Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano
A veces, solo a veces, tener estilo consiste en desplegar varios estilos diferentes, según las circunstancias.
La esencia de la vida es el cambio, y acaso uno de sus secretos. “Hagas lo que hagas, vuélvelos locos”, aconsejaba Jacques Tourneur a sus actores, sin precisar si se refería a sus seguidores o sus detractores. O a ambos. Empiezan a prepararse los fastos del aniversario del turolense Segundo de Chomón –ciento cincuenta años de su nacimiento- y la cosa está que arde, Calomarde. Como para echarse a temblar. O para volverse loco. O todo a la vez.
Afirma Francisco Javier Millán, uno de los que más saben de Chomón –y, por extensión, del cine turolense profesional o aficionado-, que Aragón tiene un defecto terrible, que históricamente ha mandado a la mierda a sus creadores. Y sin son cineastas, más todavía. Al parecer, hace unos años, discutió con un profesor de la universidad de Barcelona al presumir con él de ser de la tierra de Chomón. Y el docente le contestó, contundente: “Chomón es más catalán que aragonés, porque en Teruel solo nació, pero sus méritos los consiguió como barcelonés”.
“¿Qué habéis hecho por Chomón?”, le preguntó, desafiante, a Francisco Javier Millán. Y este le contestó: “Tenemos un instituto que lleva su nombre, y hasta una revista de cine”. La respuesta fue tajante, otra vez: “En Cataluña hemos colocado placas donde vivió, organizado ciclos en el festival de Sitges, publicado libros, realizado documentales y, sobre todo, hemos recuperado sus películas”. Con Buñuel, dice Millán, pasa tres cuartos de lo mismo: “Si Buñuel lo tuvieran los catalanes habrían hecho oro con él, como ha ocurrido con Dalí, pero el complejo pueblerino aragonés, encubierto de bonachón, nos puede. ¡Si es que Goya ya nos pintaba a garrotazo limpio!”…
Yo no sé, como afirma Millán, si Aragón tiene un defecto terrible con sus creadores. Si sé, al menos, que lo tiene con los contemporáneos, en no quererlos ver con una mirada limpia, sin prejuicios. Hay por ahí, maldita sea, mucho talento desperdigado. Y nadie hace caso, siempre mirando para otro lado, por ignorancia o –peor- por comodidad. Como aquel irlandés del cuento. Ese hombre que caía al vacío desde el piso cuarenta de un hotel eléctrico cualquiera y, a medida que se acercaba al suelo y le preguntaban que cómo estaba, el tipo iba respondiendo: “Por ahora voy bien, por ahora voy bien”…
Con caída libre o sin ella, en cualquier caso, bienvenido sea este aniversario para hablar del más importante pionero del cine español, de noble ascendencia francesa (De Chaumont), fallecido en París en 1929. Estudia ingeniería y lucha en la guerra de Cuba, en la que alcanza el grado de oficial. El cinematógrafo Lumière le llama poderosamente la atención desde sus primeras exhibiciones e instala en Barcelona un taller para el coloreado a mano de películas.
Descubre, en 1902, el trucaje llamado ‘paso de manivela’, que utiliza en ‘Eclipse de sol’ (1905) y ‘El hotel eléctrico’ (1910). Pronto se convierte en habilísimo especialista de trucajes y Pathés lo contrata en 1906. Interviene en gran número de producciones de esta empresa. Ahí está, para demostrarlo, ‘Vida, pasión y muerte de Jesucristo’ (1907), de Ferdinand Zecca, en donde utiliza por vez primera la cámara en movimiento (‘travelling’), novedad técnica que perfecciona en el rodaje de la ambiciosa película italiana ‘Cabiria’ (1914), de Giovanni Pastrone, en donde consigue también sorprendentes efectos con el empleo de la luz artificial. Junto con Méliès, es el gran especialista en trucajes del cine primitivo. O sea, “el pequeño Méliès español”.
El pueblo catalán, decía, le acogió y le dio alas. A sus fantasías endiabladas. A sus pequeñas transformaciones. A sus alardes equilibristas. A sus luchas fraticidas. Exiliado a Francia e Italia, ofrece potentes muestras de su capacidad artesanal. De la etapa italiana destaca el drama de muñecos animados ‘La guerra y el sueño de Momi’ (1916), que también dirige Pastrone –con quien igualmente colabora en ‘Padre’ (1912) o ‘Tigre real’ (1916)-, fotografiado en blanco y negro y en color. En 1923, junto a Ernesto Zollinger, codirige ‘La natura a colori’ y ‘Mimosa’. También realiza, tres años después, los efectos especiales del ‘Napoleón’ de Abel Gance.
En las casi quinientas películas en las que interviene el aragonés (de nombre completo Segundo Víctor Aurelio de Chomón y Ruiz), ya sea como director, operador –‘El negro que tenía el alma blanca’ (1926), de Benito Perojo-, realizador de maquetas o de efectos, se fragua la importancia cultural del cine como espectáculo o como vehículo nuevo de expresión. El cine mudo español no cuenta con otro investigador de su talla, diluyéndose en buena parte sus hallazgos, mejor aprovechados por otras cinematografías. Realiza cortometrajes documentales, turísticos, taurinos, científicos, trucados, fantasmagorías, marionetas, cuentos populares e infantiles, temas cómicos, históricos, dramas, escenas de transformismo, animación (con peladillas y confeti) o trucajes combinados.
Chomón intuye pronto que el cine constituye un rico potencial para convertirse en fábrica de sueños. Este visionario, más imaginativo que de verdadero talento, comprende que las películas tienen el poder de capturar los sueños. Cuando el cine está en mantillas, Chomón es capaz de incorporar la magia, jugar con las ficciones, alimentar la fantasía y hacer que la mente del espectador volara por mundos desconocidos.
Y la mejor forma de volar en los fastos que se están preparando para celebrar esta efemérides de Segundo de Chomón, o la forma menos mala de no hacer el ridículo, sería contar, al menos, con Javier Francisco Millán. Es la lógica de esa escena de ‘Retorno al pasado’ en la que Jane Greer pregunta: “¿Existe alguna maldita manera de ganar?”, y Robert Mitchum responde: “Bueno, hay un camino para perder más despacio”. Cuestión de estilo. O de caída libre.