Presentación en Antígona de ‘El charro roto de Jorge Negrete’

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Por Valentín Corraliza
Fotografías de Rafa Esteban 

    Bilbaíno afincado en Madrid desde principios de la década de 1990, Hipólito García Fernández, alias ‘Bolo’, se acercó por su querida Zaragoza para presentar en la librería Antígona su libro de aforismos ‘El charro roto de Jorge Negrete’ (Ouka Leele, 2015). Con un prólogo de Enrique Bunbury y un epílogo de Raquel Lanseros, los textos de Bolo se nos muestran como píldoras esenciales que luego el lector puede ampliar a su antojo.

   En el prefacio, Bunbury habla de notas o trazos que nos definen esculpiéndonos, a nuestra imagen y semejanza, y de su amigo de fatigas afirma que defendía los álbumes de Héroes del Silencio con convicción y cariño, llevándoles de aquí para allá y cumpliendo con la agenda y lo que quedaba fuera de ella. Bunbury, en efecto, compartió con el autor de ‘El charro roto de Jorge Negrete’ el “gusto por lo tabernario y bohemio, y filia mexicana, ponedora y llegadera”. También cataloga el libro como una “colección de aforismos y haikus cervantinos, paradojas de lo inverosímil, reflexiones y contorsiones de la lengua castellana entre las piernas de la soledad sonando”.

    Para Raquel Lanseros, los aforismos de Bolo podrían denominarse azaristmos, una suerte de intrincado neologismo entre el azar –“el rey de la realidad”- y el istmo –“una franja estrecha de tierra que une dos áreas mayores, a través del mar”-. No le falta razón a la escritora al decir que el autor le da la vuelta a las cosas, descubre la belleza de lo grande en lo pequeño y se cuestiona todo por sistema, porque nunca da por contado una evidencia. Y se ríe con lo solemne. Y asiste, entusiasmado, a las nupcias de la palabra con el sentido: de la sabiduría y los sueños, del temor y la tempestad, de la costumbre y la trampa, del perdón y las cenizas, del olvido y el abandono, del gesto y la prepotencia, del error infinito y los cuatro puntos cardinales (que son, en el fondo, tres: norte y tú).

    La presentación en la librería Antígona fue tan sobria como divertida, algo difícil de encontrar en este tipo de actos. Lo dijo el maestro de ceremonias, Carlos Calvo, quien se refirió a Julio José Ordovás al citarle en aquello de que “las presentaciones, al igual que las leyes, están hechas para saltárselas”. Para ello puso varios ejemplos y citó a Pascal: “La elocuencia continuada da bostezo”. De Gracián dijo que no es aforista, se acerca más a la máxima, porque, desmintiéndolo, “lo bueno, si breve, dos veces breve”. Pero Calvo se quedó con Juan Ramón Jiménez: “Ser breve en arte es, ante todo, suprema moralidad”.

    De hecho, muchas veces se confunde el aforismo con la máxima. La confusión alcanza a los diccionarios, que lo definen así: “Sentencia breve y doctrinal que se propone como máxima”. De aceptar esta definición, esa vieja forma de decir quedaría reducida a consejo moral, a norma de andar por casa. La voz del aforismo debería ser misteriosa y poética. Por eso el verdadero aforista tiene que ser poeta, en la tradición de Bergamín, de Juan Ramón Jiménez, de Carlos Edmundo de Ory. Si Ramón Gómez de la Serna es el inventor de la greguería, Bergamín es el introductor del aforismo poético: “No importa que el aforismo sea cierto o incierto; lo que importa es que sea certero”.

    De esto y mucho más habló un locuaz y preciso Carlos Calvo, que también hizo un poco de historia, al hablar de los verdaderos padres del aforismo, es decir, los filósofos griegos de la antigüedad: Diógenes, Heráclito, Sócrates… Y se refirió, al mismo tiempo, a los acuerdos y desacuerdos con los genéricos orientales –Chuang Tsé, Lao Tsé…-, acaso más abstractos y puros, sin la molesta evidencia de los occidentales. O cómo, a veces, basta un verso sugerente para obtener un cuento breve, como predijo el poeta Pedro García Cabrera: “La cocina es el sexo de la casa”. O para que recobre toda su vigencia narrativa una sentencia de hace siglos, como esta denuncia, ahora lamentablemente en boga, que hace William Blake: “Y la juventud fue llevada al matadero, junto con la belleza, por un trozo de pan”.

    O esta perla endiablada de Enrique Vila-Matas: “En su trágica desesperación, se arrancaba los pelos de su peluca”. O Karl Marx (sí, él), que concluyó la miseria de la filosofía con una cita incendiaria de George Sand: “Combate o muerte, la lucha sangrienta o la nada; esta es la cuestión inexorable”. O esta elipsis de Hemingway, todo un relato sobre el aborto: “Vendo zapatos de bebé, sin usar”. O, en fin, este aforismo orientalista, que viene al pelo: “Un hombre cuya pierna ha sido cortada no aprecia el regalo de unos zapatos”.

    Al fin y al cabo, todo esto sirvió para presentar en la librería que regentan los imprescindibles Julia Millán y Pepe Fernández el libro del transgresor y brillante Bolo, director de la colección de poesía ‘Hecho en Lavapiés’ (con títulos como ‘Ese montón de dudas llamado chatarra’, ‘El sofá de los valientes’ o ‘Rojo bastante’), letrista de diversos músicos españoles y gestor de numerosos recitales y eventos. Ahora publica este “charro roto”, toda una declaración de intenciones a su infancia y a su aprendizaje, y de paso un indirecto guiño al Buñuel de ‘Gran Casino’ y a esa máxima tan del gusto del calandino, otro transgresor: “Un día sin risas es un día perdido”.

    Los visitantes a la presentación no perdieron el día –o la noche- y se lo pasaron bomba con las disquisiciones de un Bolo en plena forma, rápido e ingenioso, como queriendo dar un puntapié al ideal del superhombre, a la falsa trascendencia de los que se consideran artistas por encima de todo y de todos. Fíjense que en la puerta del retrete de un bar de carretera alguien había escrito: “Dios ha muerto. Firmado: Nietzche”. Debajo del aforismo, otro usuario había añadido: “Nietzche ha muerto. Firmado: Dios”. Ante ese par de sentencias inexorables, Woody Allen comentó: “Dios ha muerto. Nietzche ha muerto. Y yo me encuentro muy bien de salud”. A Dios gracias.

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