‘Gente normal’, de Sally Rooney


Por Javier Úbeda Ibáñez

     Me acerqué a esta novela con todas las prevenciones con las que mi edad y mis muchas lecturas se defienden de los best sellers.

   Es un mecanismo de autodefensa que se dispara sin que yo pueda hacer mucho al respecto, pero los años nos llevan a conocernos a nosotros mismos, y pude desactivarlo antes de iniciar la primera página. Todo crítico tiene que amordazar un poco al lector que lee por puro placer y centrar sus esfuerzos en ser objetivo para, al final, aflojar la fuerza de la mordaza y permitir que se expresen ambos, el lector que lee por gusto y el que lee para reseñar.

   Cierto es que, conocedor de que su joven autora contaba tan solo con un libro previo (Conversaciones entre amigos, 2017) y de que la temática era claramente similar a la del texto que analizaré, el hecho de que fuera un superventas y (alerta máxima) de que ya contara con una serie de televisión basada en él me inclinó a dejarlo pasar y escoger otro. Tampoco ayudaron las loas que ensalzaban a Rooney como «la nueva Jane Austen» (que no lo es, ya lo adelanto) o las alabanzas sin fin de gente de la farándula.

    La novela no es, lo diré sin ambages, un prodigio que se vaya a incluir en todos los temarios de Literatura inglesa. Como ejercicio de lectura, no presenta mayor complejidad: se lee sin dificultad y hay varios aspectos en los que es notorio que su autora se va haciendo con el oficio, pero el argumento y sus protagonistas son ingredientes de un suflé que se desinfla al final: no son memorables, no aportan nada nuevo ni interesante y no recurriremos en nuestra mente a ninguno de sus pasajes para recrearlos porque no nos habrán dejado huella.

   Gente normal se desarrolla entre 2011 y 2015, dándose, en la narración, varias elipsis temporales que son un buen recurso porque, en esta relación que no me atrevo a catalogar como romántica (sus propios protagonistas nunca llegan a dar con el adjetivo que la defina), estas elipsis hacen que no sepamos en qué momento se encuentran. Siempre será necesario comenzar cada nuevo capítulo a tientas para averiguarlo.

    Rooney escoge la tercera persona para referirse a la relación que mantienen Connell y Marianne, dos adolescentes que acuden al mismo instituto de una zona de Irlanda que se ha visto seriamente deprimida tras la crisis de 2008. Todo en ellos funciona por contraste. En el caso de Marianne, pertenece a una familia rica, pero desestructurada. Además, ninguno de sus compañeros se quiere relacionar con ella, ya que «[…] se la considera objeto de asco». Sin embargo, Connell es guapo, popular, buen estudiante y buen deportista.

    Dos personas tan opuestas no tendrían un punto de encuentro sencillo en ese universo propio que es un instituto, por lo que Rooney lo busca en la casa de Marianne, donde la madre de Connell acude a ocuparse de las tareas de limpieza. Allí, ambos pueden charlar cuando él pasa a recoger a su madre en el coche. De esa manera comenzará una relación que han de llevar en secreto («No tendría por qué saberlo nadie», propone Marianne).

      El instituto se presenta como ese lugar donde ya comienza el maremágnum de presiones sociales que solo se van acrecentando en la vida adulta. Es muy significativa la presentación que del mismo pergeña Rooney: «Vestirse todos los días con el mismo uniforme, obedecer órdenes arbitrarias a todas horas, que los escudriñen y controlen para que tengan buena conducta, todo eso es normal para ellos»; «La lenta rutina de tomar apuntes con bolígrafos de diferentes colores en hojas de papel rayado azul y blanco».

    En ese sistema adolescente de castas que divide a la gente en guapo o feo, en listo o tonto, en guay o pringado, Marianne pierde, por lo que para Connell no es posible dotar de oficialidad a su relación. Piensa, ingenuamente, que será posible «[…] tener el respeto de alguien como Marianne y al mismo tiempo estar bien visto en el instituto», «[…] vivir dos existencias por completo independientes». Como la vida no funciona así, aunque él aún no lo sabe, una decisión lo alejará de Marianne, la primera de varias, pues este libro versa sobre malas decisiones de uno y otro, así como sobre malos entendidos, siendo, al final, si se quiere, una alegoría sobre la imposibilidad fáctica de la lengua para hacernos comprender por otros, sin perjuicio de que, en muchas ocasiones, las explicaciones en el libro llegan fuera de tiempo.

   Ambos se reencontrarán en el Trinity College, donde cursarán sus estudios universitarios. Connell es allí un paria social, mientras que Marianne disfruta de una vida social muy estimulante, con un giro de guion por parte de la autora que resulta ciertamente interesante. A pesar de todo, ella vuelve a hacerle un hueco en su vida y acepta su amistad sin rencor aparente. De nuevo vuelven a sus largas conversaciones, su complicidad natural y a una espiral de relaciones sexuales en las que nunca está claro si son o no son pareja formal, sin etiquetas, sin exclusividades y… sin claridad, por lo que se terminarán haciendo daño una vez más. 

    Ambos van teniendo distintas parejas, algunas más serias que otras, pero nunca encuentran la manera de formalizar su relación ni de expresar la veracidad y existencia de sus sentimientos, enredándose en diálogos absurdos cada vez que tienen que abordar el particular («No conseguía entender cómo había ocurrido, cómo había dejado que la conversación se le escapase de las manos de esa manera»). Es sorprendente que puedan hablar de cualquier asunto y entenderse y sobreentenderse a la perfección, pero jamás puedan tratar sus sentimientos. Se limitan a esquivar el tema y a mantener la amistad, pero saben bien que lo que tienen entre ellos no lo encuentran en otras parejas («Contigo era distinto. Nosotros éramos distintos, ya sabes. Las cosas eran distintas»). Incluso la madre de Connell llega a afirmar: «Los jóvenes de hoy en día… No hay quien entienda vuestras relaciones».

   Sea como fuere, ellos se buscan y se encuentran en los peores momentos de cada uno, y siempre se defienden ante los demás («Espero que siempre podamos apoyarnos el uno en el otro. Es muy reconfortante para mí»). Fruto de una situación familiar problemática, descubrimos que Marianne presenta ciertas tendencias que le pueden ocasionar daño, como el masoquismo en sus relaciones sexuales («Bueno, le gusta pegarme. Solo mientras lo hacemos, claro. No cuando discutimos») o la aceptación del maltrato físico y psicológico por parte de su familia y amigos. En ambos casos, Connell se enfrentará a los perpetradores de esta violencia, si bien es cierto que él también la ha ejercido con Marianne en el pasado en cierta forma. 

   Su historia es la de dos personas que no son capaces de establecer nexos en común lo suficientemente convencidos y convincentes como para fraguar un amor que resista contra viento y marea. ¿Qué los separa, en pleno siglo XXI? ¿Las clases sociales? ¿El dinero? ¿Las opiniones de otros? Uno, como lector, no puede achacar a ninguna de esas razones el fracaso de sus intentos. Uno puede ver inmadurez, puede ver falta de mundo, fallas de comunicación, escasez de ganas, ausencia de compromiso, desazón existencial, excesivas facilidades de vida, pero no precisamente las cortapisas insuperables que hacen de una novela romántica un texto inspirador.

   Precisamente por esa razón no es sencillo encontrar esa épica que la crítica (cierta crítica) quiere destacar como deslumbrante luz cegadora proveniente de Irlanda; es más fácil hallar una flojedad intelectual trufada de referencias a canciones y textos pretendidamente revolucionarios que son solo fuegos de artificio.

   Resulta exasperante cómo detonan toda oportunidad de que la relación funcione y cómo sus idas y venidas no culminan en nada, hasta dejar languidecer y morirse una historia en la que tenían todo a su disposición: amor, sexo y amistad.

    Entre los aspectos positivos del libro, que los hay, destaca especialmente el estilo claro, audaz y simple de la autora, quien no opta por subterfugios ni oraciones particularmente complicadas, sino por la exposición directa de la trama y los diálogos llanos y naturales. No se encontrará, en ningún momento, desvíos o «paja», como se conoce comúnmente. Particularmente, se lo atribuyo a que la historia, en sí misma, es tan anodina y los personajes resultan tan insulsos que no se puede contar mucho más.

   Se percibe en estos jóvenes el convencimiento íntimo de no querer llegar a crecer nunca, aunque quieran jugar a ser mayores, aunque la autora pretenda excusar su falta de arranque y ambición por situarse vitalmente con los archiconocidos comodines de la familia desestructurada, en el caso de Marianne, y de la depresión, en el caso de Connell. Con esos mismos mimbres podría haber gestado una historia de superación personal en la que ambos habrían funcionado como un apoyo real para el otro, lo cual ocurre, en ocasiones, por una sinceridad un tanto descarnada que cause un viraje en el rumbo y trate de encontrar soluciones; sin embargo, lo que hallamos es un amor un tanto descafeinado que no enfrenta y afronta las cuestiones y que, finalmente, se pierde por el desagüe.

    Considero que es un tanto exagerado calificar esta obra como un «futuro clásico», pues, más allá de la novedad y pretendida rebeldía de no utilizar guiones de diálogo ni comillas, no percibo nada revelador ni en la forma ni en el fondo, con lo que, para mí, se queda en una categoría de obra menor, a la espera de ver si su autora logra levantar el vuelo con títulos posteriores, pues quizás ella sí sea capaz de ir madurando, al contrario que sus personajes.

 

Gente normal.

Sally Rooney (County Mayo, Irlanda, 1991).
Traductora: Inga Pellisa Díaz.
Barcelona, Literatura Random House, S. A. U., 2021:
256 págs.

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