Por Pablo Rico
Descubrí la ciudad de Nara en mi primer viaje a Japón en 1984. Es una de mis ciudades favoritas no sólo de Japón sino del entero “mundo mundial” y la he visitado en numerosas ocasiones desde aquella primera vez, la última en 2009.
Nara fue la primera capital imperial de Japón (710-784); de aquella época son algunos de sus edificios más bellos e importantes. La ciudad es patrimonio histórico-artístico y monumental de la humanidad, lo que merece sin duda por sus magníficas arquitecturas y el extraordinario acerbo artístico que atesora; por ejemplo, los templos y conjuntos de Hōryū-ji, Tōdai ji, Kōfuku-ji, el Santuario Kasuga, o el Gangō-ji, Yakushi-ji, Tōshōdai-ji y los restos del Palacio Heijō…
Es una maravilla, por decir algo, pasear por los bosques de la ciudad y encontrar en nuestro aleatorio camino imponentes conjuntos templarios y escultóricos a cada paso. En realidad, la ciudad antigua y parte de la moderna se encuentran en medio de parques y bosques. Pero no sólo arte y espacios sagrados, también cientos y cientos de ciervos que vagan libremente por todo el territorio de Nara. Se trata de los ciervos de la especie sika. Dicen que más de 1500 viven en la ciudad y sus parques y campan libremente por toda ella y entre sus templos. Están acostumbrados a la gente, residentes y turistas que cada día invadimos la ciudad de Nara. Se les puede alimentar pero sólo con un tipo de galleta preparada al efecto que está comprobada dietéticamente para esta especie. Desde mi primer viaje a Nara frecuento estos hermosos y amables ciervos sika. Al atardecer me reúno con ellos, con alguna manada, a los pies del Kōfuku-ji, grandioso templo de madera fundado en 669 por la emperatriz Kagaminookimi, la primera esposa del Emperador Tenji, quien pretendía con esa construcción que su esposo recuperara la salud… Esos ciervos son tan sociables que dejan que te sientes entre ellos, les acompañes en su berreo colectivo, y asistas al ocaso del sol mirando fijamente al poniente. En Nara, por muchos motivos, me encuentro como en casa.
Pero no sólo los ciervos atraen mi atención en Nara. También las tortugas del lago Sarusawa-Ike al sur de la ciudad, próximo al templo Kofukuji que se proyecta en sus aguas quietas. Se trata de un estanque de leyendas estancadas, como la del halo lunar que vino a yacer en su fondo o la historia de la favorita Uneme que se arrojó a sus aguas cuando se enteró que el emperador amaba a otra cortesana y no pudo soportar aquel desamor imperial. En todo caso, las tortugas son de mis animales favoritos, quizá los más misteriosos y mágicos con sus mensajes a cuestas a la vista de quienes queremos leerlos, oráculos del destino dibujado con elocuentes grafismos en sus conchas esculpidas… Al respecto, recuerdo un delicioso fragmento de La madre de las tortugas, en El libro de los seres imaginarios, escrito por J. L. Borges y Margarita Guerrero: “Veintidós siglos antes de la era cristiana, el justo emperador Yü el Grande recorrió y midió con sus pasos las Nueve Montañas, los Nueve Ríos y los Nueve Pantanos y dividió la tierra en Nueve Regiones, aptas para la virtud y la agricultura. Sujetó así las Aguas que amenazaban inundar el Cielo y la Tierra; los historiadores refieren que la división que impuso al mundo de los hombres le fue revelada por una tortuga sobrenatural o angelical que salió de un arroyo. Hay quien afirma que este reptil, madre de todas las tortugas, estaba hecho de agua y de fuego; otros le atribuyen una sustancia harto menos común: la luz de las estrellas que forman la constelación del Sagitario. En el lomo se leía un tratado cósmico titulado el Hong Fan (Regla General) o un diagrama de las Nueve Subdivisiones de ese tratado, hecho de puntos blancos y negros”…
Para los antiguos chinos el cielo era hemisférico y la tierra cuadrangular, así que reconocían en la forma y volumen de las tortugas una imagen o modelo del universo. Las tortugas participan, por lo demás, de la longevidad de lo cósmico; es natural que las incluyeran entre los animales espirituales (junto al unicornio, al dragón, al fénix y al tigre) y que los augures buscaran inquietantes presagios en su caparazón…
En Nara, la magia y lo misterioso se hallan transfigurados en belleza emboscados por todos sus rincones y perspectivas. Ojalá con el sólo chasquido de mis pestañas pudiera teletrasportarme a su territorio una vez más. Esperando ese milagro me demoro en mis recuerdos y reivindico mi portentosa imaginación. Dicen que la mecánica cuántica justifica y hace posible hasta lo increíble. Así sea, pues…