Desde el gallinero: Gistau y los enfadados con el mundo / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo

 

  El quiosquero de la esquina está de luto. Y enfadado con el mundo.

      Se ha quedado, maldita sea, sin David Gistau, ese columnista y cronista madrileño, todavía joven, cuyo padre murió trágicamente en 1985. Un escritor que vivía con temor a abandonar a sus cuatro hijos prematuramente. Emocionan sus palabras hace apenas diez años: “Mi hijo no ha de ser lo que yo fui, un adolescente enfadado con el mundo porque se le murió el padre demasiado pronto. Lo que pido es tiempo para acompañarle al menos un trecho largo de su camino vital, como espectador y como cómplice”. No pudo ser, noqueado por sus puños enguantados.

  Sofisticado y provocador, contundente y primoroso, celebrador y fustigador, callejero e indómito, molesto a discreción y de prosa aguerrida y vikinga, de brinco inesperado, como demuestra en sus libros ‘A que no hay huevos’ (2004) –su primera novela, sobre sus experiencias como corresponsal en Afganistán-, ‘Ruido de fondo’ (2008) –del fútbol y sus pasiones- y ‘Golpes bajos’ (2017) –de la camaradería pugilística-, Gistau contaba lo que pasaba en el mundo, no predicaba, con un predominio de la idea sobre el estilo, sin aspirar solo a la pirotecnia, a las pretensiones afectadas, con olor a gimnasio y siempre humor contagioso, rebuscando en la trastienda de las cosas. Suyas podrían ser estas palabras de su admirado Mike Tyson: “Todo el mundo tiene un plan hasta que le doy la primera hostia”.

  Apasionado del cuadrilátero y de las motos, de Camba y Ruano, de Hemingway y Mailer, de Salter y Talese, de Greene y Woody Allen, del ‘Madrí’ y el Liverpool, del rock y el ‘dry martini’, de la novela negra y el heroísmo fordiano de banderas polvorientas (y cargas de centauros del desierto de los artilleros de la tinta), de la “comedia humana”, en fin, Gistau escribió de todo y lo hacía bien, con pegada, profundo y a la par transparente, clásico y moderno a la vez, un periodismo de flexo, alcohol y tabaco. No entendía la columna como un instrumento para dar lecciones, pero sí creía que el periodismo podía iluminar la realidad con la luz de la literatura. Y era un periodista de escritura arponera e irisada, delantero centro de un oficio roto, de regate corto inigualable, que tenía “lo que hay que tener”, que diría Tom Wolfe: mirada propia, una cultura ancha que la nutría, un estilo literario distinguido y un espíritu ingobernable, para disgusto de izquierdas o derechas. Tragos cortos del mejor periodismo, alérgico a las modas y los clichés. Sin aditivos ni colorantes.

  Al quiosquero de la esquina, tan canalla, le recuerda el madrileño a otro grandullón, también prematuramente muerto, el zaragozano Félix Romeo Pescador. Pero, seguramente, ni le habría durado dos asaltos. Porque Romeo siempre parecía estar a punto de hacer algo, pero a veces no sabíamos exactamente el qué. Se diría que ni él mismo. Era como un artificio pirotécnico que nunca acababa de explotar en el cielo. Hasta que la palmó, ¡ay!, y provocó un desgarro en las letras provincianas. Gistau sí que pescaba de todas partes para formalizar una suerte de puzle de la condición humana.

  Con la muerte de Gistau, demonios, los lectores de la cada vez menos adictiva letra impresa han (hemos) sido noqueados. Ya decía Gerardo Diego aquello de que “el periodista es un cantor de lo cotidiano y un salvador de instantes”. Hoy, sin embargo, son cada vez menos los lectores que se acercan por un quiosco para comprar un ejemplar en papel. Un negocio en vías de extinción. Como el milano real. Los carteles de cierre menudean por las esquinas de cualquier ciudad. Todo se ha convertido en prosa distraída, mientras los quioscos que quedan se pueden contar con los dedos de una oreja. El verdadero columnista es un desalmado que vende su cerebro a cucharadas en la esperanza de que lectores curiosos remuevan con ellas su café cada mañana.

  Al arriba firmante se le fueron, tiempo ha, Joaquín Aranda, Francisco Umbral, Joaquín Vidal, Ángel Fernández Santos, José Luis Alvite y algunos otros, con los que se desayunaba un café, siempre solo, cuando las mañanas todavía eran noches, un revulsivo innegociable para lo que quedaba del día. Y, con ellos, aprendió cada mañana a agradecerles esa ingenuidad siempre renovada de descubrir la novedad de la vida. Hoy, sin embargo, ¿quién le queda? Tal vez la vida sea algo mucho más simple de lo que queremos creer. Tal vez sea inútil buscar la coherencia y el sentido de las cosas. Tal vez debamos vivir el aquí y el ahora sin preguntarnos dónde estamos y a dónde vamos.

  El quiosquero de la esquina, en su trastienda, está temblando. Porque acaba de cumplir cincuenta y siete años –“¡ya le llevas ocho, cabronazo!”, le digo- y a esa edad se le murió el padre. Se quedó sin referencias, sin mástil al que agarrarse, cuando todavía era adolescente. Y se enfadó con el mundo. Ahora pide, como Gistau, tiempo para acompañar a su pequeña hija al menos un trecho largo de su camino vital, como espectador y como cómplice. Acaso también esté reconstruyendo la vida de su padre a través de la suya propia. “¡Que dios te ampare, quiosquero!”, le digo. Otra vez.

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