Ángel Guinda: Catedral de la noche

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Por Jesús Soria Caro

            Catedral de la noche nos ofrece una geografía de lo abismático del final, es el paisaje de lo vivido el que nos ha encerrado en la cárcel del tiempo en la que todos estamos aprisionados en nuestra experiencia vital limitada por el acabamiento del ser, por la puerta cerrada hacia la desaparición.

    El tiempo que fluye violentamente como un río abocado al mar del final es uno de los temas que cruzan el poemario, constituyendo así una de las isotopías centrales la idea del paso de lo vital al otro lado de la nada. La metáfora acuífera está presente en uno de los poemas iniciales en los que, de forma irónica, se alude a los paraísos imposibles, necesarios pero inexistentes, la vida es un transcurrir hacia ese mar de la negación total. “Arcadia” es un poema que recurre en sus versos finales a una metáfora que asocia un elemento real como es el barco a una realidad emocional abstracta como es “lo impredecible”; que se refiere al final de la vida, por lo tanto es el barco de la muerte. Este tipo de símbolos, se encuentran en una línea poética cercana a Auden, vinculan un elemento concreto y real dándole una evocación de una realidad abstracta, generando una fuerza de evocación poética de gran belleza y profundidad:

 

Tal vez

la vida verdadera sea esto.

 

Estar solo

sentado bajo un tejo frente al mar;

y, al fondo, la montaña.

 

Ver pasar los veleros, los albatros,

las nubes con todo su cielo encima.

 

Traducir los silencios interiores

al compás de un cansado corazón.

 

Confiar

que atraque el barco de lo impredecible

o llegue alguien con una señal.

 

Y esperar,

esperar. (Guinda, 2015: 22)

 

El yo poético mantiene una distancia irónica (en un sentido cercano a la escritura poética de Gil de Biedma) con el yo autor, asume elementos de su introspección pero con la distancia de un yo ficcionalizado, distante del autor pero que incorpora una parte de su mirada, aunque también se aleje de esta habitando el otro lado del espejo de los deseos.  Hay en este yo poemático un continuo cuestionamiento del porqué del existir, se explora el espacio de las preguntas definitivas sobre la razón que justifique la vida, la cercanía del final invita a revisar existencialmente todo el transcurrir vital. En “El principio” se alude al hombre como actor irrelevante, el cosmos es anterior a él, somos una pequeña gota de la nada en un universo que nos sitúa fuera de una realidad inabarcable:

 

En el principio

todo rodaba ausente sin nosotros.

Desde su pandereta de galaxias,

bajo el temblor mordisqueado del sol,

la fragua del firmamento

abrió sin rechistar el álbum de la noche.

Sus platillos calcinaban los secretos.

En la mitad de la fábrica del cosmos

todo centelleaba con los brazos en alto.

La puerta parecía de agua

y de nubes el suelo.

El altar impalpable nos reveló incorpóreos.

Entramos a las afueras de lo real,

donde el misterio embellece la mirada (Guinda, 2015: 30).

 

Todo existe con anterioridad al yo, también ese espacio previo a la vida que es donde regresamos al alcanzar nuestro final. El poema “Romance de la noche” adquiere resonancias lorquianas del Romancero gitano, nos presenta personificada a la noche (en este caso no es la luna). Esta como fenómeno natural del final de la luz y del día representa el final de la existencia. Aparece como jinete del tiempo, se acerca su final, ya que llega el día. Se nos ofrece una evocación del lo que se puede encontrar o no tras del último viaje:

 

Suave cabalga la noche

en su montura de aire

por cordilleras, desiertos,

glaciares, ríos, volcanes.

Humedeciendo los prados,

refrescándose en los mares,

abrevando cataratas,

cubriendo los cenagales.

Suave cabalga la noche

con sus pezuñas flotantes,

sobrevolando tejados,

perdiéndose por las calles.

Empapuzada de duendes,

reflejándose en cristales;

entre farolas cianóticas,

cuando llora nunca hay nadie.

Tiene las horas contadas

y su soledad lo sabe.

Bajo el circo de los cielos

suave cabalga la noche (Guinda, 2015: 33).

 

La vida, su significado, su valor de círculo siempre abierto hacia la herida del tiempo, su no cerrarse en un sentido que explique el devenir y la necesidad de existir es lo que encierra “Sumersión”. La pregunta es la modalidad que aparece en algunos versos, lo que denota la duda, la falta de certezas:

 

¿En qué lugar está lo que aquí estuvo?

Todo lo que tenemos es mentira y es nada.

En esa feria de las sumersiones,

las cenizas de nuestros antepasados

se hacen gotas de sed que regresan al cielo.

Así las entelequias de la existencia perduran

más allá del adiós que el olvido derrocha.

¿Es todo instante o es eternidad?

Detrás de esta palabra sale el sol. (Guinda, 2015: 36).

 

“La trama de vivir” ahonda en el dolor existencial, es un paisaje introspectivo en el que hay dos fuerzas en lucha, el escenario del pensamiento y de los sentimientos. Es una geografía espiritual en la que se libra la guerra entre lo oscuro y negativo de la vida y los momentos iluminados por la pasión y la intensidad:

 

Vivir e esa trampa que demuele

el cuerpo, y hasta el alma, trecho a trecho.

La antorcha de cristal dentro de un pecho

que el huracán arrasa. Vivir duele.

 

Retumbará el sol cuando hiele

el oro de su fuego en hez deshecho.

Vivir es ese puente tan estrecho

Cruzado por el rayo que lo impele.

 

Como sigue a la noche el claro día,

la pena en vena sigue a la alegría:

la luz camufla el pozo más profundo.

 

Canto y llanto rotándose en el quicio

del vértigo que arrastra al precipicio.

¡Quién no ha sufrido no ha estado en este mundo! (Guinda, 2015: 44).

 

La nada es lo que queda fuera del círculo de nuestra existencia, en esa periferia reside la ausencia absoluta, la negación total de la verdad del ego. El yo es un personaje encerrado en su círculo vital de forma similar a un pájaro de tiempo encerrado en la jaula de la muerte. Fuera no hay nada, el yo desparece si abandona su jaula de oro, su vuelo más allá de los límites le conduce a la negación de sí mismo, a la desaparición:

 

Pero la nada todo lo llagó.

La lejanía estaba a nuestro lado

como la ausencia siempre  está  presente.

¡El diario atentado de vivir!

La convulsión de las inmolaciones.

Dios se mostraba con pasamontañas.

¿Para la luz fui sordo?

Me hablaron bocas llenas con pájaros de agua.

Aguijoneo el hollín hasta encontrarme.

El cuerpo desnudo de placer boca arriba.

El cuerpo depauperado de dolor boca abajo.

Un anillo de espuma en la noche del sol.

Voy a cerrar el círculo de mi vida.

¡Me quedaré fuera! (Guinda, 2015: 63).

 

La otredad del yo que no hemos podido ser debido a convenciones sociales, morales y cuestiones identitarias que nos han sido impuestas aparecen en el poema “La sombra” en el que el yo poético se encuentra con ese otro yo silenciado por la moral, los centros y las verdades impuestas sobre nuestra mirada de la realidad. Cuando se funden ambas alteridades se deshabita, desconoce, hay un vacío ontológico. La sombra del otro yo negado le demuestra el teatro de las identidades en las que el ser es un personaje que representa un guión fijado que delimita como debe vivir y entender la realidad:

 

Larga en el suelo

con la misma sortija que un día arrojé al mar

más delgada que yo, mucho más alta

mi sombra se topó de sopetón conmigo.

No sé si la pisé, le caí mal,

creyó acaso que le hacía mofa,

si la miré a los ojos que no la encontraba,

temió perder la cáscara del pudor,

si me identificó le di la espalda

o habito en la avidez:

el caso es que se esfumó y no ha vuelto.

Desde entonces

vagabundeo por las confusiones

y no me reconozco. (Guinda, 2015: 52).

 

“Brújula” es un viaje introspectivo hacia lo profundo del no-yo, un estado pre-ser que es libre de la identidad, una indagación sobre el regreso al origen previo a la existencia, profundizando en qué hay donde no había nada antes del ser. El pez abisal permite regresar a lo profundo del pre-yo, ese estado anterior a la identidad, la conciencia, la subjetividad, el ser:

 

El tiempo se disuelve

como humo en el aire.

El mundo está rayado de desapariciones […]

Llévame de tu mano y dime lo que encierra

la bárbara belleza de los peces abisales.

Hieden las frustraciones,

atruena el veredicto de la preocupación.

Gracias a ti, bajo las nebulosas,

 extraviado en el cuerpo,

reencuentro mi espíritu

y soy

 la pez luminiscente

que guía mi interior hacia el final.

¡ya no salgo de la noche, la noche ha entrado en mi! (Guinda, 2015: 64).

 

La voz poética de Catedral de la noche, nos ofrece la religión de la duda, de ahí la idea de una catedral de la noche, reflejando en esta metáfora lo oscuro, la muerte, la desaparición. Hay un recogimiento espiritual en ese edificio de negaciones. El yo se encierra en la catedral de su interioridad para  vislumbrar su cuerpo de nada cercado por la piel de una ilusoria verdad como sujeto inmortal, pero también como falsa individualidad libre determinada por condicionantes sociales, morales e identitarios compartidos. Ángel Guinda nos plantea que somos partículas de la nada, del universo (lo que tal vez constituya un orden superior a nuestra ilusión de seres autónomos) de su creación y destrucción. Ese orden previo nos sucederá reintegrándonos en ella, más allá de tiempo, de: ¿la realidad? y del: ¿yo?.

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