Colchón de púas: Prólogo a «Salido de madre» de Carlos Pérez Merinero

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Por Javier Barreiro

     Escrita con una gran naturalidad y sin el ánimo de impresionar más o menos jocosamente, que ostenta la mayor parte de las novelas negras de Carlos Pérez Merinero, Salido de madre  –excelente título, por cierto- no intenta demoler edificio social alguno pero atenta a los fundamentos de alguna de las convenciones sociales más asentadas.

    Efectivamente, casi nadie quiere ser, literalmente, un hijo de puta ni un cabrón, como lo son dos de los personajes principales de esta novela corta, pero aquí los protagonistas no sólo lo aceptan sino que buscan y se sienten complacidos con dicha condición. Que, bien pensado, no es tan extraña: ¡Cuántos hijos y esposas viven más confortablemente de lo que lo harían gracias a que la mater amilias se dedica a alquilar su cuerpo!

   CPM ni moraliza ni vende morbo y, habitualmente, ni comenta ni subraya ni se entretiene en mostrarnos los recovecos psicológicos de sus personajes, sólo expone una historia, sobre todo a base de diálogos directos, elementales y, eso sí, realistas descripciones, cuando se trata de referir, tanto las experiencias sexuales como los pensamientos y elucubraciones del  joven protagonista.

    Los escenarios del relato son también de una gran economía: el piso familiar, la calle, un taller mecánico y un puticlub. Los personajes no son buenos ni malos sino gente que va a lo suyo –no mucho más que sobrevivir- y, más o menos, se atiene a las reglas sociales. Únicamente el personaje de Charo, la madre, obra por un motivo altruista: el bienestar de su hijo, cuestión que, al parecer, demanda la biología más que la bondad personal.  Pero tampoco faltan los actores pintorescos: Fina, la puta vieja; Berruguete, el encargado del burdel , capado por la Guardia Civil tras violar a una monja en la guerra; o el propio protagonista, Mariano, un paralítico de veinte años afectado de satiriasis o hipersexualidad, afección que su madre llama sencillamente “la enfermedad”.  En la narración se le denomina, en efecto, “el  paralítico” con toda naturalidad, lejos de las reglas impuestas por el hoy, que a ese nombre determinado por la natural evolución de nuestra hermosa lengua: paralítico o tullido, ha obligado a que pasase sucesivamente a inválido, minusválido, discapacitado y veremos lo que vendrá, pues eso de discapacitado es, etimológicamente, mal capacitado y no sé si los ejércitos de lo políticamente correcto acatarán, cuando se enteren, tal desconsideración. De mi niñez, aún recuerdo aquella bonita y elíptica calificación que se les daba cuando alguno de ellos ejecutaba alguna fechoría: “No hay que tomárselo en cuenta; es un ser privado”.

   Pero no quiere ser este prólogo un intento de desmenuzar el relato ni a sus protagonistas sino de dar cuenta de una más de las variedades de registro que la colección, promovida por el hermano del autor y destinatario de la dedicatoria del libro, ha puesto a nuestro alcance.

   En este caso se trata de una novelita costumbrista, ambientada en el Madrid de las últimas décadas del siglo XX, con un lenguaje coloquial y cotidiano, muy alejado del nivel literario y en el que, se dijo, predomina la naturalidad, bien que colmadamente provista de la ordinariez y vulgaridad que reclaman los ambientes recreados por el autor.

   CPM nunca aspira a la corrección de la realidad, locura o extravío que a ciertos escritores  -sin duda, no lectores de Baroja- afecta en su juventud y en algunos se prolonga más allá de lo razonable. Ni siquiera sus personajes aspiran a un mundo mejor sino tan solo a vivir mejor de lo que lo están haciendo

   Novela de gente normal, a desmano de modas y modos, pero obra de un escritor, evidentemente, raro. No conocí personalmente a CPM; sí que  leí sus obras con felicidad y sonrisa aunque, como tantas veces, mosqueándome con los baremos críticos de este país a partir de la muerte de Franco, que ensalzaban mediocridades y ninguneaban lo más original y descarado de su literatura aunque no tanto como hoy, en que la cosa ha degenerado hasta extremos absurdos. No lo conocí y, por tanto, no sé si a su vida personal  llevaba la heterodoxia de sus novelas aunque me imagino -y sé que acierto- que no le faltaba sentido del humor, casi siempre, muestra de descontento con la realidad aunque también de cortesía, como sabía Svevo. 

   Sé,  también, que la rareza, la heterodoxia, la singularidad son conceptos altamente equívocos. Como lo es el de la normalidad. No tanto el de la originalidad, al menos, para quien disfruta de cierta cultura. La heterodoxia siempre se resiste a ser sistematizada.  En todo caso, CPM, fue heterodoxo porque su escritura y visión del mundo estuvieron lejos de las líneas y contextos dominantes en su tiempo.  Un disidente de derechas no  lo es más que uno de izquierdas y, si la Iglesia persiguió con más furia a quienes -como Giordano Bruno o Miguel de Molinos- lo hicieron desde sus filas que a los servidores de Alá, los comunistas diezmaron a sus compinches con mucho mayor rigor que a sus enemigos naturales. La transgresión tiene evidentes dimensiones temporales. Todavía hoy contemplamos con estupor como se venden como infractoras y epatantes propuestas de las vanguardias que han cumplido cien años. Estas canonizaron la heterodoxia, al tiempo que contribuían a su muerte.  Y no olvidemos que los dadaístas eran señoritos que vestían como dandis y, exceptuando a alguno de sus militantes con serios trastornos psíquicos, se guardaban de llevar a su vida personal  sus propuestas de destrucción. Una conocida foto que se hizo el grupo dadaísta en una excursión campestre nos los muestra ataviados como auténticos maniquíes. Sus herederos, los punkis, sí que llevaron a lo personal su propuesta de  destrucción. Aunque CPM, nacido siete años antes que Sed Vicious, licenciado en económicas y profesor universitario, no parece tener mucho que ver con los súbditos de la reina, tan aficionados al envaramiento como a echar los pies por alto.

   Es cierto que CPM, al fin un universitario culto y leído, prescindió de todo ese bagaje en sus narraciones, en las que prevalecen la acción directa y la ausencia de circunloquios y se prescinde, como del demonio, de todo intelectualismo. En Salido de madre  este se  pone en solfa en el episodio en el que Mariano intenta entablar relación con una chica que lee en un banco el Manifiesto SCUM de la feminista y esquizofrénica norteamericana Valerie Solanas. Los dos mundos no pueden sino chocar frontalmente y parece claro en qué facción milita el autor de esas líneas. Entre otras cosas, porque la ortodoxia de un intelectual de estas calendas se inclinaría antes por las posturas feministas que por el pansexualismo imperativo. Por más que los desmanes y desafueros que un afectado de parálisis motora pueda acometer sean más disculpables para esa intelectualidad que las de un individuo normal. La prevalencia de lo femenino sobre lo masculino, de lo multicultural sobre lo europeo, de lo público sobre lo privado, en una lista que podría hacerse interminable, no son más que tópicos progres asumidos por las elites dirigentes de hogaño, a las que siguen ovinamente los presuntos intelectuales que,  en vez de profanar, como sería su obligación, las ideas adquiridas propias de su tiempo, asumen sus vacilantes axiomas.

   El ámbito de Salido de madre no es un mundo agradable. Tampoco lo es el tejido social en el que se desarrolla ni lo son los espacios públicos o los contextos laborales. Insertos y condicionados por ellos, (en los que) unos seres, tirando a elementales, se esfuerzan por vivir decentemente. El narrador los hace supervivir a través de una suerte de respuesta a la moral convencional en la que no falta el humor.

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