “El Plus Ultra”, 1861; Emiliano Ramírez Ángel. Reglamento a que han de sujetarse todas las mujeres públicas de esta Corte. Madrid: Impr. de don Gregorio Hernández, 1865; Fernando Vahillo. La prostitución y las casas de juego consideradas desde el punto de vista moral y político. Madrid: Imp. de Tomás Rey, 1872; Ramiro Blanco. Las mujeres de lance. Madrid: Imp. de Montegrifo y Cía., 1884; Enrique Sánchez Seña. Las rameras de salón (Páginas de la deshonra y vicios sociales)., Madrid: Est. Tip. de Álvarez Hnos., 1886; Romualdo González Fragoso. La prostitución en las grandes ciudades (Estudios de higiene social)., Madrid: Librería de Fernando Fe, 1887; Pedro Pérez de la Sala, “La prostitución en la Corte”, Revista Española, Madrid: 1891; E. Rodríguez Solís. E., Historia de la prostitución en España y América. Madrid: Imprenta de Fernando Cao y Domingo de Val, s. f. [1891]; Vicente Suárez Casañ. La prostitución. Barcelona: Maucci, 1895; Manuel Gil de Oto. La prostitución. Su historia desde sus orígenes hasta nuestros días. Barcelona: Tipografía Moderna, 1898; Rafael García Eslava, La prostitución en Madrid. Apuntes para un estudio sociológico.  Madrid: Vicente Rico, 1900; Juan de Azúa. Reglamentación de la prostitución. Madrid: Imprenta de Ricardo Rojas, 1904; José García del Moral. La prostitución: notas de higiene social. Madrid: Imp. Vda. de F. Fons, 1906; Antonio Navarro Fernández. La prostitución en la Villa de Madrid. (Prólogo de Rafael Salillas), Madrid: Imprenta de Ricardo Rojas, 1909.

[22] Sobre esta cuestión puede verse la novela de Enrique Sánchez Seña. Las rameras de salón (páginas de la deshonra y vicios sociales). Madrid: José María Faquineto, 1886.

[23] V. Javier Barreiro: “La Fornarina y el origen de la canción española”, Asparkía, 16, 2005, pp. 27-40.  https://javierbarreiro.wordpress.com/2011/09/20/la-fornarina-y-el-origen-de-la-cancion-en-espana/

[24] V. por ejemplo, la descripción de José Gutiérrez Solana en Madrid callejero (2º ed). Madrid: Trieste, 1984, pp. 35-41. La primera edición es de 1923.

[25] V. por ejemplo, Melchor Almagro Sanmartín. Biografía de 1900. Madrid: Revista de Occidente (1943, 296-297); Bernaldo de Quirós y Llanas Aguilaniedo (1998, 129-130 y 350-354) o en varias novelas y artículos de Alfonso Vidal y Planas, la descripción de la casa del llamado “Han de Islandia”, sobrenombre procedente del título de la primera novela de Victor Hugo. V. por ejemplo, “Otra anécdota de bohemia. La casa de dormir de ‘Han de Islandia’ en la calle de la madera, Heraldo de Madrid, 15 enero 1935.

[26] Luis Pérez Nieva, “Crónicas madrileñas”, La Ilustración nº 518, 5 octubre 1890, p. 626.

[27] El ángel caído. Madrid: R. Velasco, imp., 1897.

[28] Para todo lo relacionado con la prostitución y su entorno durante este periodo el fundamental el extenso capítulo “El tiempo de la higiene especial (1869-1935)” de la monografía de Jean-Louis Guereña. La prostitución en la España contemporánea. Madrid: Marcial Pons, 2004.

[29] Luis Pérez Nieva, “Crónicas madrileñas”, La Ilustración nº 480, 12 enero 1890, p. 18.

[30] Por ejemplo, José Montero Alonso, “Valle Inclán y Madrid”, Villa de Madrid nº 89-90, pp. 84 o Lorenzo Díaz (1992, 73).

[31] Ortega escribió “Glosa a Valle-Inclán”, su primer artículo sobre el escritor gallego, a finales de agosto de 1902, con motivo de la publicación de Sonata de otoño, Juan Antonio Hormigón, Valle-Inclán. Biografía cronológica. Vol. I, Madrid: Publicaciones de la Asociación de Directores de Escena de España: 2006, p. 319.

[32] Fue en 1890 cuando Miguel Moya, entró como director de El Liberal, cargo que ostentaría hasta 1906.

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El blog del autor: https://javierbarreiro.wordpress.com/

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