Por Miguel Ángel Quintana Paz
Durante los últimos quince años he tenido el gusto de trabajar en una universidad pequeña, de provincias, cuyo benévolo trato hacia un profesor …
…como yo (que, digamos, tengo mis cosas) ha hecho que me sintiera siempre entre afortunado y distinguido. Hablo de la Universidad Europea Miguel de Cervantes, sita en Valladolid.
Cuando llegué a ella apenas despegaba como institución: se había fundado en 2002. Y lo cierto es que entre los privilegios con que me ha honrado está el de poder cooperar en ese despegue. Una universidad nueva necesitaba ideas y empuje; y alguien como yo precisaba un sitio donde le permitieran plasmar parte de cuanto le sale por la cabeza. De modo que nos juntamos, por así decirlo, el hambre de saber con las ganas de conocer. El resultado no podía sino sernos grato a ambos.
Ahora bien, la semana pasada impartí mi última clase de Ética en sus aulas. Cuando salí al pasillo, no solo dejaba atrás mis quince años allí; también clausuraba treinta años desde que, como alumno, me senté por primera vez en un pupitre de facultad. En aquel caso había sido dentro de la universidad más antigua de España, la salmantina, donde me disponía a estudiar una materia, Filosofía, que llevaban casi 800 años impartiendo.
Si me detengo en estos detalles personales es para que el lector intuya que en cuanto subsigue difícil es que subyaga ápice alguno de resentimiento. Admiro el propósito con que los hombres medievales fundaron la Universidad: el afán de entremezclar a profesores y a alumnos; de combinar lo que enseñas como docente y lo que descubres como investigador; de debatir asuntos complicados por el mero gusto de hacerlo. No necesito viajar a playas lejanas o ascender rascacielos rimbombantes: entre los lugares donde he sido más feliz en la vida está una simple aula.
Ahora bien, un servidor está convencido de que vivimos tiempos de decadencia. (Esto lo podría argumentar uno más largo y tendido justo de hallarnos en una clase universitaria, ese paraje donde cualquier cosa de peso merece su tiempo; pero de momento me temo que habremos de darlo por supuesto). Y bien: en tiempos sombríos, es normal que incluso los órganos más vitales de una sociedad se oscurezcan. Corruptio optimi pessima, sentenciaban los romanos (“la corrupción de los mejores es la peor de todas”). William Shakespeare, más poético, lo glosaría en su soneto CXIV: “Pues se agrían ellas solas las cosas de mayor dulzor / peor que la mala hierba huele el lirio que se marchitó”.
Por eso me voy de la Universidad. Si no resultara cursi, diría que se va asemejando a uno de esos lirios shakespearianos que se nos está pudriendo delante. Como tantas otras cosas que creíamos pujantes (la presunción de inocencia, el Estado de Derecho, el respeto a nuestras instituciones). Narrar los motivos del declive rara vez sirve para detenerlo; pero al menos dejemos constancia de ellos. Escogeré tres.
La burocracia
Me voy de la Universidad porque odio hacer cosas estúpidas; y la Universidad cada vez nos obliga más y más insistente a hacer cosas estúpidas. Según la mentalidad ilustrada, se supondría que el mundo debería progresar hacia cotas cada vez mayores de saber y eficiencia; pero un organismo imprevisto, el burócrata, se ha interpuesto en ese proyecto con afán de pulverizarlo.
Un burócrata ni enseña ni aprende, que son las dos funciones esenciales para las que se inventó la Universidad. Ahora bien, el burócrata ha visto que por las venas de esa institución corría el dinero y ha decidido que unos cuantos litros de esa sangre dorada los quiere succionar él.
Al igual que otros muchos organismos pluricelulares, los burócratas nacen, crecen, pero sobre todo se reproducen. Pon a un burócrata en una facultad y no tendrá ni un solo incentivo para reducir los trámites con que castiga a profesores y alumnos; si los redujera a la mitad, ¿no se quedaría él también con empleo y sueldo de media jornada? Mientras que, por el contrario, si doblara esos engorros, tendrá la excusa perfecta para duplicar también su puesto de trabajo, y hacerse jefe del negociado que pasará a tener dos, tres, trescientos empleados. Llegará el día en que los profesores limitaremos nuestra jornada laboral a rellenar papeles para el burócrata y será este el único que imparta lecciones en la universidad: lecciones sobre cómo rellenar tales papelajos.
Me voy de la Universidad antes de que eso ocurra.
El pedagogismo
Cuando empezó a morir gente en Wuhan por coronavirus, debimos prever que la epidemia llegaría más pronto que tarde a nuestras vidas; cuando empezó a cundir el pedagogismo en las enseñanzas primarias y secundarias, debimos prever que un día alcanzaría la Universidad. Con un agravante: no hay mascarilla que nos salve de ello.
El pedagogismo consiste, básicamente, en que unos señores que no conocen nada de tu disciplina (a veces dudas si de alguna) han decidido que sí saben cómo deberías enseñarla. Se autodenominan (sin ánimo ofensivo) pedagogos (nombre del antiguo esclavo que llevaba al niño de un lado a otro). Toda la situación se asemeja, pues, a poner a un violinista a explicar a unas señoras cómo deberían enseñar ganchillo a sus hijos, dándose la circunstancia de que las señoras notan enseguida que el violinista llama a la aguja de sus labores «arco del violín». Con un agravante: las lecciones que te imparten los pedagogos, durante las cuales tanto insisten en cuán importante es hacer tus clases amenas, suelen ser tan aburridas como un largometraje checoslovaco con subtítulos en suajili mientras alguien te musita al oído sus opinioncitas en húngaro al respecto.
Suele hablarse de Aquiles y Patroclo como ejemplo de amistad férrea; pero quizá ni ella superara en tenacidad la conveniente alianza que entre pedagogos y burócratas han entablado. Cuantas más cositas pedagógicas haya que hacer, más burocracia habrá que rellenar; cuanto más dubitativo esté el burócrata de si no estarás disfrutando en exceso tu trabajo de profe, más le ayudará el pedagogo a garantizarle que no es el caso. Y dispondrá de todo un arsenal para ello: requisitos absurdos sobre la evaluación, sobre nuevas tecnologías, sobre revisiones, sobre tutorías, sobre revisiones de las tutorías, sobre evaluación de la docencia, todo muy reglado (¡no vayamos a perder la ocasión de rellenar papelajos!).
El futuro de la Universidad pertenece a pedagogos y burócratas; como yo no pertenezco a ninguno de esos dos clanes, me voy de ella.
Las enseñanzas previas a la Universidad
El hombre de la calle escucha algunas de las últimas noticias sobre Educación y cree no entender nada: ¿cómo es posible que se pueda hacer el examen de Selectividad (hoy EBAU) sin haber aprobado todas las asignaturas? ¿Por qué los profesores ya no dan apenas importancia a la ortografía? ¿Es normal que alumnos que han terminado su enseñanza obligatoria tengan dificultades para comprender tantos libros?
En realidad, el hombre de la calle sí que entiende todo eso: cada vez los alumnos llegan con menor nivel a la Universidad. Hace ya tiempo que se inventaron en algunas carreras los cursos Cero: donde se aprendían las Matemáticas o Física básicas para siquiera poder seguir las que luego iban a ampliar en primero. Me temo que, con el tiempo, la cosa ha ido desembocando en exigir cada vez menos nivel en ese curso primero (y, por tanto, también en los sucesivos).
En cuanto a la ortografía, me temo que se trata de una batalla ya perdida: no son pocos los profesores universitarios que la ignoran ya con vigor pertinaz, así que ¿cómo van a aprenderla los alumnos? Si un profesor escribe correos electrónicos sin signos de interrogación o exclamación iniciales, donde «o sea» se ha transformado en «osea», sin memoria alguna de las comas de vocativo… resulta previsible que las únicas nuevas normas que importen sean escribir «alumnado» en lugar de «alumnos», u «hola a todos y todas», pronto ampliado por un «y todes». Eso sí, la «nueva» ortografía será mucho más cruel que la antigua: si te equivocas no se te acusará solo de escribir mal, sino de ser mala persona.
Siempre he tenido buena relación con los alumnos. Y, por supuesto, no son más tontos ni más listos, de media, de cuanto lo éramos nosotros a su edad. Pero cada vez llegan a ella con un repertorio cultural más limitado. Hace unos días tuve que explicar en un curso de primero la expresión «Roma no paga a traidores»; hace unos meses, quién era Nelson Mandela; ni uno solo de los alumnos (¡perdón!, del alumnado) conocía una u otro. Los habitantes de Kiribati tampoco serán más listos o más tontos que la media, pero me costaría tener conversaciones fructíferas con ellos, ignorante como soy de sus costumbres allá, en medio del Pacífico.
Me voy de la Universidad porque cada vez llegan a ella habitantes de islas más exóticas y enigmáticas; y me cuesta más hablarles de Platón, de Boecio o de Spinoza, cuando hay tantas cosas que antes debería compartir con ellos sobre nuestra cultura occidental.
Publicado en: https://theobjective.com/elsubjetivo/por-que-me-voy-de-la-universidad