No inventarás soledades nuevas: ‘Llorona’

 

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Por Daniel Arana

   El medio es el mensaje. Lo decía McLuhan y la poesía sigue repitiéndoselo a sus autores, en este caso a la autora de «Llorona», tercer poemario de la también novelista Brenda Ascoz (Torrejón de Ardoz, 1974), publicado este año en la editorial sevillana La Isla de Siltolá.   De inmediato nos acoge entre sus versos descarnados como a huéspedes inesperados. Entre citas de Clarice Lispector, Larkin y hasta el mismísimo T.S. Eliot, la maquinaria de la poesía se pone en marcha y va desgajando, con la sutileza de quien tiene mucho por decir, segura además de aquello que será dicho.

   «De nuevo la Angustia,/sólida y oscura,/animal al acecho» (p. 19) es sólo un ejemplo de todos los que están diseminados por este magnífico poemario y sus recovecos, donde la vida sucede, a veces terrible, a veces más dulcificada. Cabe decir que, cuando más se comporta así la literatura, más está en continuidad con lo mejor de nuestra civilización: lo que consiste en ir dando organización al caos desde su misma esencia, en construir una belleza sin tutelas, en libertad, pero partiendo de la sensibilidad heredada de los tiempos.

   «Eso lo sé; dolerá el futuro» (p. 45). Rotunda afirmación para un Yo poético que conoce la decadencia, los tiempos menesterosos que citaba Hölderlin y más tarde Heidegger en su expliación de por qué tenía que existir la poesía. El destino, ineluctable, lo conocemos. Brenda Ascoz se duele en él, pero tampoco evita agradecer que la luz se dé, aunque sea escasa su duración.

   Dado que el lenguaje también sirve para acariciar, amar o herir, los mil modos de la existencia se dan, uno tras otro, entre preguntas de ambigua respuesta: «¿Podré? ¿Seré capaz? ¿Yo?/¿Capaz de dar? Parece/posible.» (p. 70). También el dolor más árido, en otro fragmento: «Lleva muerto casi un mes/y sin embargo, nuestro hijo nuestra hija/ sigue sangrando» (p. 69). Y finalmente, ese halo de esperanza aparente, en la idea de que sea otro Yo el que escribe. Un-otro Yo a quien culpar (p. 87).

   Como si fuese la poesía también el arte del filosofar, ‘Llorona’ constituye un valioso ejemplo no ya de la creencia de que son los textos quienes descifran lo real del mundo, sino del propio poder que encierra la textualidad, a través de sus maneras múltiples de producirse. No es posible, quizás, la visión asegurada de las cosas, pero sí el hacer emerger desde la poesía nuevas posibilidades, caminos, sueños: «Las palabras son objetos./Las palabras no se olvidan./Las palabras/traen» (p. 43).

    Brenda Ascoz capta la sombra desvalida de los días, la imprecisión de la vida, y sin embargo, nos concede un acontecimiento literario y vital, una viga de oro donde aguantar toda la inextricable trama del mundo.

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