“Hoy me rindo
porque Lilith aún sigue pariendo sola.
quiso quedarse con alguno de sus hijos
para que alguien le limpiara el sudor de la frente
y Dios amenazó con lapidarla.
Como un torturador de cualquier dictadura
consiguió que confesara:
se declaró puta, desobediente y mala.”
(Extracto del poema Lilith de Clara Santafé en Parque de atracciones. 2008)
Entre Mesopotamia y las estribaciones del Himalaya se encuentra el actual Irán, una altiplanicie rodeada por las placas tectónicas arábiga, iraní e indo australiana, y será por eso que la percibimos convulsa, por eso y por el miedo pop que tenía María Barranco a los chiitas en una película de Almodóvar allá a comienzos de los años ochenta. Y es precisamente ahí dónde comienza la función, cuando el antiguo Imperio Persa, desde las esbeltas columnas de Persépolis hasta las torres de los pozos petrolíferos y los intereses occidentales, devino en una dictadura que los jóvenes iraníes repudiaron con manifestaciones y al grito de ¡fuera el Sha! Toda la civilización concentrada en un grito de libertad de los herederos de un imperio que abarcó desde el Mediterráneo turco hasta el mar Arábigo de la India, la libertad secuestrada por la revolución islámica que pretende devolver a los ciudadanos iraníes a los albores de un mundo estancado en la Edad Media.
El espacio escénico cuenta con un atrezo muy sencillo, dos sillas negras para Oriente y para Occidente una silla roja con gintonic y gafas de sol. La brecha insalvable que divide el mundo es un cambio de luz y una cinta roja, roja de sangre entre sus vírgenes, burkas y lapidaciones, y nuestras concertinas afiladas para detener al diferente en la valla de Melilla. Los simbolismos y la historia terminan cuando Clara Santafé toma la escena y llega el teatro, ya saben: Gesto y palabra.
“Mil y una” nos habla de la situación de la mujer oriental en la actualidad y lo hace poniendo en tela de juicio la identidad de una de ellas que, por huir de la barbarie, se enfrenta a la desdicha del inmigrante. Si querido lector, la desdicha del inmigrante, porque cruzar una frontera física, como nos recuerda James Whiston, nada tiene que ver con cruzar las fronteras de las conciencias propias y de los otros. Tal vez fue esa dificultad la que precisamente ayudó a Clara Santafé a escribir esta obra porque ella, a base de indagar en textos sobre el exilio, nos muestra un personaje que sin un ápice de victimismo y esa visión es el gran acierto de la obra porque nos aleja de la manida costumbre de los habitantes occidentales de emocionarnos con las desgracias evidentes de esos niños asediados por las moscas. La protagonista nos habla de tú a tú y su reivindicación, o sus dudas, o su identidad están a la altura de nuestra conciencia cívica, nunca se apela a los sentimientos, el discurso va directamente a la razón, por eso las gotitas de humor llegan tan frescas.
Pero permítanme que vuelva al texto de la obra. Clara Santafé es poeta y a lo largo de la función te encuentras con esas frases redondas, contundentes, frases que lo contienen todo, frases bellas, disparos certeros, nada más potente que el lenguaje para darle oxígeno a una realidad, como dice Patricia de Souza, mayúscula, pesada, una realidad que habla de un país en quiebra, de golpes, una realidad servil, sin brillo. Nuestra realidad y la de ellos, no lo olviden. Y si las palabras no pretenden vengar a nada ni a nadie, el gesto, el quehacer, la técnica de Clara Santafé en escena es brillante. La vocalización del mensaje es nítida, si acaso se pierde un poco en ese toque alcohólico siempre tan difícil de conseguir. Su presencia y la mirada, la mirada es esencial, Santafé busca entre los espectadores la complicidad y, a poco que te dejes llevar, penetra en tu alma. Lo consigue por esa amabilidad de la que hemos hablado, porque no te enfrentas a una víctima, ahí, en el escenario hay una persona como usted y como yo, la mirada de la actriz nos iguala, no busca comprensión, ni misericordia, busca al espectador en su vertiente humana, es una ruptura mínima del espacio, no hay agresión y, ese hilo de comunicación, la función recorre la vida. Una vida que, como dice el programa de mano, “dibuja una distancia impuesta e infranqueable entre el individuo perdido y la masa marcada a fuego con su propia identidad” Ya ve, querido lector, en esa definición también entramos usted y yo, que no hace falta ser mujer iraní para sentirse perdido en medio de nuestros semejantes.