DÍPTICO DE LA INFAMIA


Por Dionisio Sánchez Loring

CUADRO PRIMERO

 … SUEÑA ROCA DORMIDA

huyendo de sí misma

la rueda inalcanzable

se precipita

I

La fortaleza se dividía en un espacio exterior y otro interior. Erigida sobre una montaña era el último reducto de una guerra antigua en la que habían ardido todos los palacios.

En el jardín exterior una pareja de viejos comía eternamente en una mesa dispuesta para la cena. Apenas podían balbucir. Lucía un sol artificial.

En el interior, los subterráneos del edificio estaban atravesados por docenas de escaleras cinceladas en la roca que se perdían en el vacío de la montaña. Los dos jóvenes sirvientes que transitaban por los pasadizos de la fortaleza nunca llegaban a saber si estaban subiendo o bajando, cerca o lejos ni desde luego cómo habían llegado hasta allí. En esta parte dominaba la penumbra y las oscilaciones que proyectan las antorchas y fuegos sobre los muros interiores. En los momentos de descanso, que eran pocos, él pintaba en un lienzo cada una de las partes de la fortaleza con suma precisión. Ella mantenía viva la llama de las antorchas y jugaba con las sombras que se proyectaban sobre los muros.

En el jardín de la fortaleza la pareja de viejos estaba sentada frente a una mesa que había sido dispuesta para la cena. La vieja, sentada en una silla en una esquina de la mesa, miraba al infinito mientras manipulaba la manivela de un gramófono en el que sonaba ‘O Sole mío’, de Enrico Caruso. El viejo permanecía inmóvil, ante el plato de sopa, mirando al infinito. A su lado había una campanilla de mesa para poder llamar al servicio. Un pequeño ventilador de mesa agitaba el aire. Cuando empezaba a cantar el tenor, el viejo, sin dejar de mirar al infinito, se anudaba una servilleta al cuello y comenzaba a sorber la sopa con ayuda de una cuchara. Ella sonreía levemente. Muy levemente. En ese momento, me he despertado.

II

ELLA. ¿Me quieres?

ÉL. Toda la vida me has gustado.

ELLA. Vengo de lejos. Hace seis días no te conocía.

ÉL. Siempre he servido en estos pasadizos. Afuera todo es igual que aquí.

ELLA. No hace mucho nadaba en el mar y jugaba con la arena.

ÉL. Préstame tu boca.

ELLA. ¿Y si nos ven?

ÉL. Las piedras de estos muros están hechas de arena.

ELLA. ¿Es duro trabajar aquí?

ÉL. No, si se sabe burlar al tiempo.

ELLA. Tus ojos me salvarán.

Suena una campanilla.

ÉL. Subías sus cestos de la ropa sucia.

ELLA. Bajabas en bandeja sus botellas de vino. Sus dos cafés.

ÉL. No tienes frío, pero vacilas.

Suena una campanilla.

ELLA. Me vuelven a llamar. Tengo que ir.

ÉL. Me encontrarás aquí.

ELLA. Rodéame la nuca con tu piel.

ÉL. Mi vida está ligada a tu destino.

ELLA. Te olvidarás de mí.

ÉL. No antes de que estas escaleras se deshagan. Sujétate a la barandilla.

ELLA. Muy pronto descubrirán que hablamos.

ÉL. Están resecos. Sus ojos parecen a punto de romperse.

ELLA. ¿Alguna vez los viste sonreír?

ÉL. Nunca he dejado de esperarte.

 

III

En un gramófono, manipulado por la vieja, sonaba ‘O Sole mío’, de Enrico Caruso. Cuando empezaba a cantar el tenor, el viejo, sin dejar de mirar al infinito, se anudaba una servilleta al cuello y comenzaba a sorber sopa con ayuda de una cuchara. El disco del gramófono se rayaba. El viejo hacía por levantarse, pero no podía. Permanecía un instante en pie, las piernas apenas le aguantaban. Se volvía a sentar, sin fuerzas. Después, la vieja se levantaba y quitaba el disco. El viejo descorchaba lentamente una botella. La vieja se llevaba la mano al bolsillo, sacaba un puñado de maíz que lanzaba sobre el suelo del jardín, después otro puñado. Se oía la llegada de las palomas. Al viejo no le gustaba que ella les diera de comer. Cada vez se oían más palomas. Abrí los ojos y no recuerdo nada más.

 

IV

ELLA. ¿Todavía te gusto? Hace 8 meses que estamos juntos.

Él. Me soñaste en el mar.

ELLA. No pueden evitar que nos queramos. Las olas se me olvidan.

ÉL. Mi cuerpo se hace transparente. Un poco vivo y muerto al mismo tiempo.

ELLA. Mis manos se han ido endureciendo.

ÉL. ¿Te duelen?

Suena una campanilla.

ELLA. Otra vez llaman.

ÉL. Todos los días los mismos escalones.

ELLA. ¿Y todavía no has desfallecido?

ÉL. Les debe de quedar poco. Ten paciencia.

ELLA. La tengo. Yo me alimento de ti.

ÉL. El otro día ella flaqueaba.

ELLA. A él le entró la tos.

ÉL. Estuvo a punto de morirse.

Suena una campanilla.

ELLA. No falta mucho, dices.

ÉL. A veces me asomo por la barandilla y no te veo.

ELLA. El espacio, nuestras acciones, serán siempre de ellos.

ÉL. Aquí abajo está todo oscuro, sí.

ELLA. Mi pulso sigue siendo tuyo.

ÉL. El tiempo corre a nuestro favor.

Suena una campanilla.

ELLA. ¿Lo habrán notado?

ÉL. Ella no puede sentir nada.

ELLA. Él, tal vez sí. Ayer no tocaron los platos.

ÉL. Puede ser. A duras penas pueden masticar.

ELLA. Nunca se mueven del jardín.

ÉL. Llevo tres días bajando escalones. Ya no sé qué temperatura hace en el exterior.

ELLA. “Afuera todo es igual que aquí”, ¿recuerdas?

Él. Las estaciones arrasaron sus palacios. Éste es su último reducto.

Suena una campanilla.

ELLA. Jamás pensé encontrarte en un lugar así.

  1. Han pasado tres años y no me canso de verte.

 

V

En un gramófono, manipulado por la vieja –la vieja esta vez tenía una pequeña herida en la cara–, sonaba ‘O Sole mío’ de Enrico Caruso. Se oían también palomas picoteando maíz. Volaban plumas por el aire. Cuando empezaba a cantar el tenor, el viejo, sin dejar de mirar al infinito, se anudaba una servilleta al cuello y comenzaba a sorber sopa con ayuda de una cuchara. El disco se rayaba.  El viejo intentaba levantarse, pero no podía. Permanecía un instante de pie, las piernas apenas le aguantaban. Se volvía sentar, sin fuerzas. La vieja se levantaba y quitaba el disco. El viejo descorchaba lentamente una botella. La vieja se llevaba la mano al bolsillo, sacaba un puñado de maíz que lanzaba sobre el suelo, sumándose a los granos que ya había en la escena anterior. Después otro. Se oía la llegada de más palomas. Al viejo no le gustaba que ella les diera de comer. Cada vez se oían más palomas. Un grupo de palomas atacó a la mujer cuando se disponía a echar más maíz. Ella intentaba protegerse asustada, y retrocedía gimoteando hasta sentarse. El viejo reía. Ella volvía a poner el disco. El viejo se sirvió vino y entonces empecé a sentir este charco húmedo en las sábanas. 

 

 

VI

ELLA. A veces pienso en el mar, pero me cuesta recordar la espuma.

ÉL. Siempre creo haber elegido otra escalera, pero al final te encuentro siempre.

ELLA. Toma mi mano. Mi cuerpo te pertenece.

ÉL. El frío de estas rocas será nuestro testigo.

ELLA. Abrázame. Te tengo a ti.

ÉL. ¿Estás cansada?

ELLA. No se oye nada más que nuestros pasos.

ÉL. Hace dos días que no duermes.

ELLA. ¿Alguna vez habrá bajado alguien tan profundo?

ÉL. Estos pasillos les quedan demasiado lejos.

Suena una campanilla.

ELLA. Estoy segura de que saben.

ÉL. El vino cada vez les sabe más amargo.

Suena una campanilla.

ELLA. Ya falta poco, dices.

ÉL. El látigo del mediodía les abrirá las frentes. Estás inquieta ¿qué te pasa?

ELLA. Las manos ya se las ha secado.

ÉL. Muy pronto no despertarán.

ELLA. Hoy descubrí a otro sirviente en uno de los pasadizos.

Silencio.

ÉL. No hay nadie más que tú y yo.

ELLA. También espera, como nosotros. Se siente solo.

ÉL. ¿Me quieres todavía?

ELLA. Está perdido. Y sin embargo, me dice estar seguro de saber cuánto les queda.

ÉL. Es imposible. Nadie se pierde en estos pasadizos.

Suena una campanilla.

ELLA. Un todo mar eran sus ojos. Temblor y fuego. Me dijo que sabía.

ÉL. Es imposible. Nadie lo sabe.

ELLA. Después bajé veinte escalones de un solo salto.

ÉL. Te quiero tanto todavía.

ELLA. Fuego y temblor. La misma luz, distinta llama.

ÉL. Es imposible. A veces basta un solo salto.

Suena una campanilla.

ELLA. Ahora se me hace todo un poco más oscuro. No dejes nunca de mirarme.

 

VII

En un gramófono, manipulado por la vieja –ahora ella tenía una herida muy grande en la cara–, sonaba ‘O Sole mío’, de Enrico Caruso. Se oían muchas palomas picoteando todo el maíz que se acumulaba en el jardín. Volaban más plumas. Cuando empezaba a cantar el tenor, el viejo, sin dejar de mirar al infinito, se ponía una servilleta al cuello y comenzaba a sorber con ayuda de una cuchara. El disco se rayaba estrepitosamente. El viejo quería levantarse, pero no podía, permanecía un instante en pie, las piernas apenas le aguantaban. Se volvía a sentar, sin fuerzas. La vieja se levantaba y quitaba el disco. Revoloteaban las palomas que poblaban el jardín. El viejo descorchaba lentamente una botella. La vieja se llevaba la mano al bolsillo, sacaba un puñado de maíz que lanzaba por el suelo. Más palomas llegaban. Cada vez se oían más palomas. Al viejo no le gustaba que les diera de comer. Un grupo de palomas atacó a la mujer. Ella intentaba protegerse asustada con los brazos. Después retrocedía para sentarse. Brotaba un hilillo de sangre de una parte de su cara. El viejo reía. Ella volvía a poner el disco. El viejo se servía vino, después bebía. El viejo al beber vino se atragantaba. Estaba a punto de ahogarse. Ahora, la mujer reía. El viejo tocó una campanilla con la que llamaba compulsivamente a los sirvientes. Me desperté y estábamos así. A oscuras. El fuego se ha apagado.

 

VIII

ÉL. Esta mañana ella le ha mirado fríamente. Pero él apenas respondía. El vino ni siquiera lo ha probado.

ELLA. Ella le está esperando. Pero me temo que está perdiendo la paciencia.

ÉL. No quiere irse sola.

ELLA. Después de tanto tiempo, sería raro servirle solo a él.

ÉL. En siete años se aprenden muchas cosas.

ELLA. ¿Tanto ha pasado? A veces me parece que soy como su hija. 

ÉL. Nunca te fíes.

ELLA. ¿Cómo sería poder jugar con ella en el jardín? Estoy segura de que saben.

Suena una campanilla.

ÉL. Seiscientos escalones hacia abajo. Están llamando.

ELLA. ¿Alguna vez acabarán con esto? Mis piernas se resienten.

ÉL. ¡Espera! Iré por ti.

ELLA. No importa, no. Ya no me canso. A lo sumo se me seca la garganta.

ÉL. Tengo la sensación de conocerte desde antes de nacer. ¿Aún tienes sed?

ELLA. A veces todo es tan oscuro. Un viento frío sopla allí donde nos encontramos.

Suena una campanilla.

ÉL. No vayas. Ven. Acércate.

ELLA. ¿Qué dirán de nosotros? Él ahora desconfía de mis manos.

ÉL. Paciencia. No lo sabes.

ELLA. Le he visto un tallo negro veteado creciéndole en el mismo borde de la piel.

ÉL. Tendría que haber subido yo. Ya falta poco.

ELLA. ¡No! ¡Tú no lo sabes! Quién va a poder saber.

ÉL. Se tragan los venenos de la muerte.

ELLA. ¿Me quieres tanto todavía?

Suena una campanilla.

ÉL. Sube. Te llaman.

ELLA. ¡No! Es a ti a quien llaman.

ÉL. Estamos juntos en esto.

ELLA. Ellos resisten.

ÉL. Ya no les queda otra fortaleza.

ELLA. Las estaciones arrasaron sus palacios.

Suena una campanilla.

ÉL. Seguimos juntos todavía.

 

IX

En un gramófono, manipulado por la vieja –la vieja tenía esta vez la cara llena de heridas–, sonaba ‘O Sole mío’ de Enrico Caruso. Se oían más palomas picoteando los montículos de maíz que se acumulaban en el jardín. El estruendo que hacían se superponía por momentos a la música del disco. Volaban por el aire cientos de plumas. Cuando empezaba cantar el tenor, el viejo, sin dejar de mirar al infinito, se ponía una servilleta al cuello y comenzaba a sorber la sopa con ayuda de una cuchara. El disco se rayaba. El viejo quería levantarse –volaban las palomas–, permanecía un instante de pie y se volvía a sentar, sin fuerzas. La vieja se levantaba –volvían a volar decenas de palomas– y quitaba el disco. El viejo retomaba la sopa. La vieja se llevaba la mano al bolsillo, sacaba un puñado de maíz que lanzaba por el suelo, sumándose al que ya había antes. El suelo del jardín estaba lleno de maíz. El viejo descorchaba una botella lentamente. Se oía la llegada de más palomas. Cada vez se oían más palomas. Al viejo no le gustaba que ella les diera de comer. Un grupo de palomas atacaba a la mujer. Ella intentaba protegerse asustada. El viejo reía. Ella volvía poner el disco. El viejo se servía vino, después bebía. El viejo bebía vino y se atragantaba. Tosía. Estaba a punto de ahogarse. La mujer reía. El viejo tocaba a una campanilla con la que llamaba compulsivamente a los sirvientes. La joven, embarazada, entraba descalza y con bandeja. Le limpiaba al viejo la boca. El viejo la miraba embobado, la vieja con recelo. La joven bailaba una danza invisible exhibiéndose frente a la pareja de viejos. El viejo intentaba levantarse para seguir a la joven. Permanecía un instante en pie, las piernas apenas le aguantaban. Se volvía a sentar, sin fuerzas. La joven continuaba con la danza mientras recogía platos y botellas y después se iba. Abrí los ojos y me encontré con los tuyos. Supongo que llevas un rato despierta. Mirando.

 

X

Ella está embarazada.

ÉL. A veces me imagino estando afuera. Bebiéndome su sopa.

ELLA. Sería tan fácil dirigirles la palabra. Un solo gesto bastaría.

ÉL. Sus vinos. Su café.

ELLA. Pensé en aparecer por el jardín medio desnuda. Pero no pude.

ÉL. Salir descalza fue una imprudencia por tu parte.

ELLA. Estoy segura de que ella comprendió el pequeño gesto. Se le contrajo un músculo en el extremo de la cara.

ÉL. Es carne de mi carne. Llegará el día en que sin preguntar querrán saber.

Ella ya no está embarazada.

ELLA. 14 años han pasado. Antes de entrar me daba mucho miedo. Los muros pedregosos, el foso, las torres, las troneras…

ÉL. Yo no consigo recordar el exterior.

ELLA. Baluartes, aspilleras, matacanes, un largo voladizo.  ¿De quién se protegían?

ÉL. Por dentro todo tiene un aire diferente.

ELLA. Un enrejado sinuoso apuntalando cada ventanal.

ÉL. El cenador acristalado, la mesa larga de madera, la buganvilla colgando de la pérgola, el seto espeso devorando la pared.

ELLA. Lavar la ropa, poner la mesa, servir los platos, mirar sus manos, bajar los restos hasta aquí. Tu hijo se pasa solo casi todo el día.

ÉL. Hoy ha traído la copa y las botellas sin ninguna ayuda.

ELLA. Y cuando nos pregunte. ¿En qué lugar nos conocimos?

ÉL. Tranquila. Te tiene a ti.

ELLA. La arena que dejé ya es solo un nombre. Había alguna cosa más que ni siquiera puedo recordar. No te encontraba esta mañana.

ÉL. Hoy me perdí en estos pasadizos.

ELLA. Es imposible. Nadie se pierde por aquí.

ÉL. He descubierto un nuevo tramo de escaleras que desemboca en una arcada.

ELLA. Tú lo dijiste. Nadie se pierde por aquí.

ÉL. Un viejo sauce asoma en otra parte de la casa.

ELLA. Pero no puedes situarlo exactamente.

ÉL. Les he servido durante muchos años.  Nunca pensé que hubieran construido otro jardín.

ELLA. La barandilla en ese tramo de escalera está deteriorada. No pudo sujetarse.

Silencio.

ÉL. Esos dos ojos que un día descubriste ¿se parecían a los míos?

ELLA. Ya sé que los conoces.

ÉL. Temblor y fuego.

ELLA. ¡Me mentiste!

Suena una campanilla.

ÉL. A parte de tu hijo, no hay nadie más que tú y yo en estos pasadizos.

ELLA. Otro sirviente. Sé bien que fuiste tú quién lo empujaste.

Suena una campanilla.

ÉL. Afuera aguardan dos ciegos su cena. No me fue fácil encontrar un saco.

ELLA. Entonces vete y sáciales.  Me voy. Tu hijo llora.

ÉL. Te quiero ahora como nunca.

ELLA. Ya no del mismo modo. Ni yo tampoco.

ÉL. Después de veinte años las cosas no han cambiado.

ELLA. Es una boca más con hambre.

ÉL. Es carne de mi carne. Yo siempre te querré.

XI

En un gramófono, manipulado por la vieja –la vieja tenía ahora los ojos vendados por un pañuelo ensangrentado. estaba ciega–, giraba el disco de ‘O Sole mío’ de Enrico Caruso. Apenas se oía, sepultado por el deglutir de las palomas que picoteaban un jardín lleno de maíz y de plumas. El viejo tenía la cabeza metida en su plato de sopa y no se movía. La vieja se levantó de repente y palmeó enérgicamente el aire para ahuyentar a las palomas. Un estruendo de alas hizo volar a las palomas que fueron desapareciendo del jardín, aunque nunca del todo. La vieja se desplazaba por el jardín a tientas protegiéndose los ojos, mientras movía una mano para que las palomas se asustaran y desaparecieran del todo. El jardín quedó libre de aves. La vieja volvió a manipular el gramófono. Sonaba Caruso muy deteriorado. Las palomas no tardaron en descender en bandadas y la música volvió a quedar sepultada. Cada vez llegaban más palomas. Algo me ahogaba en la profundidad del sueño. Oí tu risa y me encontré de nuevo entre estos muros de roca viva.

 

XII

ELLA. Hoy el invierno se ha acabado.

ÉL. Un solo soplo de aire helado pudiera traicionarte. Abrígate.

ELLA. No. No tengo frío.

ÉL. Estás temblando.

ELLA. Hoy aprendí a burlar el tiempo. Y sólo yo me lo he enseñado.

ÉL. ¿Te encuentras bien?

ELLA. Deja. La primavera nuestra por fin nos ha llegado.

ÉL. Espera. ¿Qué tienes?

ELLA. Su último reducto ha sucumbido. Lo he visto claro.

ÉL. ¿Qué escondes en las manos?

ELLA. A penas ha querido defenderse. Lo esperaba. 

Ella lleva un cuchillo.

ÉL. ¿Qué hiciste?

ELLA. Yo solo tuve que ayudarle. La cena está servida en el jardín.

ÉL. ¡La has matado!

ELLA. Llegué un día de mayo, huyendo de la guerra. Baluartes, aspilleras, matacanes…

ÉL. … un largo voladizo…

ELLA. Calla. Tú nunca viste otra cosa que estos pasadizos.

ÉL. Afuera todo es igual que…

ELLA. No. Afuera ya no queda nada. Los campos, los bosques… ¡la tierra entera! El mundo ha sido devorado.

ÉL. ¡La playa…! Jugabas en la arena con las olas…

ELLA. Los hombres y los niños hacinados como perros. Cien cuerpos de mujeres corrompidos en la espuma. Abandoné la fosa. Me escapé.

ÉL. La puerta de la entrada estaba abierta.

ELLA. Jamás pensé en llegar a un sitio como este.

ÉL. Fueron tus pasos los que vinieron hasta aquí.

ELLA. Yo solo quise entrar y ver qué había en el jardín. El cenador acristalado, la mesa larga de madera…

ÉL. Te recogieron de la calle.

ELLA. ¿Y ahora los defiendes? Aquellos otros perros me enterraron como a ti, ¿no lo entiendes? Son los señores de la guerra.

ÉL. Yo te enseñé a burlar el tiempo.  Son 30 años en esta

ELLA. No. Tú me enseñaste a sucumbir en él. Y ahora todo, por fin, ha terminado.

ÉL. ¿Y cuándo te pregunte?

ELLA. Tampoco ya nos necesita.  Anoche cruzó el foso. ¡Vamos! Tu hijo corre libre, muy lejos de estos muros.

ÉL. Siempre he servido en estos pasadizos. Yo te enseñé a burlar al tiempo.

ELLA. No te das cuenta. El tiempo por fin ha sido aniquilado. La fortaleza es ahora nuestra.  La primavera nos espera en el jardín.

 

XIII

A punta de cuchillo me haces entrar en el jardín. El único rastro de los viejos que queda son sus pies que asoman por debajo del mantel de la mesa. Me rodeas el cuerpo con el cuchillo. En un primer momento parece que me fueses a atravesar, pero sólo es el primer movimiento de una danza que después continúas sola por el espacio. Vuelan las palomas. Tras un instante de desconcierto, veo el plato de comida que antes utilizaba el viejo. Me abalanzo sobre él y comienzo a comer con ansia. Tú no paras de bailar y sonreír. Te acercas al gramófono y le das cuerda con gran ímpetu. Suena Caruso. Continúas danzando acompañada por la música. Yo te observo y río mientras devoro los restos del plato. Ahora tú también me miras y también ríes. Nuestras risas inundan el jardín. Te acercas y me levantas de la mesa tirándome del brazo. Me arrastras hacia un vals circular sobre la hierba y ya no podemos dejar de bailar y de reír. Trazamos un círculo sobre el lienzo salpicándolo de manchas rojas y verdes. Ahora nuestro cuerpo entero es pintura y nunca más volvemos a cerrar los ojos.

 

OSCURO.

Artículos relacionados :