Solo se vive una vez (29): Los fantasmas de la libertad

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Por Don Quiterio 

  Circos aparte, uno de los momentos más surrealistas que he visto en una sala de cine  –¡y eso que he visto (y padecido)!- fue cuando Perico Fernández, al ver a Franco en la pantalla, se levantó de la butaca a mitad de función y soltó, voz en grito, ante la estupefacción de los espectadores: “Este sí que fue un gran hombre; con él se arreglaría España”.

   Sucedió en la filmoteca de Zaragoza, en 2013, en el estreno del mediometraje documental codirigido por Raúl Herrero y Luis Vidal, y dedicado a su figura, ‘El boxeador’. Podría contar mil anécdotas pasadas con el campeón pugilístico zaragozano recientemente fallecido, pero esos desvaríos nocturnos se quedan en casa. Recovecos inconfesables. He escuchado (y leído) muchas tonterías con ocasión del fatal desenlace, pero paso de pronunciarme porque los hipócritas y sus lágrimas de cocodrilo me superan. Será porque soy persona criada en arrabal, pero con incertidumbre ilustrada, por lo que uno intenta tener buena educación. Aunque ya no se lleven sombreros, la buena educación no está reñida con decir las verdades del barquero. Y habría que empezar a soltar directos y ganchos verbales para mandar a la otra barriada a más de un impresentable.

  Perico encarnaba un épica de marginados que aspiraban a la gloria. Pedro hizo campeones del mundo a los españoles del pluriempleo y el tardofranquismo. Era espontáneo y tozudo, directo y malhablado, y si Enrique Bunbury le dedicó uno composición, el escritor Mariano Gistaín elaboró un libro más o menos biográfico. Apareció, como sin querer, en un cortometraje de Óscar Aibar, y fue un habitual en numerosos programas y reportajes televisivos. En el documento de Herrero y Vidal, este juguete roto narra, en primera persona, los acontecimientos que marcaron su vida deportiva. Junto a Pedro, intervienen su hija, Alejandro Lucea, José Luis Melgares, ‘Dum-Dum’ Pacheco, José Ramón Escriche, Sergio Labandera, Eloy Iglesias, José Luis Peña y Juan Peña. La historia de un ídolo caído que, con los años, se puso como muy zampo.

  La muerte tiene dedos largos y tubulares, que aspiran los humores y esencias y te dejan seco. Este último tiempo ha sido de mucho tráfico y ha dejado fuera de combate a Pierre Étaix, Abbas Kiarostami, Andrzej Wajda, Pablo Núñez, Jean Franval, Gonzalo Vega, José Iranzo, Luis Ballabriga, Francisco Nieva e Yves Bonnefoy. Y nos arrastran, irremisiblemente, al recuerdo del autor de ‘El fantasma de la libertad’. No basta con soltar la cadena, con sentir la posibilidad de caminar. La libertad absoluta, recuerden, vacía no existe. Solo existe como liberación. Como camino que asciende y deja descubrir la trampa y la miseria.

  Payaso, ilustrador, actor, cineasta y poeta francés, Pierre Étaix toma el espíritu burlesco de Federico Fellini y Jerry Lewis. En 1954 conoce a Jacques Tati y este le pide que le ayude en los gags de ‘Mi tío’. Actor a las órdenes de Malle, Bresson, Iosseliani, Jeunet o Kaurismaki, como realizador de cine se inicia codirigiendo junto a Jean-Claude Carrière el cortometraje ‘Feliz aniversario’ (1962), quien elabora los guiones de sus siguientes largometrajes –‘El pretendiente’ (1962), ‘Yo-yo’ (1964), ‘Mientras haya salud’ (1965), ‘El gran amor’ (1968)-, en su mayoría modestas comedias que nos hablan de la felicidad y la alegría.

  Son suyas estas palabras: “He tenido la gran suerte de hacer lo que siempre he querido: hacer reír a la gente, a través del cine, el circo y el cabaret. El circo me permite interactuar con el público, dirigirme a él directamente. El cine requiere un mayor esfuerzo intelectual y, para emocionar a la gente, cuanto más simple sea el gag mejor. Mi punto de partida siempre ha sido la observación del ser humano. Mi intención es hablar del individuo y su tiempo, de sus sentimientos, de sus sueños, de sus dudas, siempre bajo un enfoque satírico. El humor es como una lente a través de la cual se ve la realidad, pero no hay situaciones cómicas en sí mismas, porque depende del contexto y de las circunstancias del receptor. Cuando, de joven, vi por primera vez las películas de Chaplin y de Keaton me fascinaron por su vitalidad y su espíritu burlesco. Desde entonces, y sin haber comparación posible, quise hacer algo parecido”.

  El guionista preferido de Buñuel también participa como actor de reparto en ‘Copia certificada’ (2010), del iraní Abbas Kiarostami. Su estética al servicio de cierta ética, su renuncia a cualquier tipo de artificio en aras de un cine puro, naturalista –como el que hiciera Bresson y Rossellini, dos de sus reconocidos maestros-, en un tiempo en que los trucos y los efectos especiales se han adueñado de la pantalla, se puede saborear en títulos como ‘A través de los olivos’ (1994), ‘El sabor de las cerezas’ (1997) o ‘El viento nos llevará’ (1999). En su cine, lo que cada plano enmarca resulta tan importante como lo que deja fuera de campo, proponiendo en todo momento un diálogo de complicidad con el espectador y favoreciendo una educación de la mirada que pone en evidencia hasta qué punto nuestra cultura de la imagen está superpoblada de redundancias y anémica de significado. Hay quien dice que el cine de Kiarostami es aburrido, monótono. ‘Misión imposible’… no es, desde luego. Donde el cine comercial pone frenesí, el iraní pone sosiego; donde se acumula por norma, Kiarostami despoja, desnuda. Hasta que convierte sus imágenes en únicas. Puras y vírgenes. Orfebre de la síntesis que nunca avanza en línea recta.

  En 1955, a los veintinueve años, Andrzej Wajda dirige su primer largometraje, ‘Generación’, y durante la época comunista realiza un cine alegórico, “un poco a la manera de Buñuel” –reconocía-, e ilustrativo de acontecimientos históricos, convirtiéndose en cabeza visible de la escuela de cine polaco. En realidad, habría elegido a Buñuel como maestro si hubiera visto algunas de sus películas, pero solo había visto retazos de algunas de ellas. Es Roman Polanski quien, tras obtener Wajda en 1957 el gran premio de Cannes por ‘Kanal’, le lleva al cine a ver ‘La edad de oro’ y ‘Un perro andaluz’. Ya podía hablar con conocimiento de causa el autor de ‘Cenizas y diamantes’ (1958), ‘Paisaje después de la batalla’ (1970), ‘La tierra de la gran promesa’ (1975), ‘El director de orquesta’ (1979), ‘El hombre de hierro’ (1981), ‘Pan Tadeusz’ (1999) o ‘Katyn’ (2007).

  Es este último título un filme marcado por el trauma que supuso la segunda guerra mundial en la que combate de adolescente, y que le cuesta la vida a su padre, junto a más de veinte mil oficiales del ejército polaco, aniquilados de un tiro en la nuca y enterrados en fosas comunes por el estalinismo. Se atreve a contarlo para no irse al otro barrio con esa carga. Wajda, en fin, fue uno de los cineastas que se volvieron imprescindibles en las sesiones de los viejos cineclubs, refugio de la versión original que nos descubrió que había vida en la Europa oriental bajo influencia soviética, aunque fuera en riguroso blanco y negro. Y nunca se fue de Polonia, salvo un par de años de obligado exilio, a diferencia de sus coetáneos Polanski y Skolimowski. Una decisión que le ha convertido en una especie de insobornable historiador crítico de un país empujado sucesivamente al antiimperialismo, el antinazismo y el anticomunismo.

  Prolífico actor secundario del cine francés (a las órdenes de Guy Lefranc, Jean-Pierre Melville, Claude Lelouch o Ken Loach), Jean Franval interviene en el reparto de ‘Diario de una camarera’ (1964). En la película de Buñuel también participa Jean-Claude Carrière como guionista, basándose en la novela de Octave Mirbeau, donde el turolense consigue trascender la versión que anteriormente realiza el sobrevalorado Jean Renoir en Hollywood.

  El actor mexicano Gonzalo Vega debuta en el cine en 1969 con ‘Las pirañas aman en cuaresma’. Uno de sus proyectos más importantes es ‘El lugar sin límites’ (1978), del considerado discípulo de Buñuel, el azteca Arturo Ripstein. Es este hijo del productor Alfredo Ripstein, por lo que de niño vive inmerso entre cámaras y decorados. Tras mucho dar el tostón a Buñuel, al que ve rodar ‘Nazarín’ cuando tiene solo quince años, consigue trabajar como ayudante de producción en ‘El ángel exterminador’. La filmografía de Ripstein está teñida de rencor y múltiples desengaños, que no son tanto de los personajes que la habitan como los del propio director mexicano, que vuelve la vista hacia su patria para arrojar sobre ella una mirada profundamente desencantada. Con un pie en el esperpento valleinclanesco y otro sobre el Buñuel mexicano, Ripstein recorre el lumpen urbano siguiendo desde la distancia el rastro de sus personajes.

  El poeta francés, traductor, profesor y crítico de arte Yves Bonnefoy fue un gran admirador de Buñuel y de los surrealistas en general, quienes le “abrieron los ojos”, admitía, “a la ensoñación y a las grandes imágenes imprevisibles y salvajes”. Toca de cerca ese surrealismo que había conocido en papel y en imágenes. Es su profesor de filosofía, en el instituto, quien le presta ‘Petite anthologie du surréalisme’, del poeta y cineasta Georges Hugnet. “Descubrí allí los poemas de Breton, de Péret, de Eluard, las soberbias masas verbales de la época dadá de Tzara, la escultura de Giacometti, los collages de Max Ernst, Tanguy, los primeros Miró, ¡todo un mundo!”, evoca Bonnefoy en ‘Entrevistas sobre poesía’. De los surrealistas, sin embargo, le molesta “esa tendencia de Breton al ocultismo” y el carácter “gregario e ideológico de un movimiento que prefiere las quimeras a la realidad y la opacidad a la luz”.

  Turolense como Buñuel, José Iranzo –conocido artísticamente como “el pastor de Andorra”-, uno de los cantadores de jota más queridos de Aragón, aunque ganó mucho más dinero con las ovejas, no llegará a cumplir los ciento dos años. Autor y principal difusor de ‘Palomica’ –canción pastoril con siete versos cantables-, su talento natural le llevó a recorrer Bélgica, Holanda, Alemania, Francia, Inglaterra, Cuba, México, Marruecos e incluso llegó a cantar una jota en inglés ante el senador Robert Kennedy en el marco de la feria mundial de Nueva York. Para nuestro colaborador y estudioso Javier Barreiro, su jota era “ajena al escenario, libre y montaraz al aire libre, jocosa, tierna o fanfarrona en las rondaderas, acompasada y animosa en las de bailes”. También le dedicaron textos tipos como Fernando Solsona, José Luis Melero o Alfonso Zapater, y tanto en la pequeña pantalla como en la grande ha sido objeto de diversos programas y reportajes. En 1985 intervino brevemente en la película ‘Réquiem por un campesino español’, dirigida por Francesc Betriú sobre la mítica novela homónima del oscense Ramón José Sender, con fotografía del zaragozano Raúl Artigot (quien también es coguionista junto a Gustavo Hernández y el propio realizador) y música de su paisano Antón García Abril. En 2007 dirige un documental sobre su figura el también turolense José Miguel Iranzo –no pariente-, según una biografía escrita por el mentado cantautor Carbonell.

  Una referencia temprana del cinéfilo y editor aragonés Luis Ballabriga es otro Luis, Buñuel, a quien le dedica varios ensayos y la monografía ‘El cine de Luis Buñuel según Luis Buñuel’, publicada por el festival de Huesca en 1993. Gran amigo de Christian García Buñuel, sobrino del calandino, a Ballabriga le llamaban el Colombo de las letras por sus pesquisas detectivescas, y nuestro compañero de fatigas Eugenio Mateo le hizo entrega, hace diez años, del premio Búho. Un tipo que mantuvo la desobediencia como brújula, la literatura como quilla y el cine como lumbre. Y observó el mundo entre la indignación y el desengaño. Por eso, tal vez, le gustaba mucho el circo. Y admiraba a los hermanos Tonetti.

  Ballabriga trabajó con Alberto Sánchez Millán en el cineclub Saracosta y dinamizó una colección de guiones no rodados de Buñuel publicados por el instituto de estudios turolenses, como ‘La bàs’ o ‘Johnny cogió su fusil’, este último según la novela homónima de Dalton Trumbo que él mismo rueda en 1971, un filme antibelicista, humano y político, cuyo mayor impacto reside en la sobriedad de las imágenes en blanco y negro frente a las escenas surrealistas en color.

  Luis Buñuel siempre estuvo muy interesado en esta historia de Trumbo, pero no encontraba el tono y desiste, finalmente, en filmar este relato de un joven combatiente de la primera guerra mundial que despierta totalmente confuso en un hospital, después de haber sufrido los devastadores efectos de la explosión de un proyectil, mutilado de todas sus extremidades, y sin los sentidos de la vista, el oído, el olfato y el gusto, mientras su cerebro sano recuerda su vida anterior e intenta comunicarse con el exterior.

  Siempre provocador, siempre surrealista, vital y mágico, el dramaturgo, novelista, académico y dibujante –muy cerca de los caprichos de Goya- Francisco Nieva fue escenógrafo de tres películas del oscense Carlos Saura –‘Ana y los lobos’ (1972), ‘La prima Angélica’ (1973) y ‘Bodas de sangre’ (1981)-, a veces junto a Elisa Ruiz. También trató con su hermano Antonio, y adaptó para la escena ‘El manuscrito encontrado en Zaragoza’, del polaco Jan Potocki. Bebió de Genet, Artaud o Ionesco y participó como actor en el documental de Chus Gutiérrez ‘Cáñamo’ (2015). Su carácter barroco, cosmopolita y ciertamente transgresor en todo cuanto acometía lo expandía en palabras mimadas al extremo, todo un circo de maravillosos fogonazos, entre lo místico y lo popular. Un creador en la línea de los grandes vanguardistas del siglo veinte que siempre tuvo en cuenta la tradición. De eso también sabía mucho el maestro de Calanda, tan juguetón él. Y tan ateo. La palabra la hizo volar por todos los subterráneos del surrealismo y las más altas esferas del realismo mágico. Y siempre recurría a esa cita de que un día sin lectura era un día perdido.

  Buñuel, con su gusto por darle la vuelta a todo, afirmaba que un día sin risas era un día perdido. Perico Fernández, que nunca leía nada, llevaba la sonrisa tartaja en su cara. Pero era una sonrisa infantil. Nunca supo ser Pedro. Y el discreto encanto de la burguesía se lo zampó. El circo. O Zampo y yo.

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