Discurso sobre las discordias en la feria del libro viejo


Por Carlos Calvo

  Hace un día muy agradable en Zaragoza. El cielo está tan claro que se habría dicho acabado de baldear. La temperatura, en su punto. Ni frío ni calor.

   Me dirijo a la decimotercera edición de la feria del libro viejo (o antiguo) y, por el camino, me cruzo con un joven excéntrico, embutido en un largo abrigo, con gorra, bufanda y guantes. Las campanas de Santa Engracia, próxima a la plaza Aragón (en la que se ubican las casetas), repican con eco aletargado de hiel. A los libreros les debo mucho tiempo vivo. Existen y resisten, más allá de las zancadillas. En ellos está resumido el pálpito del mundo. Toda época tiene su condición abstracta y su realidad ambigua. Y donde mejor se desahoga es en los libros. Ahora que la literatura importa cada vez menos, maldita sea, resulta más excitante pasear por los puestos de esta feria del libro viejo. En estos tenderetes están formuladas las mismas preguntas firmes que acompañan al hombre desde el hombre y casi nunca hemos coincidido en las respuestas.

  Paseantes silenciosos, paseantes urgentes, gente que piensa leyendo o lee pensando. En el ejercicio de leer hay una visceralidad. Hay una búsqueda. Hay un respeto. Hay un silencio. Y, por encima de todo, hay una interpretación. Los libros enseñan a saber no estar conforme. Es uno de los lujos que dispensan. Y en esta feria puedes encontrar tesoros o antiguallas, depende de con qué ojos los mires. Abundan las ‘reliquias’ editoriales y los libreros esperan a que alguien, por el amor de dios, les eche un vistazo y se las lleve a casa. Por ahí veo la ‘Enciclopedia sobre la vida sexual’, unos ‘Conceptos para decorar la casa’, mil ‘Ideas de punto de cruz’, una ‘Guía práctica de conversación español-árabe-magrebí’, el ‘Libro de oro del arte aragonés’, el ‘Viaje a la felicidad’ de Eduardo Punset…

  Una quebradiza mujer, de pronunciados surcos nonagenarios en su tez y parsimoniosos andares apoyados en un bastón de nogal, me dice que jamás se cansó de leer -“mis ojos, sí”-, y le echa el ojo a ‘Ensayos sobre las discordias’, del certero Hans Magnus Enzensberger, para quien cuanto más intensamente se defiende, y cuanto más se amuralla una civilización frente a una amenaza exterior, menor será lo que finalmente quede por defender. Otra mujer, vieja pero fea, mira con deleitación un libro de Chesterton, ese que decía haber hallado las verdaderas leyes del universo en los cuentos de hadas, mientras la ciencia solo le ofrecía extrañas coincidencias. En este momento de desconcierto quizá haya que acudir a los cuentos en busca de una explicación para los acontecimientos inesperados que se suceden sin darnos tregua.

  Un joven sacerdote, vestido de riguroso luto, se hace con un lote de libros escritos por José Ferrándiz (‘Los secretos de confesión’, ‘El sacramento espurio’, ‘Dos mundos al habla’) e ilustra a mi amigo burgalés de la zaragozana librería Epopeya, a quien advierte que el autor era un cura rebelde, de Murcia, de finales del siglo diecinueve y principios del veinte, que firmaba con el seudónimo de Pío Quinto y escribía en la publicación ‘Electra’ unos artículos anticlericales atribuidos a Pío Baroja. Craso error. A veces, a los estudiosos (como Mainer) se las meten dobladas.

  Un tipo con los ojos tristes de los indios, y una cara repleta de veredas e islotes, se acerca a los poemas de Thomas Stearns Eliot, cuyos versos se construyen con una profunda pulsión lírica y en sus grutas se engastan las citas robadas a Dante, a Donne o a un charcutero de St. Louis. Otro tipo, que tiene el pelo con jaleo de rizos, requiere a un vendedor valenciano literatura con una zona de surrealismo, ciertos intimismos mezclados con factores subjetivos y siempre con el elemento decisivo de la ironía, esa suerte de humor aún en lo más trágico. Tal vez la escritura sea una forma de la respiración, una destilación más del cuerpo, un desplegarse en tierra fresca. O tal vez el azar sea ordenado, porque el librero le ofrece al cliente ‘Aves de paso’, un poemario de la argentina Susana Szwarc. El del Mediterráneo sí que sabe.

  Una mujer con una serena edad de ojos claros, de ojos verdes que se agrandan cuando habla, y le dan una esbeltez azul a las palabras, pregunta por un relato de Hemingway sobre un elefante que permanece diez días de pie después de recibir un tiro mortal (y rosa). La imagen es poderosa. Muerto, pero aún de pie. En las películas de Tarzán, hagan memoria, cuando el elefante embestía se mantenía la calma y se apuntaba con el rifle a la frente del paquidermo sin precipitarse. En esas películas los elefantes se caían. Debían ser de los baratos. Ahora pienso que cuando el Che Guevara dijo aquello de que es mejor morir de pie que vivir se refería, lisa y llanamente, a un elefante. Acaso lo leyó en Hemingway, pero es obvio que la revolución cubana ya no nos parece la misma si cambiamos a Fidel Castro por Dumbo.

  Un tipo con pinta de jefe de planta de El Corte Inglés se hace con un ejemplar de ‘Las violetas’, de la poetisa tamaritana del siglo diecinueve Dolores Cabrera, y dice que el poemario es una joya y su autora una seguidora en España de los presupuestos del romanticismo alemán, pero con tintes hispánicos. Incluso se atreve a decir que uno de los poemas que forman el libro, ‘Las golondrinas’, es un claro precedente, cuando no inspirador directo, de la famosa rima de Gustavo Adolfo Bécquer. Y, en un plis plas, empieza a recitar (malamente), ante el asombro de los viandantes: “Volverán las oscuras golondrinas, / de sus nidos tal vez olvidadas…”. Otro tipo, con gafas de pasta apoyadas con esfuerzo en el puente de la nariz ancha, se agencia un libro de relatos de Sergi Pàmies. Uno de sus cuentos, soberbio, comienza así: “Me tuve que morir para saber si me querían”.

  Un conocido bibliófilo zaragozano, hijo predilecto de la Inmortal (o así), se encapricha de un ejemplar de Agatha Christie que, al parecer, está dedicado con una letra ininteligible, y ante la sorpresa del librero madrileño, quien le dice que es prosa gripada, el ilustre paisano le suelta: “¡Un respeto, que esta mujer ha formado parte de mi infancia y mis gripes!”. Su acompañante, un dandi de pelos algodonosos y barba patriarcal de místico o de pintor impresionista, pide algo de Marcel Proust, y el vendedor le dice que el de la magdalena se comportaba como un esnob sublimado. Y se va, huye, en la misma medida que le aterra la chusma, la vulgaridad, como si aspirase a excluirse, a ser distinto y desacorde. El dandi, que desdecía la moda, espera convertirse en una obra de arte él mismo, no importa si dadá, cubista o de neoclasicismo figurativo. Lo afirmaba el príncipe de Ligne: “El dandi es quien es por la gracia de su gracia”.

  Un tipo de apariencia absurda, que viste calzado de distinto color y lleva cinturón por corbata, solo busca ‘jardieles’ y se agencia primeras ediciones de ‘El cadáver del señor García’, sobre el amor y el suicidio; ‘Cuatro corazones con freno y marcha atrás’, acerca de la incapacidad del ser humano de recuperar lo irrecuperable; ‘Eloísa está debajo de un almendro’, en torno a la misteriosa desaparición de la mujer del título; ‘Los ladrones somos gente honrada’, la historia de un robo de guante blanco, y ‘Como mejor están las rubias es con patatas’, las extrañas costumbres de un tipo al que dan por muerto en la selva africana.

  Un tipo fondón, de baja estatura y mandíbula pretoriana, mira dos volúmenes de ‘Macbeth’ y ‘Ricardo III’, los malos por antonomasia, los peores de todo el bestiario shakespereano. Son los personajes del fuego en la palabra para seducir y el hielo en la sangre para matar. Otro tipo, de elegancia callada, alto, delgado, enigmático, con aire imperturbable, de frondosa y ondulada cabellera negra salpicada por algunas canas, ojos claros inquisidores y sonrisa seductora, compra ‘Mi filosofía de A a B y de B a A’, de Andy Warhol, el padre de todas las transgresiones y novedades de esos años malditos de sintonía desgalichada. Un libro ocurrente, que pasa del ingenio al atrevimiento, como el propio artista plástico estadounidense: “Todo el mundo tiene una idea distinta del amor. Una chica que conozco dijo: Supe que me amaba porque no se corría en mi boca”.

  Un señor de frente amplia, embestidora, compra ‘El mundo visto a los ochenta años’, de Santiago Ramón y Cajal. Seis euros. Cultura accesible, reflexiones de enjundia al precio de dos vermús en barrio alto. Cajal acertó con los problemas de la universidad española y las neuronas. Falló en otros. Pero quien no falla en su visita a la feria del libro viejo es un característico de figura alta y escuálida, con parche de corsario, melena y barba pelirrojas, que compra la novela autobiográfica ‘Poniéndose ya el abrigo’, del pintor y poeta ocasional Timothy Behrens, el relato de su huida de Inglaterra, que le aburría, junto a su mujer, la también artista Diana Aitchison, y su hijo de seis años, para recalar en la campiña gallega a finales del siglo veinte. El comprador se cruza, libro en mano, con un conocido periodista de las artes y las letras zaragozanas y le espeta: “¡Lea esta vaina, carajo, para que aprenda!”.

  Una señorita, que habla con una cadencia de hada, se ensimisma con el porte de un librero navarro de muchas madrugadas y los dos dedos principales de la mano derecha con el tizne del que venera sin prisa un Marlboro, mientras un joven paseante con cara de malas pulgas y aspecto de botarate va preguntando en los distintos puestos si tienen un libro titulado ‘El hombre casi desnudo’, de no sabe qué autor, cuyo protagonista se arranca la piel y la carne de la parte frontal del torso, de forma que le quedan a la vista el costillar, los pulmones y los intestinos. Otro librero, harto de escucharle, lo manda directamente al mercado de casquería.

  Finalmente, una guapa -pero joven- librera aragonesa, de sonrisa reprimida y dos buenas razones para vender, me regala el novedoso ejemplar de un aventurero, un tremendo personaje, que es lo que era (y es) Karmelo Iribarren, un tipo de antología como sus propios poemas, sus huellas dactilares y las huellas dactilares de su corazón de amante insaciable de la vida y la literatura. Un poeta que deja los versos en el hueso, que va directamente al grano, que amó con locura y ya ni siquiera le odian un poco. Su poesía recoge todo tipo de personajes de la ciudad a la deriva, de las vidas en el último escalón, de esa gente sin suerte: los mendigos, las putas, “esa mujer sola a la que se la ha torcido la vida”… Esa es su poética, la misma a la que huele cada uno de sus poemas: “Llovía a cántaros / y no había un alma en la calle, / solo la noche acercándose / por encima de los tejados, / solo la noche y tu ausencia / tan enorme / que ni cabía en el aire. / Y no llegabas. / Y no llegaste. / Y yo no tenía paraguas. / Y no había un puto taxi. / La madre que te parió”. Me voy de la feria, pues, sin paraguas y con mi pequeño volumen en las manos, y hago memoria, como Perec, de mi inmersión en la zaragozana feria del libro viejo (y antiguo), una fiesta libresca por la que me he topado con toda clase de tipos (y tipas).

  Que si el señor del pelo con jaleo de rizos. Que si el bibliófilo y su acompañante de cabellos algodonosos y barba patriarcal de místico. Que si el tipo de la mandíbula pretoriana. Que si el individuo de las gafas de pasta apoyadas con esfuerzo en el puente de su nariz ancha. Que si la quebradiza nonagenaria de pronunciados surcos en su tez. Que si el joven excéntrico, embutido en un largo abrigo, con gorra, bufanda y guantes, a quien poco importa que haga frío o calor. Así, uno tras otro, como una extraña rueda de la fortuna, doy por finalizada mi visita a la feria libresca. Y no sé qué haré el resto del día.

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