‘Que dios nos perdone’, largometraje de Rodrigo Sorogoyen

167que-dios-nos-perdonep
Por Don Quiterio 

  Licenciada por la universidad de Navarra en comunicación audiovisual y por la escuela de cine de Madrid en la especialidad de guiones, la zaragozana Isabel Peña, nacida en 1983, es la coguionista -junto al director Rodrigo Sorogoyen- de ‘Que dios nos perdone’ (2016), su segunda incursión en el largometraje tras ‘Stockholm’ (2013), del mismo realizador.

   Su carrera como guionista la ha desarrollado en las series televisivas ‘Impares’, ‘Frágiles’ o ‘La pecera de Eva’, en las que se va curtiendo para desembocar en el mundo del cine.

  Por su parte, Rodrigo Sorogoyen (Madrid, 1981) debuta en la dirección de cine en 2008 con ‘Ocho citas’, una película codirigida por Peris Romano y compuesta por otras tantas piezas precedidas de una cita literaria sobre las relaciones románticas, unidas en un largometraje con la reunión de los distintos personajes. Todo un variopinto y extenso reparto que aglutina a una veintena de actores españoles de tres generaciones diferentes para una divertida y fresca comedia coral que reflexiona sobre las fases del amor. Su segunda película, ‘Stockholm’, ya en solitario, es una historia de cortejo amoroso alejada de las típicas comedias, el encuentro casual entre dos jóvenes que se convierte en una versión libre del síndrome de Estocolmo.

  La novedad que aporta ‘Stockholm’, apenas reconocida en su momento –para mí un descubrimiento, “una pequeña (gran) joya del cine español”, como reflejé en la reseña de hace tres años-, es la radicalidad con la que pone el dedo en la llaga, y la autenticidad de su guion y puesta en escena, una mirada crítica, sin concesiones, a la manera del Ingmar Bergman de ‘Secretos de un matrimonio’ (1973) o la trilogía romántica de Richard Linklater. Una película modesta, de bajo presupuesto pero de un inteligente planteamiento, que pasa elegantemente de la comedia sentimental al thriller, en la mejor tradición de un Michael Haneke o de un Todd Solondoz. Una historia que juega al coqueteo, al romanticismo, a la tensión y al misterio. Y lo que parece transparente se convierte, finalmente, en inquietante. El preludio de un thriller como ‘Que dios nos perdone’.

  No es cierto, como algunos se empeñan en repetir, que el cine español no ha tratado como se merece el excelso género del thriller a lo largo de toda su historia. Ahí están, para demostrarlo, títulos del calibre de ‘El crimen de la calle Bordadores’ (Edgar Neville, 1946), ‘Apartado de correos 1001’ (Julio Salvador, 1950), ‘Muerte de un ciclista’ (Juan Antonio Bardem, 1955), ‘Los peces rojos’ (José Antonio Nieves Conde, 1955), ‘El expreso de Andalucía’ (Francisco Rovira Beleta, 1956), ‘El cebo’ (Ladislao Vajda, 1957), ‘La manos sucias’ (José Antonio de la Loma, 1957), ‘A sangre fría’ (Julio Bosch, 1959), ‘El inocente’ (José María Forn, 1959), ‘Los cuervos’ (Julio Coll, 1961), ‘A tiro limpio’ (Francisco Pérez Dolz, 1963), ‘Hay que matar a B’ (José Luis Borau, 1973), ‘Deprisa, deprisa’ (Carlos Saura, 1980), ‘Fanny Pelopaja’ (Vicente Aranda, 1984), ‘El aire de un crimen’ (Antonio Isasi Isasmendi, 1988), ‘El maestro de esgrima’ (Pedro Olea, 1992), ‘Días contados’ (Imanol Uribe, 1994), ‘Mi dulce’ (Jesús Mora, 2001), ‘La caja Kovak’, 2006), ‘No habrá paz para los malvados’ (Enrique Urbizu, 2011), ‘La isla mínima’ (Alberto Rodríguez, 2014) o ‘Tarde para la ira’ (Raúl Arévalo, 2016).

  El acierto del nuevo cine negro español radica, más allá de los actores o técnicos notables, en los guiones competentes, astutamente construidos. El cine español se está ocupando de contar la realidad, de ahí el aplauso, y lo está haciendo a través de una de las formas de narración más adecuadas para ella. Si Dashiell Hammet pudo descubrir como pocos “la gran depresión” americana valiéndose de historias de detectives, lo mismo sucede con estos largometrajes. Los efectos pavorosos de la falta de honradez de bancos y cajas; la acción brutalmente delictiva de mafias de inmigración; el impacto devastador de la crisis en las clases medias, ayer casi prósperas y hoy miserables, aparecen en estas películas expresadas de una manera que no por ficticias se corresponde menos a la realidad. El que el cine vuelva a relatar la realidad y sepa valerse para ese cometido de la sobrecogedora experiencia cotidiana quizá sea una señal de que hay algo que sigue vivo en el mundo de la creación.

  Sorogoyen, ahora, fabrica un brillante thriller cañí, en un Madrid cáustico y desasosegante, en el que se muestra una urbe corrupta y malsana, donde el peso de la política y la religión tiene consecuencias macabras. Un Madrid verista, sucio y cutre, en el que lo evidente y oculto litiga entre sí sin que quepa otro desenlace que la condenación. La sórdida trama policial, repleta de perversión y pérfidas amoralidades, es tan importante como los tres traumatizados personajes principales, todos ellos con dificultades para comunicarse. Además, la relación de la extraña pareja de policías –magníficos Roberto Álamo y Antonio de la Torre- aporta ese toque castizo e irónico a la película, que se complementa con la asfixiante fotografía de Alejandro de Pablo y la singular banda sonora a cargo de Olivier Arson.

  Un relato descarnado, turbio y crudo, inspirado libremente en la figura del Mataviejas, un asesino en serie que acabó con la vida de dieciséis ancianas en la década de 1980. Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña ambientan la historia en el tórrido agosto de 2011, con el movimiento 15-M tomando las calles de una ciudad que, en ese momento, ha quedado invadida por el millón y medio de peregrinos llegados de todo el mundo para ver a Benedicto XVI. Un país aconfesional que se vuelve religioso por la visita del papa Ratzinger. Planeador abajo.

  Genéricamente, ‘Que dios nos perdone’ no es más que una traducción de las historias más oscuras que ha solido contar David Fincher en inglés. Una historia llena de aristas con pequeñas notas de humor que sirven como cápsula de escape para un espectador que no conoce el rostro del asesino –digno de ‘Seven’- hasta bien avanzado el filme. Dirigido con brío por un Sorogoyen en estado de gracia, el guion, meticuloso y elaborado, y premiado en el festival de San Sebastián, habla de cómo es una ciudad y, por extensión, un país. Retrata sus calles, sus grasientos bares y su espíritu. Con sofocante atmósfera, que nace de un naturalismo áspero, reconocible. Que se pega a la piel del espectador como el bochorno que aplasta a cada uno de los personajes. Y enfrenta y destensa a los dos protagonistas abocados a sus propios infiernos. Una realidad en la que la violencia (física, intelectual, oral) parece ser el único estímulo, la única razón de ser, el único oxígeno. La violencia, al final, viene de la incomunicación y del aislamiento. Que dios les perdone.

Artículos relacionados :