Ola de libros (y libreros)… ola de crímenes (y castigos)

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Por Carlos Calvo

  No se trata tanto de descubrir al culpable, que también, como de dar con el sentido mismo de la palabra culpabilidad. La culpa desata la búsqueda de la redención, y esa búsqueda, a su vez, pone de manifiesto una red de culpabilidades ocultas de las que nadie quiere hacerse responsable.

    Y aquí, maldita sea, los señalados somos todos. La literatura policial parece que ha cogido carrerilla de un tiempo a esta parte en el mundo editorial local, nacional e internacional. Se escriben muchos crímenes. Hay autores, sin embargo, que no son precisamente tan duchos en la materia como creen, y quizá por eso, al tocarlo de forma tangencial, echen mano de algo tan típico al género como las improbabilidades y coincidencias argumentales, aunque esas trampas no llamarían tanto la atención si las novelas, al menos, gozaran de una narrativa mucho más enérgica. Pero, en la mayoría de los casos, ni eso, por mucho repique de campanas de los interesados. Para muestra, un botón: acérquense, desocupados lectores, a la feria del libro de Zaragoza y comprueben la cantidad de adeptos a este (sub)género literario, donde el artificio y la banalidad campan a sus anchas. Los misteriosos asesinatos parecen adueñarse de los prosistas. Y de la misma feria libresca zaragozana.

  Las modas pasan, las ocurrencias literarias también, y los clásicos permanecen. Este 2016, en cualquier caso, la feria libresca de la inmortal ha venido marcada por la polémica, como si de un bestseller de intrigas palaciegas se tratara. La ausencia de librerías locales (Portadores de sueños, París, General, Cálamo, Antígona…) da a entender que la mano negra del capitalismo al que estamos abocados no tiene arreglo. Para novelar. Aunque, en realidad, no se vende nada. Por eso ni se asoman. La realidad es tozuda, y no están los tiempos para hacer el ganso. Ni siquiera para hacerlo en la plaza de Los Sitios, tan nuestra. Solo media docena de librerías de aquí (el 15%) han salido con una caseta. Muchas publicaciones, también, nada dicen ni nada significan. Y así nos va. Le pese a quien le pese. Con crímenes o sin ellos.

  La feria, pues, ha vuelto a una zaragozana plaza de Aragón sitiada por los libros, los libreros, los escritores y los lectores, con un cartel diseñado para la ocasión por Miguel Cerro y un pregón pronunciado por el escritor turolense Javier Sierra. Los nombres de Juan Bolea, Sergio del Molino, Ismael Grasa, Ángela Labordeta, Cristina Soria, Luis Zueco, Manuel Vilas, Fernando Lalana, Julio Llamazares, Eduardo Mendicutti, Marta Sanz, Jordi Amat, Carlos Montero, Rafael Reig, Ángela Abós y Patricio Pron son algunos de los muchos autores (tantos como pocas librerías) que han dado luz y color a esta fiesta, animada asimismo por presentaciones, talleres infantiles, rutas, cómics, charlas y mesas redondas. O cuadradas.

  Borges decía sentirse más orgulloso de los libros leídos que de los escritos por él. No era una boutade. Los libros nos van haciendo. En esa rara ficción que es la memoria, los libros son materiales de construcción que van alzando nuestra identidad, fijados como están a instantes biográficos precisos y a las estaciones del pasado donde los fuimos encontrando. Y si los libros, como los hijos, una vez publicados, deberían vivir solos (Borges, otra vez), la literatura debería ser un compendio del vivir, del leer y del escribir, entre el entusiasmo por la vanguardia y el gusto irrenunciable por lo clásico. Me asombra la cantidad de literatura decorativa que se genera. Desde hace mucho tiempo, las editoriales de tonelaje comercial, con el género negro a la cabeza, han optado por la literatura fácil, por lo cómodo.

  Pero de todas las lecturas que a uno le han acompañado a lo largo de la travesía es en las de adolescencia y juventud donde más fuertemente perdura la huella de lo leído. Sin duda. Y para activar la memoria de algunos personajes de la cultura y la política aragonesas que se han dejado caer por esta feria, o comercio literario –una impersonal actividad económica más, pese a algún buen librero que la trasciende-, les hago la pregunta recurrente, por sabida: “¿Qué libro está leyendo o tiene intención de comprar?”.

  Antonio Santos: “He comprado un precioso libro, con ilustraciones y todo, sobre el mundo de los leones. Deberíamos aprender de estos animales. Al macho alfa no se le falta al respeto. Si se hace, nos elimina. Es la única forma de seguir en su lugar privilegiado. No lo hace por crueldad, sino por mantener el orden. Justo por esa razón, nadie osará defender a Ignacio Escolar de las garras de Juan Luis Cebrián. Todos mirarán hacia otro lado y un helador silencio correrá entre las rendijas. Dentro de unos días ya nadie se acordará del muerto. Y todos seguirán defendiendo la justicia en Libia y a las mujeres golpeadas, causas que quedan muy bien y no son peligrosas”.

  José Luis Melero: “Menuda racha llevo por mi Aragón de los cojones, compañero. Un cronista del Alto Aragón se mofa de mi tenedor literario y de mis dotes de actor. Otro, en el Bajo Aragón, confunde mi apellido con el de Merino. Y vosotros me llamáis el cura Melero o me suplantáis en la persona de José Luis Moreno, el de los muñecos. ¡No sé por qué me tenéis tanta manía, si no os he dejado dinero, si no me debéis nada!”.

  Alberto Cubero: “Por siete euros y medio he comprado un volumen titulado ‘Cómo adelgazar en quince días’, de un autor sueco. El otro día quise ponerme los vaqueros de siempre y no me entraban. Estoy preocupado”.

  Alfredo Romero: “Estoy leyendo ‘El conde de Montecristo’, que es de uno que se escapa de una prisión de Marsella y se hace rico. Les he dicho a mis abogados que me localicen a ese tal Edmundo Dantés, al que le voy a regalar todos los catálogos que quiera, porque ese tío sabe cómo se sale de las cárceles y saber eso siempre es útil”.

  Ricardo Centellas: “Yo también soy un admirador de la mítica novela de Alejandro Dumas (del padre, eh, del padre), desbordante de intriga carcelaria, fuga, romance y duelo de espadas en la época napoleónica. Siempre con buen pulso y ritmo trepidante. Y con ese capitán de barco que verá convertida su vida en un infierno. Como yo, renacerá de las cenizas convertido en el resentido conde de Montecristo”.

  Arturo Aliaga: “He leído ‘Los crímenes del campanario’, de una autora finlandesa de impronunciable nombre. En la novela pasea su triunfo y su derrota con un coraje tímido de loba buena. No se concede un alarde o arrogancia, pero aúlla que tiene miedo. Es el mensaje que deja. El terror a lo que no se ve arder, a lo que sobrevuela alrededor como una sombra y nunca se concreta. Su escritura habita ya del lado de los ángeles jodidos”.

  Luis Alegre: “Acabo de comprar un libro sobre el rodaje de ‘Zelig’. Este personaje creado por Woody Allen es extraordinario. Un tipo que desarrolla la capacidad sobrenatural de cambiar de apariencia adaptándose al medio en el que se desenvuelve. Algo así como un camaleón que emplea la mandíbula hacia donde sopla el viento. Hay hombres incapaces de distinguir una misión de una trampa. Inmunes al ridículo. Gentes capaces de no ser nadie y ser a la vez cualquiera. Tipos que abandonan su identidad para formar parte de algo, lo que sea. No es un problema físico, que también, sino mental. Empiezan en la vida de narcisistas y acaban de taquilleros de su propia comedia. Cualquier adulto razonable tendría que saber lo mucho que siempre toca pagar cuando te encaprichas de los juguetes de los demás”.

  Víctor Casanova: “Como presidente de Copeli que soy, me he agenciado sendas biografías de los Tonetti y de los Opelli, a ver si me aclaro”.

  Javier Lambán: “Yo soy europeísta y vengo a esta feria para comprar libros de Ortega y Gasset, mis autores favoritos. Aunque solo encuentre publicaciones de uno de ellos me conformo. Eran europeos a muerte y dijeron que tres cosas no se pueden hacer en las Cortes: ni el payaso, ni el tenor, ni el jabalí. Fueron precursores y esclarecedores, y profetizaron lo que ya es una Europa poblada de payasos”. 

  Bizén Fuster: “Me he comprado un ejemplar de un tal Antonio Machado. No sabía yo que don Manuel tenía un hermano llamado así y que también fuera poeta. Es lo bueno de estas ferias, que siempre descubres cosas”.

  Juan Bolea: “De gran linaje provengo, / de la augusta familia Bolea / y mis escritos prevengo, / maricón el que no me lea”.

  José Luis Corral: “Me ha indignado un libro destinado al público infantil y editado en Cataluña, que sitúa la coronación de Jaime I de Aragón, conocido como ‘el Conquistador’, en Lérida, cuando esta no se produjo nunca. A los catalanistas les gusta inventar fábulas extravagantes sobre no sé qué reyes de Cataluña, sobre misteriosos e inexistentes países catalanes y sobre otras cosas parecidas. Podrían escribir libros para niños contando que Molière escribió ‘El avaro’ inspirándose en aquello de que la pela es la pela, que Einstein era en realidad hijo de un payés de Palamós o que a Edison le dio la idea de inventar la bombilla eléctrica un sereno de Santa Coloma de Gramanet al que no le gustaba la oscuridad nocturna”. 

  Chus Tudelilla: “A ver si encuentro algo de Shakespeare. Me encantan sus bufones. Me gusta sobre todo el bufón con dos huevos como piedras. O los que figuran en ‘Las Meninas’. Es que también me encanta la pintura”.

  Fernando Rivarés: “Me he agenciado un fabuloso ‘Macbeth’ publicado en 1812, la formidable tragedia del Cisne de Avon. El asesinato es en Macbeth una enfermedad, algo que le somete y le transforma, que le asquea y le arruina, que le sume en un mundo turbio de insomnios y fantasmagorías, a la manera de Chomón. Todo se resume en la ambición y el poder. Algo que ha recorrido siglos y sigue ahí, incólume, intocable. La obra maestra de Shakespeare es un goce y un aviso para todos. Porque la literatura ha creado el pensamiento, los sueños y los delirios. Lograr el poder sin límites es, ahora lo sé, una ambición humana, demasiado humana. El drama de lord Macbeth es la metáfora de esa ambición, de su deriva y su locura. Por eso escribí ‘Victoria’, que recomiendo leer por su agudeza del pensar y su sutileza del decir, aunque no quede bien que lo diga yo. Pero bueno”.

  Víctor López Carvajales: “Como nuevo gerente de la filmoteca zaragozana he tenido la fortuna de encontrar en esta feria un libro titulado ‘El buen funcionamiento de una filmoteca’. Voy a seguir escrupulosamente los consejos de su autor, Catalino Rueda, para poner en marcha mi proyecto. Para empezar, voy a mandar a los programadores a Juslibol, en un precioso despacho con un cartel de ‘Gilda’, esa película en la que Glen Ford le da un buen sopapo a la Hayworth”.

  Luz Gabás: “Estoy en la lectura completa del puertorriquense Luis Palés Matos, que empieza a escribir poemas de un ritmo nuevo y una palabra vudú, en la que la cultura hispana se alía con la cultura africana, de donde surge el libro más famoso de un poeta muy pleno. Hablo de ‘Tuntún de pasa y grifería’, de 1937: ‘El gran Cocoroco dice tu-cu-tú. / La gran Cocoroca dice to-co-tó. / Es el sol de hierro que arde en Tumbuctú. / Es la danza negra de Fernando Póo’. Insuperable”.

  Elena Laseca: “A mí me van las escritoras del crimen. Mis favoritas son Maruja Torres, Donna Leon y Carmen Posadas. Los escritores de este género me interesan menos. Yo creo que las mujeres disparamos muy bien y matamos mejor”.

  César Alierta: “Leo mucho. A veces, demasiado. En un mismo día puedo leer una hoja parroquial, un prospecto de aspirinas, el pasquín de un vidente, la frase guarra en los aseos de una taberna, un SMS que me desconcierta o, incluso, un libro. Leo tanto que, en ocasiones, lo esencial se me escapa”.

  Manuel Pizarro: “Pues estoy leyendo libros de Estefanía y los voy a recomendar a empresarios amigos míos. No, no son de Joaquín Estefanía, ni van de la globalización. Son de Marcial Lafuente Estefanía. ¿Ha leído ‘Forajidos peligrosos’? Es genial”.

  Carlos Pérez Anadón: “Yo solo leo novelas que tratan de impostores. Por eso me interesa tanto Chéjov, que llena las ficciones de hombres embusteros que no se atreven a enfrentarse a la vida con la verdad por delante y terminan engañando a la mujer, a la amante y a sí mismos. Ya no digamos el catálogo de mentirosos que abundan en el universo simeoniano, embusteros compulsivos que necesitan creerse su mentira para que no les coma su ansiedad. O los textos de Patricia Highsmit, con un Tom Ripley que construye su existencia a partir de una mentira de juventud, cambia de personalidad según le conviene y elimina a quien no esté dispuesto a entrar en su juego”.

  Saúl Esclarín: “Cuando Pinocho despertó ni siquiera se puso las zapatillas. Saltó de la cama y, rápidamente, fue al baño dispuesto a comprobar en el espejo hasta qué punto habían crecido las consecuencias de sus mentiras. El Hada Azul del cuento que le diera la vida también le había advertido del riesgo que supone faltar a la verdad y, entre conforme y satisfecho, comprobó que ni su nariz había crecido, como temía, ni sus orejas eran las de un asno. Recobrada la calma, Pinocho sintonizó los medios para asomarse al mundo antes de salir a la calle, y así fue que se enteró de la preocupación de su alcalde por el bienestar de la ciudadanía, del interés de su presidente y de su gobierno por mejorar sus deplorables condiciones de vida, de la disposición de los empresarios por crear empleo, del afán de los banqueros por repartir ganancias, de la inquietud de los jueces por administrar sabiamente la justicia, del esmero de los grandes medios de comunicación por difundir la verdad, de los desvelos de la iglesia por procurarnos el pan nuestro de cada día… y comprobó Pinocho que a ninguno de los tantos defensores de la razón, de la equidad, de la moral, del pueblo, le había crecido la nariz o puesto en evidencia sus orejas de burro. Solo el Hada Azul”.

  Dejo la fiesta libresca zaragozana, cojo un taxi y le digo a su conductor que salga pitando hacia la estación Delicias, que, si no, pierdo el tren con destino a Madrid. Llego a tiempo. Por la campana. Casualmente, mi compañero de viaje es el escritor Juan Bolea, con el que he estado en la feria apenas media hora antes. Todo muy misterioso. Lleva en una bolsa de plástico varios ejemplares de su nueva novela, ‘El síndrome de Jerusalén’. Y empieza a hablarme de una iniciativa que comenzó, al parecer, en la reciente feria del libro y el cómic en Teruel, consistente en presentar al público una visión general y global de lo que se está haciendo en España en novela policiaca y también el tratamiento del suceso real. Un caso, vamos. Me dice que vayamos al bar del convoy, y así, entre cervecita va y cervecita viene, contarme todo ese proceso de ficción, periodismo, novela y realidad que se dan la mano en ese club del misterio. Rehúso, que no quiero involucrarme en cualquier trama criminal del tres al cuarto. Bolea, además, es de esos que tienen cocodrilos en los bolsillos. Le digo, por decirle algo, que prefiero leer la novela que he traído para el trayecto, ‘Los crímenes más famosos de la historia’, de su compañero de fatigas Paco Pérez Abellán. “Sois”, le regalo el oído, “dos autores muy diferentes pero que os complementáis muy bien en un tronco común del género negro y el suceso”. Para salir del paso. Para quitármelo de encima.

  Llegamos a la capital del reino. A la salida de Atocha, Bolea le da su chillona chaqueta de cuadros a un inmigrante árabe, le compra un bocadillo y le paga un billete hasta Algeciras. El sol ilumina la fachada de la estación en el momento que unas campanas repican. Se ha escrito un crimen.

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