Antón Castro, el pelotudo

151Anton CastroP
Por Carlos Calvo

   Aunque podamos negarlo, la realidad es siempre significante, o no es. O como si no fuese, porque no es para nosotros, y queda arrojada ahí, sin sentido.

    Todas las cosas valen, entonces, muy poco, “y el mismo mundo redondo no es más que un signo vacío, a no ser para venderse por carretadas, para rellenar alguna marisma en la vía láctea”, dice Ismael en ‘Moby Dyck’. Sin embargo, toda persona con su yo y las cosas más queridas de su interior donde se guardan valen más que la vía láctea y el mundo. A esto llamamos cultura, y Antón Castro llevaba un recordatorio de ello en su bolsillo cuando recibió de mano del rey Felipe VI el premio nacional de periodismo cultural el pasado dieciséis de febrero. 

  Cuenta Antón Castro que a punto estuvo de llegar tarde a la ceremonia, que la taxista que lo llevó resultó ser una retratista al pastel de los monarcas, que le impresionó el palacio del Pardo con todos sus cuadros, su mobiliario de época, sus inmensas alfombras y “esos sofás y sillones donde uno podría echar una siesta oceánica”, que el cóctel fue el instante más democrático de la fiesta, el menos protocolario,  que Carmen Calvo –premio a las artes plásticas- lo confundió con su doble Xosé Antón Castro, el profesor e historiador del arte, o que, finalmente, no pudo conversar con los reyes. 

  En total fueron treinta artistas distinguidos con los premios nacionales de cultura. Los escritores  Luis Goytisolo  y César Mallorquí, los poetas Manuel Carlos Álvarez Torneiro y Unai Velasco, el catedrático Santiago Muñoz Machado, los dramaturgos Juan Mayorga y Ramón Barea, los traductores Carmen Montes y José María Zabaleta, el historiador José Ángel Sánchez Asiaín, el dibujante Miguelanxo Prado, la ilustradora Carme Solé, los arquitectos Juan Carlos Pérez, Jesús Serrano y Arsenio Sánchez, el músico Benet Casablancas, el coreógrafo Marcos Morau, la bailaora Isabel Bayón, el fotógrafo Alberto Schommer, la diseñadora Amaya Arzuaga o el torero Paco Ojeda fueron algunos de los galardonados. En el caso del premio nacional de televisión, otorgado a título póstumo a la periodista Concha García Campoy, fue su hijo quien lo recogió.

  También recibió su premio correspondiente el payaso Tortell Poltrona. Pero… ¿recogió el galardón con la nariz roja de aquilón o sin ella? No lo sabemos. Antón Castro no lo cuenta. Del ministro de cultura, José Ignacio Wert, tampoco sabemos nada, si le dio la mano o no, si departieron conversación o no, si le arreó una colleja en la mejor tradición de la desaparecida Amparo Baró o no. Una buena colleja sí que le hubieran arreado a Wert cualquier miembro de la asociación de padres en Aragón, de haber ido a la gala, pues el ministerio que dirige les tomó el pelo enviando las subvenciones a finales de diciembre, cuando no había tiempo de tramitarlas, así que se devolvieron.

  Lo que sí cuenta Antón Castro es del impecable traje negro que llevaba puesto el escritor y académico José María Merino, que “encarnaba la elegancia sin afectación”; del traje estilizado que lucía la reina Letizia, en blanco y negro, que “recordaba a los Mondrian o Malevich más contenidos; de la seductora Carmen Alborch, que “encarna el arte moderno y la sofisticación tranquila, entre pop y desenvuelta y siempre lleva atavíos, collares, complementos casi extravagantes”; de María Teresa Campos, “una mujer angelical” que habló de Bigote Arrocet, su amor, y de una canción y de un baile reciente en televisión; o de la cantautora Luz Casal, “un milagro”, cuya “voz al natural suena entre metálica y sin ecualizar, todo un portento y un hechizo encerrada en una canción”. Y en este plan. 

  Nosotros, los del ‘Pollo’, cuando supimos del premio a Antón Castro, le obsequiamos con cinco kilos de naranjas pelotudas (que sabemos que le gustan mucho), pero, como no pasó a recogerlos (ya les dije a mis compañeros que con un kilo bastaba), los de la redacción nos hicimos un vitamínico zumo antes de que las naranjas se echaran a perder. A pelotudos no nos gana nadie. 

  Sea como fuere, así me referí, hace año y medio, al saber del galardón concedido al periodista y escritor de Arteixo. Su doble, por cierto, es de una villa cercana, Muxía. Y es que es curioso el perverso interés del ser humano por su doble, por ese tú mismo que no eres tú, sino tu antípoda y que suele ser recogido en la literatura y el cine como metáfora de todo lo que no eres ni tienes.

  El espíritu del periodismo es fundamental para mantener el espíritu crítico de la democracia. No existe mejor manera de medir el grado de libertad de una sociedad que acudir a la prensa. El periodismo sirve (de modo distinto a la novela) para contemplar de verdad al hombre universal, al humanista de su época, al que puede aún y debe decir con el poeta latino aquello tan bonito de “nihil humanum alienum puto” (“nada humano me es ajeno”). Así entiendo el premio nacional de periodismo cultural (anteriormente lo recibieron Jacinto Antón, Fabricio Caivano, Ana Borderas o Juan Cruz) que otorga cada año el ahora llamado ministerio de cultura, educación y deporte, y que ha recaído en el escritor gallego afincado en Zaragoza Antón Castro, el ‘todoterreno’ de la comunicación por tierra, mar y aire. 

  Narrador, poeta, ensayista y frecuentador de foros diversos, Antón Castro ha sido reconocido por su labor en las secciones culturales de los diferentes diarios por los que ha pasado (‘El día’, ‘El periódico’, ‘Heraldo’), su blog y la dirección y presentación de programas televisivos (‘Viaje a la Luna’, ‘El paseo’, ‘Borradores’). En su libro ‘Cariñena’ habla de sus peripecias vitales, de su infancia y adolescencia, y cómo llegó a Aragón en 1978, donde se casó con Carmen Gascón, con la que ha fundado una familia de cinco hijos: Daniel, Aloma, Diego, Jorge y Sara. Ya decía García Márquez que detrás de un gran pelotudo hay una gran mujer. La mujer, para qué negarlo, protectora y sensible, apacible y sigilosa, centrada en su tribu y capaz de multiplicarse…

  “Ser periodista cultural”, afirma el propio Castro, “es apostar por la creación con todos sus apéndices. Contar, informar, analizar, seducir, revelar. El periodismo cultural es un trabajo de orfebrería, que exige pasión, meticulosidad, voluntad de conocer y contagiar lo que se conoce, sentido crítico y un perfume de belleza y de distinción”. Y añade: “Soy un poco periodista en mi literatura y un poco narrador o poeta en el periodismo. Pero lo vivo con naturalidad, sin esquizofrenia alguna. Soy periodista y escritor siempre, en todo lo que hago. El periodismo me ha enseñado a ver y a intentar entender el arte. Un buen artículo de Chaves Nogales o de Julio Camba o González Ruano ha sido una escuela permanente de emoción y de sentimientos. La cultura es un territorio de libertad, de búsqueda, que persigue el goce, la sabiduría, el entretenimiento, la lucidez y la complejidad”. 

  Por supuesto, toca discernir con criterios culturales qué es y qué no es digno de estar en un suplemento de las artes y las letras. Hay que empezar por la humildad y la reflexión: menos demagogia y más acción cultural. Más información y menos publicidad. Los medios se han convertido en cañones de noticias que bombardean informaciones recogidas por opinadores sin tiempo para reflexionar, que las analizan a toda pastilla. No importa el criterio, importa la rapidez. Todos tienen que saber de todo y valorar con idéntico desparpajo las causas de la decadencia de un escritor concreto, pongamos por caso, o los supuestos avances pictóricos de cualquier artista hasta la fecha ninguneado. En el periodismo, en efecto, las prisas se han llevado por delante la paciencia y a veces ni siquiera da tiempo que sea noticia la actualidad. 

  Los premios, aparte del supuesto prestigio, sirven para obtener, desde luego, unos ingresos extras que ayuden a rebajar la escritura ‘a vuela pluma’, y sacar jugo de combate a lo que se escapa por las prisas, tan necesarias, al parecer, como el pan de cada día. A no ser, claro, que seas un Javier Marías y te permitas el lujo de rechazarlos, aunque solo sea con la boca pequeña y peregrinas excusas, porque renunciar a un premio de veinte mil euros no está al alcance de cualquier mortal (el impacto habría sido mayor caso de que el protagonista hubiera sido un escritor en paro) y se necesita tener una buena talegada en el banco para mandar dicha bolsa al triángulo de las Bermudas. 

  Los medios de comunicación, sumidos en la ruina, buscan la salida por la senda de la docilidad bien remunerada y los periodistas, reducidos a la precariedad, ven limitadas sus opciones: o enflaquecen como héroes civiles o se instalan en la ribera del servilismo para garantizarse la supervivencia. En la actualidad, casi todos los diarios son financieramente insostenibles y sobreviven mediante subvenciones directas o indirectas de administraciones públicas o grandes grupos corporativos que los usan como plataforma para sus estrategias de negocio multimedia. 

  Ahora bien, el periodismo es mucho más que la industria mediática. Y el periodismo cultural es un bien público y como tal hay que considerarlo. Es lo que permite a la cultura ser cultura comunicada y no una colección de individuos potencialmente autistas. Lo que le queda al periodismo, en un mundo inundado de información, es la reputación profesional y la calidad del análisis. Porque hoy ya estamos en condiciones de automatizar el trabajo rutinario del periodismo, aquel que consiste en recoger información, organizarla y escribirla o difundirla. Lo esencial es la calidad del análisis. Sin esa garantía, si despiden a los periodistas, las empresas matan la gallina de los huevos de oro. 

  El periodismo no puede estar sometido al poder del dinero, la obsesión de agradar a cualquier precio, la mutilación de la verdad con un pretexto comercial o ideológico, el halago de los peores instintos, el desprecio de los interlocutores. La rebeldía bien entendida como actitud es indispensable para un oficio en horas bajas. No va a ser fácil recuperar el buen nombre perdido. Lo pienso cada vez que abro uno de esos grandes medios de comunicación –locales o nacionales- que hoy diseñan el supuesto criterio de lo que, además, llaman “opinión pública”. Esto hace que hoy podamos estar no ante una sociedad del conocimiento y la cultura, que no son lo mismo, sino ante la sociedad del espectáculo, tal cual refiere Vargas Llosa en su magnífica obra. Pasen y vean. 

  De hecho, el escritor de Arequipa, otro pelotudo, concibe el periodismo como una pasión paralela a la literatura que nunca le falta, y en esto se asemeja a nuestro Antón, quien no hubiera podido escribir ni la mitad de sus libros –ahora, por exigencia moral, nos debe uno bueno- sin el aprendizaje de la aventura del periodismo. El peruano, por su parte, vuelca muy conscientemente sus convicciones, sus ideas y sus críticas a la actualidad. Y tiene todo el sentido. E intenta dar la batalla, porque lo contrario es contribuir a la catástrofe que tanto tememos. “Hay que dar la batalla dentro del oficio”, asevera, “que el periodismo de entretenimiento no ocupe todo el espacio y acabe con el periodismo crítico y objetivo, que es el que es necesario para la libertad y para la democracia”.

  Decía Oscar Wilde que “ningún crimen es vulgar, pero la vulgaridad es un crimen”, y muchos, sin haberlo leído, lo siguen a rajatabla, puesto que se desprecia lo cotidiano y se focaliza (casi) todo en lo histriónico, el famoseo, las cartas marcadas. Un periódico debe ser un proyecto intelectual, que fomente una sensación de comunidad y de pertenencia entre su lectorado. Las secciones culturales son fundamentales en este aspecto y Antón Castro, por lo que le toca, lo intenta y, a veces, lo consigue. Muchas otras, no. Busca un estilo, una idea, una firma, una personalidad, una sección con la que proyectar el complejo mundo de las artes y las letras, un mundo hablando consigo mismo. El mundo de un pelotudo. 

  También decía el gran Umbral que “lo malo del articulismo es que nos roba el presente” y “supone sacrificar la verdad a la actualidad”. Suerte que luego matizaba, muy a lo Rilke: “Entiendo por verdad la constatación gustosa del presente, el tiempo sin fisuras, el campo sin puertas, la fluencia natural de la vida”. Es imprescindible el articulismo pegado a lo inmediato, pero a mí me gusta más el que te cambia el paso, el que propone otro ritmo, el que tiene una parte de dietario y otra de crónica, y parece estar pensándose a medida que se hace, tensado entre el escepticismo y el entusiasmo. Esto lo hace muy bien Julio José Ordovás, el escritor de máxima exigencia que tenemos en la actualidad. 

  Un articulismo, por así decir, que ilumine algo que desconocíamos (un perfil, un suceso, una obra, un estado del alma), que adopte formas y tonos diversos, pero desvele las pasiones y contradicciones de quien lo escribe, que sea cada día, cada semana, cada mes, distinto pero siempre igual a su autor. Que ofrezca, en definitiva, un reposo, un freno ante los avances y batacazos y alusiones de la actualidad. Que intente inventar un espacio íntimo, confidencial y, sobre todo, crítico. Todo no puede ser bueno, exquisito, sin sentido crítico no se trasciende. En pleno imperio de la información, siempre ha de funcionar, como una confidencia, el tú a tú entre el periodista y el lector. El tú a tú entre pelotudos. 

  Se necesita, por tanto, un periodismo de historias, no simplemente de gacetillas rápidas o mal redactadas para salir del paso. Un periodismo con mirada y voz de autor, más allá del producto impersonal de la factoría informativa. Un periodismo bien contado, apostando al conocimiento, al respeto por la audiencia y no a la engañosa banalidad mediática. Un periodismo demasiado dócil ahuyenta a los lectores y suele terminar en un negocio ruinoso. 

  Acaso por la fatiga e imposible misión de “estar al día”, Antón Castro, en sus crónicas, nunca fuerza la pose, ideológica y retóricamente, nunca tensa la expresión, nunca se aleja del tono propio, no predica, no quiere convencer, su prosa es pacífica y soñadora. ¿Eso es bueno? A mí me gusta más el comentario mordaz, ácido, sin concesiones. Y con criterio. A lo mejor, el periodista, siempre tan discreto y generoso, no lo ve así. O le es más cómodo no verlo. Se muestra, al fin y al cabo, como un ‘todoterreno’ de la cultura, más divulgador que pensador. Sus reflexiones, esto es, nacen de sus divulgaciones, con una enorme curiosidad por los paisajes, los hombres y las cosas. No es extraño, pues, que vea como maestros del periodismo cultural a personajes tan antagónicos como Roberto Miranda, ese escritor admirable que sabe dar a su prosa la exquisita mixtura de estética y hondura, o Joaquín Aranda, “un espíritu renacentista que amaba el cine, el teatro, la música clásica y las suertes de la literatura”. Con estos y con otros pelotudos, observados con el rabillo del ojo, se arroja Antón Castro a este mundo de filosofía, de poesía, de historia. 

Artículos relacionados :