Desde el gallinero: Napoleón, Buñuel y la vil Zaragoza


Por Carlos Calvo

   Llevo más de cincuenta años en Zaragoza, cómplice y extraño. Aquí nací y aquí he crecido, física e intelectualmente.

     En rigor, a mí me han hecho como soy algunas calles, ciertos seres, dos o tres librerías, cuatro o cinco tabernas –sin bares, para qué negarlo, no hay ciudades-, un puñado de otoños. Cada vez me cuesta más sumar entusiasmos a los que ya tengo. ¿Cuándo empieza una ciudad y cuándo acaba? Cualquier ciudad es una convivencia de gente, de desconocidos, que pueden desarrollar cualquier azar. Nos necesitamos unos a otros: es indispensable atraer a gente. Nadie puede estar solo porque, por decirlo con el llorado Manolo García Maya, “sin tapia no hay fuga”.

   Hay ciudades hermosas como las hay modernas o aburridas. También las hay viles y vitales y serias y lluviosas y delirantes y cómodas y exigentes y altivas y catetas o provincianas. Pero Zaragoza es algo más que una ciudad. Zaragoza es un lugar de intuiciones y certezas, de dudas y extravíos, de aciertos y derrapes: a veces, ay, abandonada del frío de no tener frío, a veces mutilada con las manos perfectas del robar. Con cierzo o sin él. E igual que cada hombre, que cada mujer, tiene para sí un poema, también tiene una Zaragoza: macarra o distinguida, cursi o sexy, menestral o furtiva.

  En Zaragoza he aprendido que lo humano es algo superior al hombre. Que aquí cabe toda la basura y toda la gloria. Zaragoza vive un poco de hacer teatro de sí misma. Vivir en Zaragoza es vivir de Zaragoza.  Recuerden el escrito: “Cuando los soldados de Napoleón entraron en Zaragoza, en la vil Zaragoza, no encontraron más que viento por las desiertas calles. Sólo en un charco croaban los ojos de Luis Buñuel. Los soldados de Napoleón los remataron a bayonetazos”. Urge, pues, reconstruir el territorio de lo racional. O, mejor, urge reconstruir el territorio de lo irracional para aquellos vacunados contra la sicosis disfrazada de pensamiento crítico.

  Siempre hay detrás, no lo duden, un negocio. El de unos mezquinos enemistados con la inteligencia, un público encantado con su dieta –tal vez cautivo de ella- y unos debates de un nivel absolutamente desolador. Todo ello en una ciudad que ya perdió sus valores, acaso heroica e inmortal, pero decididamente barata e innoble (por no decir puta). Una ciudad que entraña servilismo, cobardía y falsedad a partes iguales. Decía André Gide que “todas las cosas ya fueron dichas, pero como nadie escucha es preciso comenzar de nuevo”.

  Esto es lo que hace sobre esta nuestra tierra Antonio Tausiet, nuestro singular e intransferible Pepito Grillo, en su documental ‘Zaragoza vil’, todo un acontecimiento en el panorama del audiovisual aragonés contemporáneo. Un éxito sin precedentes, pese a que en el día de su estreno solo convocase a unos pocos espectadores, que se podían contar, al pensamiento de Perich (¿o fue Peridis?), con los dedos de una oreja. Gracias al “boca-oído”, y al engranaje viral de las redes sociales, ‘Zaragoza vil’ se ha convertido en película de debate, vista por media ciudad. Lo digo sin más preámbulos: el documental de Tausiet alivia, pero solo eso, pues el cine imita la memoria sin ser del todo la memoria.

  Si el poeta Kavafis manifestaba que “el poder necesita a los bárbaros, que odiemos a alguien y que temamos a alguien”, la frase del gran Mark Twain no le quita mérito: “He vivido cosas terribles, algunas de las cuales realmente ocurrieron”. Tausiet, por su parte, habla de los poderes fácticos, esos que nadie ha elegido pero tienen más poder que las instituciones. Y hace un ejercicio de memoria. Y se emparenta al vuelo alto del águila. Desde allí se tiene otra perspectiva y esa visión que no posee la mayoría de la gente adormecida. Seamos águilas, viene a decir Tausiet, y no nos dejemos llevar por los cantos de sirena. Unos cantos que nos conducen, maldita sea, a aceptar la falsa memoria. Larga vida a la desobediencia. Sigamos atentos. Ni nos vendemos ni nos rendimos. Las verjas del paraíso siguen cerradas, pero nuestro cineasta descorre el cerrojo y se acerca al magnífico edificio donde adivina vicio y jolgorio a tutiplén, acaso con los nervios tensos como cuerdas de violín. Sin disimulo, nuestro héroe critica la falta de decoro del sistema financiero y las disfuncionalidades que provocan la economía.

  Estamos ante un valioso, punzante e imprescindible largometraje en torno a quienes manejan a su antojo los intereses de la sociedad zaragozana y, por extensión, la aragonesa, esas grandes familias repartiéndose el pastel. Un audiovisual realizado sin red, con muy pocos medios y no poco talento, donde el tiempo va rozándose de tiempo impostor, de tiempo vil hasta la náusea. Más allá de la pericia de los medios por extraer, recortar, modificar y, en fin, llevarse el gato al agua; más allá también de los saludos de unos y la indiferencia de otros, de las puntualizaciones, de las depreciaciones, los reproches o los aplausos; más allá de lo que para unos es incomprensible y para otros todo un logro, o algo innegociable, queda la verdadera esencia de toda una declaración de intenciones.

  Tausiet vuelca en la mesa de edición su capacidad desmitificadora, reinventada en el proceso de fascinación, y su mirada fragmentaria cobra pulso y ritmo al rastrear un mundo del que él es testigo y sujeto paciente, con resistencia de granito. Tausiet, con Buñuel como referente ineludible, se ofrece como una suerte de cruce baturro entre los cineastas italianos Pier Paolo Pasolini, Francesco Rosi y Sergio Sollima, a través de una excelente mezcla, a la manera de un Basilio Martín Patino, de documentales de época, fragmentos de películas, fotografías, recortes de periódicos, libros, anuncios publicitarios e infinitos temas musicales con su mirada amarga e irónica. El mérito de Tausiet es, además de haber recopilado el material, conseguir un sorprendente resultado artístico mediante el montaje. Porque las canciones –o los himnos- dialogan con las imágenes, sabiamente elegidas por el director.

  Su trabajo no es el de historiador, sino el de fabulador. No le gusta investigar, aunque se mete en las cosas que le gustan. Se lo pueden criticar, le pueden acusar de panfletario, pero no le importa nada (ya lo dice la canción). Querer es tratar de comprender sinceramente, y comprender implica también la línea de poder disentir. Cada uno debe poder seguir su propio camino. Así consigue un documental humilde, abrupto, seco, y compone su relato con una narrativa sincopada, fulgurante, fresca. Toda la película transpira autenticidad y su propia imperfección, artesanal, contiene la legitimidad de un esfuerzo de diálogo moral e intelectual. El relato surge a borbotones, con el ritmo áspero, desigual, de una conversación espontánea. La vil Zaragoza de Tausiet crepita más que habla. Porque realiza, digámoslo ya, apología del marxismo, dedicando sus particulares reflexiones sobre los más desfavorecidos.

  Para él, pues, hacer cine significa contraer un compromiso moral con la propia conciencia y con el espectador. Se les debe, no lo duden, la honestidad de una búsqueda de la verdad sin compromisos. Cuanto más te adentras en la realidad, más comprendes que lo cierto y lo justo no existe. Pero lo que cuenta es la nitidez de la búsqueda. El trabajo del zaragozano es un largo viaje. Cada película es un viaje que empieza cuando surge la idea hasta el momento en que salta a la pantalla. Son muchos los momentos de satisfacción y muchísimos, también, los momentos de frustración.

  Tausiet, siempre con su ojo de espíritu buñueliano, ha dado, sin ninguna duda, un paso difícil, arriesgado, políticamente necesario. Y así forja su rebeldía, que algunos confundirán con el panfleto, para hablar de principios morales, devolviendo el pulso al pensamiento. Frente a la tensión vital de ‘Zaragoza vil’ no valen catecismos muertos en sacristías apolilladas. Porque hay que empaparse del verdadero sentido de términos como libertad, etnicidad, legalidad y otra serie de valores que constituyen la frontera auténtica de la cosa política. Se trata de esencias absolutas, de sustancias básicas, de remedios contra la tiranía que bajo un modo u otro de ejercicio reduce la vida humana a una pobre y triste sobrevivencia.

  Porque la libertad no tiene otro contenido que sí misma. No es cierto que la ley la proteja. Las leyes se han hecho para trabar el paso de la libertad y crear esa cosa que se proclama orden y estabilidad, cuando, en realidad, suelen ser el cerrojo de la gran finca del poder. El pensamiento no es un producto informático ni la libertad es un artículo de diseño. Si el corcel que transporta las satisfacciones muere… ¡cebada al rabo! No hay nada que nos acerque más al otro que ofrecerle un café de nuestra cafetería cuando el sol descansa en la oscuridad bien administrada por la luna de todos.

  Los amos del dinero, de facto, son quienes nos gobiernan. Su poder no se circunscribe únicamente al ámbito económico, donde se sitúan en el centro del conjunto de cadenas productivas, financieras, tecnológicas o comerciales. Tampoco se limita a la dimensión cultural –la gran mentira-, bombardeándonos sistemáticamente con relatos en su favor a través de su creciente control de la comunicación, la información y la creación de conocimiento. “Economía colaboradora” y “persona emprendedora” son, de este modo, el nuevo imaginario que disfraza la dominación, la explotación y la precariedad de las mayorías populares. El poder es integral. Y se proyecta también hasta lo político y lo jurídico, cerrando el círculo. El gran círculo.

  Y es que desde que Zaragoza se ha hecho grande, maldita sea, ha perdido la alegría. Ahora la gente se cree bien –y ya lo cree hasta el último mono-. No va a las tascas y a los bares con luces y voces. Prefieren unos sitios elegantes de muy poquita luz, con parejas achuchándose y venga a tomar whisky, que vale un riñón y sabe a zapato viejo. Acaso el que esto escribe tiene un aplomo romántico, vaya por dios, que le hace ser de otro tiempo, de ese lugar en el que poco importaban algunas cosas que hoy suenan mucho para nada. Ese aplomo romántico del que parecen carecer, ay, los poderes fácticos, usureros por naturaleza en una ciudad de pesadilla y risa. Y parcos en elegancia, en humildad, en inteligencia. Falsos por explicables. Como soldados de Napoleón que nos rematan a bayonetazos. Los fantasmas, al parecer, son parte del combustible zaragozano. Con cierzo o sin él.

  Quedarse en la orilla del Ebro no parece lugar para los amos del dinero. Para eso están los otros, como fantasmas de otro tiempo y de otros ocios. Ya saben, la Zaragoza cristiana y árabe, hebrea y bereber, latina y sedetana. O la ciudad vil, en homenaje –ya desde el título- al maestro Buñuel, que canta cada día, creyente, lo de “bendita y alabada sea la hora en que María Santísima vino en carne mortal a Zaragoza, a Zaragoza, por siempre sea, por siempre sea, bendita y alabada”. Por siempre seas, Tausiet.

 

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