Lorenzo Montull y la niebla en el alma

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Por Don Quiterio

  Que Lorenzo Montull es uno de los mejores cineastas en el panorama del cine aragonés lo demuestra en sus nuevos trabajos, ‘Recuerdos de María’ y ’Cuarenta días de niebla’.

   Dos cortometrajes diferentes pero de gran calado en sus maneras dialogantes, el primero documental y el segundo de ficción.

   Borges decía sobre el diálogo algo así como que fusiona lo que dices tú y lo que digo yo, o lo que he dicho yo lo estás diciendo tú. Algo de esto hay en estas piezas del realizador oscense, aunque se deba todo, tal vez, a la manía de comparar. O de medir.

  Nos gusta comparar esto con aquello, aquello con lo otro, lo otro con lo que sea. Lo hacemos todo el tiempo. Incluso comparamos, algunas veces, una cosa con la misma cosa, a ver si es igual hoy que la semana pasada. Buscar diferencias y similitudes entre dos o más elementos devino en pasatiempo, algo instintivo. No hay materia en la que no se juegue a comparar: literatura, economía, música, tecnología, periodismo, lo que sea. Y, por supuesto, cine. Imaginen no comparar este actor (o este director) con aquel, las películas de hoy con las de ayer: los días se llenarían de huecos, de horas en blanco, silenciosas, que nos permitirían oír desde el salón las gotas que se descuelgan del grifo de la cocina.

  Lorenzo Montull, efectivamente, marca las diferencias. Porque lo lleva en la sangre. En ‘Recuerdos de María’ rejuvenece la religión, orilla sus cimientos y discierne solidariamente con el espectador. Es un viaje al pasado con el objetivo de dar a conocer la semana santa oscense. Y es la propia virgen María la que recuerda en alto –voz en off de Nines Alegre- lo que ocurrió hace dos mil años en la ejecución de su hijo, con la narración de lo que va sucediendo a través de dos procesiones contemporáneas, trascendiendo el convencional reportaje televisivo a la más pura esencia cinematográfica –primeros planos, planos detalle, movimientos cadenciosos de cámara- para hablarnos de la más rabiosa actualidad, fundada en el abrazo con los más necesitados.

  Es la excusa religiosa como acercamiento a un universo formal, a una parafernalia estética. Y moral. La verdadera religión nunca es enemiga de una ética humana. Dicen que para ser un buen cristiano es preciso tener valores humanos, cívicos, éticos o como se quiera. Dicho de otro modo, para ser un buen cineasta es necesario tener conciencia fílmica, pulso narrativo, manejar los resortes sin aspavientos, penetrar hasta lo más profundo en sus entrañas y elaborar una puesta en escena en la que los planos vayan fluyendo con sutileza. Lo decía Quevedo: “La agudeza del pensar y la sutileza del decir”.

  Aunque en la Biblia se habla de “mujeres con alas que el viento las impulsará”, no parece que haya ‘ángelas’ ni angelitos en la Tierra, pero los cristianos ven las vírgenes y los santos como la espada de la razón y la conciencia contra el desorden que avanza. Por decirlo con Lord Byron, el oscense filma “con la sangre de los santos”. Por la intensidad en la mirada. Por las trabajadas imágenes. Por esa condición inquietante de los rostros a los que da sitio de un modo nuevo, casi visceral, casi tumefacto.  Pero lo más ceñido a lo cierto es que Montull tiene la emotividad y fuerza plástica de la tradición (también la molécula de lo religioso) que amplía hasta un lenguaje propio que desemboca en un realismo de llaga altamente provocador. Aunque también con una fantasía dotada de sugerente excentricidad. También de una oportunísima novedad. Y es que ‘Recuerdos de María’ recoge un misterio brioso que no está ni dentro ni fuera de la fe. Ya se sabe que en estas cosas del cielo (o el infierno) no vale ser tibio.

  En ’Cuarenta días de niebla’, basado en un relato de Óscar Sipán, aparece de nuevo Montull y descarga pasiones y desacuerdos, preguntas y señales que se cifran en ese caudal de escenas que se suman. Una detrás de otra. Elegantemente. El autor despliega, con la complicidad de su cuerpo técnico y artístico, su ancho espacio mental, sentimental, estético, cultural, de imágenes que le han dado contorno a su mirada, a su extravío de cineasta en fuga de la normalidad. Y en la aventura, una emoción cruzada de referencias, de citas, de balizas que son el espacio donde uno quiere quedarse porque desde ahí la vida adquiere otros contornos.

  En ocasiones, a Lorenzo Montull le asalta un ritmo. A este le siguen unos planos. Y esa aleación de compás y leguaje netamente cinematográficos prende en imágenes, y da paso a la construcción de aquello que el realizador busca decir o acepta que debe decir de ese modo. El cine vive en él como una forma de descifrar el mundo, pero también de inventarlo. De darle sentido y a la vez desafío. De pensar en otro modo aquello que importa. Porque Montull logra ir al hueso en lo narrativo y su verdadera religión es el propio cine. Las piezas de Montull son, poco a poco, y cada día más, una obra en sí misma que empezó a filmarse en estos principios del siglo veintiuno con algunos trabajos de colaboración  para la pequeña pantalla (‘Metrópolis’), varios videoclips (‘Love treasure trove’, ‘Con un sí natural’, ‘Solo pienso en ti’) y unos cuentos cortometrajes (‘Pedro Antonio’, ‘Castillos en el aire’, ‘Hambre’), y que ha ido formando un corpus cinematográfico singular, sólido, con obras siempre diferentes las unas de las otras y en un diálogo constante con una personal tradición fílmica.

  Montull es capaz de retratar, con soltura, diversidad de ambientes, recomponiendo una estética y ética implícitas en su discurso, de los lugares y las identidades, ese “cortar y recortar de los espacios y los tiempos, de lo visible y lo invisible, del ruido y la palabra” del que hablaba Jacques Rancière. En ’Cuarenta días de niebla’ consigue, entre lo agridulce y el punto sicológico, una rara credibilidad en personajes y situaciones, con el soporte de óptimos intérpretes (Gabino Diego, Hernán Romero, Laura Gómez-Lacueva, Guadalupe Sancho, Jorge Usón) y una adecuada banda sonora. Una austera reflexión, cotidiana y emotiva, sobre la gente corriente, vista a través de unos personajes que van descubriendo el inexcusable paso del tiempo. En la visita a una bodega, en efecto, los personajes del relato van destapando que su relación, al igual que el vino, se encanece y se va volviendo agria. Es, nuevamente, el vitriólico retrato de la complejidad de las relaciones humanas.

  De la añada del 80, Montull parece de maduración tardía, al parecer una cosecha sorprendente. Contra todo pronóstico, ha mejorado en la botella superando a cosechas consideradas excelentes. Ya estamos, demonios, con las comparaciones.  Pero lo dice el adagio: “Mañanitas de niebla, tardes de paseo”. Y en sus paseos, los protagonistas de ‘Cuarenta días de niebla’ saben que la historia nunca se repite, ni siquiera como farsa. Cada momento es único, cada generación no regresa. Es el tiempo de la vida frente al tiempo del mundo. No se repite, pero advierte de las grietas. Ciertamente, pensamos que el futuro está delante y el pasado atrás por una práctica metonimia espacial. Y sobre esta línea de un solo sentido, ay, caminamos.

  En ‘Recuerdos de María’ y ’40 días de niebla’ compone el realizador oscense unas tramas que han sido pensadas para unos espectadores capaces de conservar la memoria de un presente hecho de historias, de escenas y palabras. Así, con un estilo simple y cadencioso, de tono crepuscular, Montull introduce al receptor, casi de manera natural, en un contexto donde se respira una atmósfera de una melancolía asfixiante. Y envolvente. En el fondo, Montull indaga en cuestiones que tienen que ver con un presente que se escapa en un perpetuo movimiento, con el sentido del tiempo, con la memoria de las cosas y del amor, con el olvido y los fantasmas de un pasado que acaban configurando, después de todo, una manera de entender y de concebir el mundo que nos rodea.

  Puestos a comparar con tanta mediocridad que asalta las pantallas, me pregunto qué es el cine. Tras ver estos dos nuevos trabajos del oscense Lorenzo Montull, quizá el interrogante fuera algo más sencillo de responder hace cincuenta o cien años. Era aquello que quedaba registrado en el celuloide, montado con el fin de generar un relato visual. Curiosamente, hagan memoria, algo que nació y creció en ferias y congresos científicos. Algo así como brujería. Me pregunto muchas cosas cada día y encuentro pocas respuestas que no sean fugaces. ¿Qué es el cine, hoy?

  El cine, hoy, es la palabra escrita que precede y prologa al hecho cinematográfico, las imágenes previas al montaje. El cine, hoy, son las interpelaciones a cámara que no se borran de la retina. El cine, hoy, son todas esas personas que, da igual el modo, hacen que una película pueda ser vista en tiempos en los que el cine es ya un artefacto torpe e hijo del siglo veinte. El cine son las historias por tejer que buscan un lugar donde ubicarse, o quizá quedarse para siempre en el limbo de las películas nunca realizadas, pero para que, en su límite, sea la vida misma la que se mude en espectáculo.

  Y como, paradójicamente, el arriba firmante no quiere comparar, se conforma en establecer que Lorenzo Montull es uno de los realizadores más competentes dentro del panorama del cine aragonés. ¿Dentro o fuera? ¿Es mejor (o peor) el cine aragonés que el gallego? ¿Y el cine vasco? ¿Y el catalán? Hay directores que se delatan en cada escena, que se exponen casi en cada imagen: ellos mismos, su pasado, su biografía, sus influencias, sus pesadillas, sus sueños. A estos son los que llamamos autores. Lorenzo Montull es uno de ellos, aunque se pueda estar más o menos de acuerdo con él o no se pueda estar nada de acuerdo. En realidad, da igual. Lo que importa es que su equipaje es distinto al de cualquier cineasta que ronda las pantallas. Porque entiende el hecho cinematográfico. Su praxis. Sus obras son cine. El cine del siglo veintiuno.

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