Los 100 de Zura

Por Esmeralda Royo

     Era difícil que el cielo se desplomara todavía más y que el corazón de las tinieblas latiera con renovadas energías en la maltrecha Ruanda, antigua colonia del sanguinario Leopoldo II de Bélgica.

    Así ocurrió en 1.994, año de la masacre que se saldó con 800.000 muertos y alrededor de 400.000 violaciones.

     El rey belga tenía escaso interés en Ruanda, no así en el rico y todavía más masacrado Congo, así que dejó la colonia en manos de evangelizadores católicos, que impusieron divisiones (hasta ese momento la unica diferencia entre hutus y tutsis era su dedicación a la agricultura o a la ganaderia) y nomenclaturas étnicas, además de dar privilegios a la minoría tutsi frente a la mayoría hutu. El caldo de cultivo para el genocidio que tendría lugar después, estaba al fuego.

     Antes de que todo esto ocurriera, Zura Karuhimbi era una niña de la aldea de Musamo en el sur de Ruanda, que se afanaba en seguir una tradición milenaria: ser sanadora.  Su padre le enseñó a diferenciar las plantas, las dosis exactas según dolencias y dolientes y a buscar, entre otras hierbas que crecían alrededor de su casa, la Hygrophila auriculata, excelente como diurético y la Artemisa, fundamental para curar una enfermedad endémica en la zona: la malaria.

    Zura pertenecía a los hutus, etnia dominante, así que, en principio y siempre que no demostrara  una moderación que estaba penada con la muerte, no tenía nada que temer, pero no dejó que el odio la dominara porque sabía que hutus y tutsis sufrían las mismas enfermedades y el remedio era igual para todos.

    Es complicado sacar lo mejor de tí cuando te rodean actos de locura, pero Zura ya tenía experiencia en eso.  En 1.959, en uno de los incontables asaltos de las milicias hutu, salvó la vida de un niño con un simple gesto, anudándole su collar en el pelo para que pareciera una niña, puesto que solo mataban a los varones.  A ella le gustaba contar que ese niño era Paul Kagame, que años más tarde se convertiría en Presidente de Ruanda.

    Como todas las sanadoras o curanderas africanas, Zura Karuhimbi inspiraba una mezcla de sentimientos. Por una parte, el prestigio de las que alivian el dolor, y por otra, el temor, puesto que se les supone poderes de los que carecen.  Esto le sería muy util en el futuro.

   En 1962 se consumó la independencia de Ruanda.  Bélgica dejaba atrás un país de tierra quemada y lleno de odio. A partir de aquí, más de 30 años de matanzas que costaron la vida a europeos, burundeses, tutsis y hutus moderados. 

   El 6 de abril de 1994, el avión en el que viajaba el presidente ruandés de la etnia hutu, Juvénal Habyarimana, fue derribado por un misil. Junto a él viajaba su homólogo burundés, Cyprien Ntaryamira.  El incidente fue el inicio de un genocidio que se extendió durante cien días.

     Era tal el terror, que la ONU envió cascos azules belgas con la esperanza de que la antigua metrópolis hiciera valer algo de autoridad. No sólo no ocurrió, sino que abandonaron el país después de que diez de ellos fueran asesinados.  Ruanda se quedaba desprotegida y se tiñó todavía más, si es que esto era posible, de sangre.  El gobierno, las milicias hutus, periodistas y una emisora de radio, cuyo director fue condenado más tarde por crímenes contra la humanidad, arengaron para que reinara el terror.

    Zura, como sanadora, ya no tenía nada que hacer porque no había enfermos, sólo muertos.  Tras ver morir a su marido y a dos de sus hijos a machetazos, ¿que más podía temer?.  Sólo quedaba la esperanza de que aquello acabara, como declaró a un periodista años después.  Comprobó que ya no bastaba con poner un collar en el pelo a un niño para que pareciera  niña, así que decidió convertirse en bruja. En su minúscula casa de dos habitaciones acogió a 100 personas perseguidas por las milicias, incluídos niños que rescataba de sus madres muertas. Era una cifra aproximada porque Zura, según sus propias palabras, tenía mejores cosas que hacer que contar. Cuando la casa resultó insuficiente para albergar a todos, cavó un pozo en los alrededores para meter a más gente. 

    Los soldados, dispuestos a matarlos, rodearon la casa, así que Zura no tuvo más remedio que interpretar el papel de bruja que se presuponía a las sanadoras, haciéndoles creer que estaba poseída por malos espíritus que irían a parar a todo aquel que intentara entrar en su casa.  No resultó excesivamente complicado si tenemos en cuenta que, adornada con amuletos untados en sangre, se encargó de representar extraordinariamente el guión.

    Pintó la casa y a ella misma con tintes irritantes al tacto que le dejaron secuelas en la piel. Por el día cavaba tumbas y gritaba a las milicias que eso era lo que les esperaba si intentaban asaltar la casa.  Cuando caía la noche, aterrorizando a unos asesinos que no tenían el menor problema en matar a machetazos a mujeres embarazadas, salía al exterior a invocar entre cánticos al Dios Nyabingi (en el que Zura no creía, pero sus atancantes sí) para que toda su ira recayera sobre ellos. 

   Mientras 800.000 personas eran asesinadas en el resto del país, Zura Karuhimbi asumió que esas 100 eran su responsabilidad.  No sabemos si conocía las palabras del Talmud: “Quien salva una vida salva al universo entero”, pero sí sabemos que todas ellas sobrevivieron al genocidio.

    En 2006 recibió la Medalla de la Campaña contra el Genocidio, que lució orgullosa hasta su muerte en 2018, otorgada por el Presidente Paul Kagame, el niño al que salvó la vida anudándole un collar en el pelo.

   Era mujer, africana y curandera tradicional. Quizás por ello, “la bruja” que fue capaz de aterrorizar durante cien días a unos asesinos descontrolados, sólo ha sido merecedora de algunos artículos.  Otros, por menos, tienen un día señalado en el calendario.

Artículos relacionados :